Los problemas domésticos acabaron solucionándose de forma mercenaria y simple. Cuando tuvo edad, Carlos marchó interno a un colegio, mientras que las necesidades de la casa se cubrían con la ayuda esporádica de chicas locales que nunca conocieron a Soledad y que se limitaban a cocinar, a hacer las camas y a pasar de vez en cuando un plumero apresurado por la sala y los dormitorios. De este modo y muy lentamente, fue borrándose de la vida de Carlos, y también de la casa entera, todo vestigio de presencia femenina, más aún de presencia femenina de ultratumba: los muertos se convierten con demasiada facilidad en fotografías anónimas que ennegrecen junto a la chimenea del salón si no hay ni un amor ni un odio que los mantenga vivos.
En cambio, la muchacha del retrato que había en casa de Abuela Teresa, con sus dedos largos y su pelo rubio, corrió suerte bien distinta. Quizá porque ella sí tenía rostro. Carlos recordaba muy bien cómo se habían encontrado. Más aún, podía revivir toda la escena, incluso con detalles, pues aquel encuentro era su más antiguo recuerdo de infancia. Y real a buen seguro; no podía tratarse de uno falsificado por lo que cuentan otros; esta escena debió de suceder exactamente así, pues ningún adulto se detendría a contársela; no son cosas que interesen más que a los niños.
Él se encontraba sentado en el suelo, tal vez jugara con algo, o simplemente estuviera entretenido en seguir con un dedo el dibujo de los arabescos de la alfombra, cuando de pronto, unos pies desconocidos se acercaron y unos brazos apoyaron contra la pared cerca de donde jugaba Carlos el retrato al óleo de una mujer joven y rubia. Al cabo de unos instantes, esos mismos brazos situaron otro cuadro junto al retrato, uno mucho menos interesante. Parecía el dibujo de un árbol o tal vez fueran varios árboles, pero en cualquier caso, esta segunda pintura no tardó en desaparecer: fue izada en sustitución de la dama rubia, arriba, muy arriba, demasiado alto para que Carlos pudiera haberla visto antes.
Ahora, en cambio, estaba tan cerca, a su misma altura… y esos ojos azules indiferentes le sonreían, mientras que a él le hubiera bastado con alargar la mano para tocar la de ella, maravillosamente blanca, que sujetaba un objeto entre los dedos. De pronto un murmullo y una larga discusión ininteligible le obligó a mirar hacia arriba. Se trataba de voces, unas masculinas, otras femeninas, a las que Carlos no atendía, pues estaba fascinado por la extraña aparición, allá abajo, sobre la alfombra, en el territorio de los niños, donde nunca hay mujeres de dedos largos que sonríen con ojos azules, sino que sólo puede verse la mitad menos gloriosa del reino de los adultos: patas de muebles, pliegues de mesas camilla, alguna telaraña inaccesible al más concienzudo de los plumeros, y todos los pies de aquellos que forman el mundo de los mayores. Pies displicentes que parecían señalar ahora hacia el cuadro de la muchacha, también zapatos femeninos que se ponían de puntillas para subrayar algún punto importante. Y mientras tanto a ella, ahí, con su aire indiferente y su extraña sonrisa, no parecía importarle en absoluto el estar por los suelos ni ser el motivo de discusión de tantos pies airados.
Pocos minutos más tarde la hicieron desaparecer. Esta vez fueron cuatro brazos con otras tantas manos desconocidas los que se inclinaron hacia la dama -qué fuertes, qué afortunados- y se la llevaron allá arriba, al mundo de los adultos, para que él no la viera más.
