Ya sólo faltaba que Carlos se trasladara a Madrid para tomar posesión de Almagro 38. Cómo le habría gustado que su padre pudiera verlo, sobre todo para que en esta ocasión Ricardo García no hubiera tenido que quedarse en el umbral ni recibir un saludo helado o una palmadita en el brazo, pero Carlos marchó solo. Una vez en Madrid pudo comprobar que lo que heredaba se encontraba en peor estado de lo que cabía esperar. En la casa, cubiertas por sábanas blancas, yacían cada una de las viejas camas, los muebles, y todos los innumerables enseres que resultaron ser los mismos que Carlos recordaba de su última visita. Nadie en todos estos años parecía haberse tomado la molestia de cambiar ni un detalle, ni un cenicero de sitio, con la decadencia austera que caracteriza a las personas que desean que sus objetos mueran también con ellas. Sin embargo, Carlos no se detuvo en observar nada de esto. Como si fuera un niño, como si fuese una vez más la hora de la siesta, con el manojo de llaves de su abuela en la mano, buscó la puerta prohibida y luego el armario, y allí seguía estando como siempre la muchacha del cuadro entre un sinfín de cachivaches inútiles… Entonces, tal como habían hecho casi veinte años atrás unos brazos desconocidos, Carlos alzó el retrato para devolverlo a su lugar de privilegio en el cuarto amarillo, donde durante tanto tiempo lo sustituyera ese paisaje de árboles que a su abuela le gustaba mirar mientras jugaba a las cartas. Sólo entonces pensó en lo que había heredado. Almagro 38 era todo suyo. Aparte del piso, no parecía haber nada de gran valor, pero qué más daba: cuando pudiera venderlo tendría mucho más dinero del que había disfrutado nunca. Hasta entonces, se dijo, sólo era cuestión de administrarse bien y conseguir en Madrid un trabajo fácil que -al menos en teoría- le dejara tiempo libre para continuar con sus estudios de Derecho. Y mientras encontraba comprador para la casa, podría vivir en ella, e intentar descubrir sus secretos.
– A ver si lo entiendo, cazzo Carlitos -le había interrumpido Néstor cuando la historia llegó a este punto y el almíbar de las guindas amenazaba con desbordarse de uno de los calderos de cobre, en la cocina de La Morera y el Muérdago.
Pero es que la confesión de Carlos había sido tan extensa que Néstor temía haber perdido el tema central y tuvo que revolver el almíbar al revés, cosa que no debe hacerse nunca, so pena de convertir las guindas en cerezas pónticas.
– A ver si lo he entendido bien. Tú acabas de instalarte en Madrid porque has heredado una casa que ni por asomo puedes mantener. Además, para complicar un poquito las cosas, no conoces a nadie en la ciudad, pero tienes una romántica historia con una dama que vive en un armario. ¿Voy bien?
– ¡Vamos, Néstor…!
– Pero si te entiendo perfectamente: una herencia inesperada… un sueño de infancia… un amor romántico… supongo que ahora irás a decirme, como todos los incautos que llegan a la gran ciudad, que crees que quizá un día te encuentres a la muchacha misteriosa paseando un perrito por el Retiro o comiendo hamburguesas en un McDonald's. Mira, Carlitos, creo que los vapores de las guindas se te han subido demasiado a las meninges…
– Ya sé que nunca encontraré a esa chica, no soy tan imbécil, pero te aseguro que encuentro trozos de ella por todos lados -respondió Carlos.
Y entonces se vio obligado a repetir su explicación de que, desde que comenzara a trabajar para Néstor, se había dado cuenta de que la profesión de camarero le permitía descubrir en otras mujeres las partes que más amaba de aquella dama: un busto muy blanco aquí… allá su maravillosa sonrisa… y con eso se daba por satisfecho. Al fin y al cabo, quién era y en qué época vivió la joven del cuadro, si se trataba de una persona real o tan sólo era producto de la idealización de un pintor, eran para Carlos incógnitas insolubles.
