En ese momento Carlos tuvo ocasión de reparar en la extraña cualidad de la adivina que la diferenciaba del resto de los seres humanos: madame Longstaffe tenía dos perfiles completamente distintos. Por ejemplo, ahora, con la frente baja y el pelo retirado de la cara, ya no se parecía a Gunilla von Bismarck, sino que, de repente, había sufrido una imprevista metamorfosis que la convertía en la doble de Malcolm McDowell, lo cual, para Carlos, que había visto hacía poco La naranja mecánica en la televisión, resultó un verdadero shock. Volvió a mirarla incrédulo y, en efecto, ahí estaba Longstaffe -con un terrible aspecto al que sólo le faltaba el detalle del estilete y la única pestaña postiza bajo el ojo izquierdo-, muy concentrada en revolver en los cajones de su mesa de trabajo, hasta que, una vez encontrado lo que buscaba (un mazo de cartas manoseadas), volvió a girar la cabeza para ser una vez más la réplica de la Bismarck, un aspecto que resultaba mucho más tranquilizador.
– … En resumen, madame -le oyó decir a su amigo Néstor, quien impelido por el silencio reinante, se había visto en la necesidad de repetir el final de su discurso-, por eso hemos venido a verla. Ya le digo, más que leerle el porvenir en el tarot o cosa similar, lo que este chico desea es un filtro, usted ya sabe, algún conjuro que le permita encontrar a una mujer lo más parecida posible a esa muchacha del cuadro, un capricho, comprenderá, pero es que yo tengo muy buenas referencias de sus poderes, señora.
– ¿Qué sabe de mí? -le interrumpió de pronto la vidente, y su cara de vieja Barbie alemana parecía asustada-. Usted sabe mucho de muchas personas, demasiado, diría yo…
Néstor al principio sonrió alargando una mano por encima de la mesa hasta tocar el brazo de la pitonisa, mientras le dedicaba un montón de palabras de halago. Pero luego fue cerrando su mano más y más, como quien intenta expresar con un gesto algo que la buena educación no permite formular con palabras.
– Bueno, bueno, como quiera -se sorprendió Longstaffe, poco acostumbrada a que sus clientes reaccionaran así-. Perdóneme… no quiero parecer entrometida, pero… Pero -añadió de pronto, con renovado brío, y girando la cara para parecer McDowell- déjeme que le desvele algo muy brevemente. Olvidemos al chico y hablemos de usted: me ha parecido ver cierto acontecimiento de su futuro que le convendría saber.
A la mano de Néstor, aún sobre el brazo de la pitonisa, no debió de darle tiempo a reanudar la presión conminatoria, pues ella continuó en el mismo tono: -Usted sufre una enfermedad incurable, eso se lo habrán diagnosticado; cáncer, ¿verdad? Bueno, pues entonces le alegrará saber que no morirá de…
Palmadas contundentes ahora por parte de Néstor, una especie de morse amenazador que debió de ordenar algo así como «cállese de una vez, vieja bruja, y no diga nada», pues la señora retiró el brazo con la misma sorpresa que si hubiera recibido un picotazo de uno de sus pájaros disecados. Aun así, segundos más tarde, como si en vez de ser una pitonisa de cara cambiante fuera un boy-scout, obligado a decir siempre la verdad por encima de todo, agregó:
– Permítame al menos que lo alerte, señor. ¿De veras que no desea que hablemos del estado de salud de sus pulmones, ni de los grandes peligros que entrañan las neveras o las trufas de chocolate…? ¿Y las recetas de cocina? ¿Qué me dice de las libretas de tapas de hule? ¿Tampoco desea saber nada sobre ellas?
La vieja desbarra, está clarísimo, pensó Carlos, pero naturalmente no dijo nada.
Si hubo más morse entre Néstor y la vidente, Carlos nunca lo sabría, pues Fri-Fri en ese mismo momento, con sus ladridos y lametazos, se ocupó de rellenar los breves segundos que separaron las últimas palabras de madame, hasta oírle decir:
– … Muy bien, es inútil intentar ayudar a alguien que claramente prefiere no saber. Además -y otra vez parecía muy cansada-, isso nao é comigo, ¿qué puede importarme? Se hace tarde, de modo que acabemos de una vez y vayamos a lo fácil: a ver qué le damos a este muchachito. Y dicho esto, madame volvió nuevamente a sumergirse en los cajones de su mesa con aire profesional.