Si con el tiempo Carlos llegó a reconstruir la fecha exacta -febrero de 1982- de aquel primer encuentro con la muchacha del cuadro, fue porque todo lo antes descrito tuvo lugar muy pocos días después de otro acontecimiento, éste sí, preñado de innumerables recuerdos falsos. Se trataba de la noticia de la muerte de su madre. Pero este suceso, a pesar de su trascendencia, no resultaba nítido en su memoria y tampoco tenía imágenes, porque Soledad había muerto inesperadamente, y muy lejos, durante un viaje por Sudamérica. No había pues, para el niño, ni el dolor de una enfermedad que recordar, tampoco un cadáver al que dar un último beso de despedida, ni siquiera un entierro, y si lo hubo, alguien consideró que no era lugar para una criatura tan pequeña. Y quienquiera que fuese esa alma sensible, también le evitó la escena de su madre desapareciendo entre un cúmulo de flores blancas. Y las paletadas de tierra sobre la madera. Y los padrenuestros. Y las avemarías; salvándolo así de toda remembranza.
De los días posteriores, en cambio, Carlos sí conservaba recuerdos. En un corto espacio de tiempo que más le parecía un siglo, se agolpaban en su memoria infantil un montón de escenas verdaderas o falsificadas, pero en cualquier caso ingratas. Como los besos húmedos de personas desconocidas y muchos «pobre chiquitín» afligidos y anónimos; lágrimas, quejas y suspiros hasta tal punto pesantes que todo ello, unido al regreso al pueblo, solos su padre y él, marcaba el fin de una época. Carlos, con menos de cuatro años, se figuraba que aquello debía de ser el fin de la infancia o algo así: él ya era mayor porque, al fin y al cabo, ni a sus primos, esos que conoció brevemente en casa de Abuela Teresa durante los días de luto, tampoco a los amigos del pueblo, a ninguno de ellos, les habían ocurrido cosas tan adultas.
Pasaron los años y hubo un segundo encuentro con la mujer del cuadro, éste mucho más difícil de situar en el tiempo. Por más que lo intentase, Carlos sólo recordaba que debió de suceder durante unas vacaciones de Semana Santa, pero no conseguía precisar si tenía siete, ocho, nueve o diez años cuando lo invitaron de nuevo a Madrid. De lo que sí estaba seguro era que la visita coincidió con un viaje de su padre al extranjero, y que por esta razón él debía quedarse unas semanas en casa de la abuela. Su padre nunca se movía del pueblo; en realidad, ésta iba a ser la primera vez que se ausentaba después de aquel viaje a Sudamérica en el que Soledad perdió la vida. En los primeros años, cuando Carlos era más pequeño, su padre evitaba siempre hablar de ese largo recorrido que los llevó por Uruguay, por Argentina, y también por Chile; pero de pronto, coincidiendo con la fecha de la segunda visita a casa de Abuela Teresa, comenzó a mencionar muchos detalles del primer viaje y los contaba una y otra vez, sobre todo cuando la dosis de aguardiente con anís superaba la habitual. Entonces (Carlos recordaba especialmente una larga conversación durante el trayecto en tren hacia Madrid) Ricardo se detenía en repasar todo lo que habían hecho Soledad y él durante su estancia en Buenos Aires: los lugares que conocieron juntos; la felicidad de la esposa muerta y otras cosas que revivía con tan rara insistencia y minuciosidad que, muchos años más tarde, cuando Carlos ya era mayor y había aprendido a vérselas con recuerdos no deseados, llegó a comprender que si su padre actuaba de ese modo, era con la secreta esperanza de que todo aquel pasado doloroso se desgastara, como quien usa día y noche una prenda de la que no se atreve a prescindir con el inconfesable deseo de que por fin se caiga a pedazos, proporcionándole la coartada perfecta para arrinconarla en un cajón y olvidarla para siempre.
En cuanto a las fechas exactas de la segunda visita de Carlos a casa de la abuela, si se las hubiera preguntado a su padre (lo que no hizo en el pasado y ahora ya resultaba imposible), quizá éste le habría explicado que tuvo lugar en abril del 86, cuando Carlos tenía ocho años. Ocho años, la edad de los descubrimientos, de los fantasmas y de las excursiones secretas en las que, detrás de cada cortina hay un misterio y cada armario es la puerta a un mundo del que se sabe cuándo se entra pero difícilmente cuándo se va a salir.
Y la casa de Abuela Teresa era especial para todo tipo de misterios.
Читать дальше