Sin embargo, el alcohol hacía de las suyas, y no sólo en Carlos, sino también en alguien tan prudente como Néstor. Porque inesperadamente, y llegado a este punto de euforia, el cocinero cambió de actitud. De pronto empezó a decir que a él no le interesaban nada las mujeres ideales pero sí los presagios que a veces se tienen en la vida y cómo el destino se comporta de modo tan extravagante. Luego, bajando el volumen de la voz como si fuera a pronunciar un extraño conjuro, añadió:-Vamos, Carletto, no me digas que no te gustaría averiguar quién fue esa muchacha. ¿Qué tal si la buscamos?, es muy romántico todo eso de encontrar en otras mujeres los atributos que has visto en la dama del cuadro, pero me parece una tontería pudiendo invocar a la de verdad.
– Atributos que veo -le corrigió Carlos, igualmente borracho-, no te olvides de que la dama ahora es mía y puedo mirarla todos los días si quiero, aunque nunca sabré de quién se trata ni qué es esa joya verde que sujeta entre los dedos.
Pero Néstor pensaba ya en otras cosas más prácticas que adorar a un cuadro. Y así se lo dijo a su amigo, hasta que acabó por dar al chico una muda palmadita en el hombro que venía a confirmar algo así como: forza, Carletto, guindas confitadas y borracheras aparte, lo cierto es que la tuya es una bonita historia, o sea, que no te preocupes: yo conozco otra forma de averiguar secretos de familia cuando ya no queda nadie a quién hacer preguntas…
II. EL CABALLERO DEL PELO CORTADO AL CEPILLO
– Una preguntita, man. Dígame, y no se le ocurra mentirme: ¿a qué hora es su cita con madame Longstaffe?
Era el rastafari, que llevaba horas limpiándose las uñas apoyado en el biombo japonés, el que ahora interrumpía los recuerdos de Carlos al dirigirse a Néstor con mirada de sospecha.
– ¿No habrán quedado a las cinco, verdad? -dijo con aire terrible-, porque le advierto de que ésa es la hora en que madame me recibe a mí.
Y al decir «a mí», señaló hacia su pecho, con una larga uña, entre la abertura de la camisa (ajustadísima).
Como era su costumbre desde hacía unos meses, Carlos se quedó suspenso en ese punto de la anatomía del personaje de modo que, si alguna vez volvía a verlo por la calle, no serían sus trenzas en forma de maromas lo que recordaría, tampoco sus dientes, de un blanco desconcertante, dado el aspecto poco saludable de este cofrade de Bob Marley, sino esa larga uña.
– Mi turno es a las cinco, man, ni un minuto más tarde, man.
Pero Néstor le dedicó una sonrisa encantadora, asegurándole que de ninguna manera, que no se preocupara, nosotros tenemos hora a las cinco y media, y podemos esperar. Sin problemas, man.
El hijo de Rasta le devolvió la sonrisa y ya estaba a punto de recuperar su postura junto al biombo japonés cuando su paso fue interrumpido por un caballero muy nervioso que salía de la habitación de madame Longstaffe y que, equivocando su camino hacia la puerta de la calle, entró a la sala de espera.
El hombre se detuvo. Miró a derecha e izquierda. Primero a la dama que ocupaba el sofá aubusson, luego a la otra que estaba junto a la ventana, y pareció aliviado al no reconocer sus caras. A continuación descartó rápidamente la presencia del rastafari, pero sufrió un notable sobresalto al descubrir a Néstor en el sofá vecino. El cocinero, en cambio, lo saludó como a quien se conoce muy someramente: «Adiós, señor Tous», y el hombre desapareció por la puerta, tan rápido que, de toda la escena, Carlos sólo retuvo un rasgo del caballero: una cabeza gris y venerable con el pelo cortado al cepillo.
– Paciencia, Carlitos -le oyó decir a continuación a su amigo Néstor con un suspiro, pero obviamente no se refería a la fugaz aparición del caballero del pelo al cepillo, sino a la lentitud de madame Longstaffe para desplegar sus artes adivinatorias: eran las seis menos cuarto de la tarde y aún les quedaban por delante tres clientes, incluido el amigo Bob Marley-. Tengamos paciencia -repitió, y acto seguido Néstor volvió a sumirse en el mismo silencio tranquilo del que había hecho gala desde que entraron en casa de la adivina. Así, Carlos pudo evocar las últimas palabras de su amigo, interrumpidas por el incidente:
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