En esta ocasión a Carlos no le pareció tan evidente la metamorfosis. Sin duda se habría equivocado antes, al pensar que la vieja dama tenía la virtud de cambiar de cara cada vez que se agachaba o giraba la cabeza, pues lo cierto es que ahora, con la puntita de la lengua asomando entre los labios en señal de gran concentración, madame Longstaffe era sólo la viva estampa de esa aristocrática y famosa alemana de Marbella, ni rastro de naranjas mecánicas. Afortunadamente.
– Aquí está -dijo mientras emergía de las profundidades envuelta en una nube de polvo no precisamente mágico-. Sta bon -añadió luego al erguirse y dejar sobre la mesa un frasquito del tamaño de un dedo meñique que a continuación entregó a Carlos con un: «Escuche bien, filhinho», recomendándole que bebiera cuatro gotas cada noche de luna llena hasta acabar el frasco.
– Y cuando termine el tratamiento, muchacho, alégrese: ya se habrá cumplido el conjuro, que es de lo más sencillo y elemental.
– ¿Tanto? ¿Tan habitual es? -preguntó Carlos.
Madame Longstaffe le dirigió un aburrido revoloteo de sus mangas verdes.
– Tesoro, si hay algo que detesto en esta profesión es su monotonía. En estos tiempos aburridísimos la gente sólo pide dos tipos de conjuros amorosos: uno para encontrar una pareja acorde con sus sueños y otro para mantener en sus redes a alguien contra su voluntad. Claro que de vez en cuando aparece un caso verdaderamente original. Alguien, por ejemplo, que lo que ansia es olvidar para siempre una terrible pasión o algún deseo inconfesable -dijo Longstaffe con aire fatigado, como si ya no hablara a sus clientes sino que sólo reflexionara sobre los acontecimientos del día-. ¿Han visto a ese caballero tan respetable de pelo cortado como un boche de la Gran Guerra que acaba de salir? Bueno, pues ese caballero me ha regalado una perla: desea que le borre del corazón una pulsión intrusa -añadió en un rasgo de indiscreción tan imperdonable e inconsciente que sólo podía atribuirse al cansancio, al tiempo que reproducía sobre la cabecita de Fri-Fri un simulacro de pelo cortado al cepillo; sin embargo, en seguida rectificó-: Pero basta, Marlene. (Marlene ¿sería ése el nombre depila de la famosa vidente, Marlene Longstaffe?). Lo único que pretendo decir es que hay una gran falta de imaginación en temas amorosos, porque usted comprenderá que encontrar la réplica de la mujer idealizada no es muy original que digamos, pero en fin… si eso es lo que quiere, criatura, aquí está: son quince mil, y ahora, si no les importa, digámonos adiós.
Dicho esto, con mucha más agilidad que en la ocasión previa, madame Longstaffe abandonó su mesa de trabajo para tumbarse otra vez en la chaise longue con sólo un comentario que no incluía una despedida sino más bien un suspiro.
– Virgem María Sacrificoso. Ha sido un día muy lahgo.
Pero las palabras, a juzgar por su leve deje yoruba, posiblemente no estuvieran dirigidas a los clientes, sino a su fiel Fri-Fri.
Si alguna vez el sacrosanto silencio de la habitación de la adivina se había visto roto por la intrusión de los clientes, si alguna vez el sonido de los cajones donde dormían multitud de frasquitos tan secretos y diminutos como el recibido por Carlos había alterado el original ambiente de la estancia, una vez reinstalada su dueña en la chaise longue, todo volvió a ser exactamente igual que antes.
La escasa luz de la lámpara Bloomsbury… los ojos vidriosos de los animales… cada cosa era tan íntima, que permanecer allí una vez acabada la consulta, tenía algo de profanación de iglesia.
Читать дальше