Carmen Posadas - Pequeñas infamias

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Pequeñas infamias es una novela sobre las casualidades de la vida. Sobre las que se descubren con sorpresa, sobre las que no llegan a descubrirse y sin embargo marcan nuestro destino, y sobre las que se descubren pero se mantienen en secreto, porque hay verdades que no deberían saberse nunca. Puede leerse, también, como una sátira de sociedad, como el retrato psicológico de una galería de personajes, o como un apasionante relato de intriga, cuyo misterio no se resuelve hasta las últimas páginas. En la casa de veraneo de un acaudalado coleccionista de arte se reúne un variopinto grupo de personas. Juntas pasan unas cuantas horas y, a pesar de las frases agradables y los comentarios corteses, la relación acabará envenenada por lo que no se dicen. Cada una de ellas esconde un secreto; cada una de ellas esconde una infamia. La realidad adquiere de pronto el carácter de un rompecabezas cuyas piezas se acercan y amenazan con acoplarse. El destino es caprichoso y se divierte creando extrañas coincidencias.

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Al cabo de un rato no muy largo, Carlos García miró a Néstor como diciendo: ¿tú crees que se puede coger un periódico de este… revistero? Y los bigotes de su amigo, que entonaban divinamente con la decoración de aquella casa, dijeron «Claro». Sin embargo, Carlos encogió la mano justo antes de que ésta se introdujera en un falso maletín de cirujano hecho en escayola policromada del que sobresalía -además de un par de revistas del corazón y algunos periódicos- la cabeza de un tribuno romano, y prefirió echar primero un vistazo a todo cuanto lo rodeaba.

Había oído hablar de que las casas de los adivinos eran por fuerza extravagantes. Las había, sin duda, de ambiente chino con farolillos de colores y símbolos yin y yang hasta en los azulejos del cuarto de baño. También era de suponer que los santeros cubanos, tan afamados últimamente, cultivarían una decoración del tipo anuncio de Ron Bacardí, es decir, mucho bongó mezclado con Babalú-ayés y Changos o santa Bárbara bendita entre una profusión de caracoles marinos; pero la casa de madame Longstaffe, famosa vidente brasilera, de la sin par ciudad de Bahía, superaba todo lo imaginable: daban ganas de salir corriendo.

– ¿Nos vamos?

Cazzo Carlitos -dijo Néstor, ya que cazzo era su palabra favorita y Carlos aún estaba por averiguar si el apelativo era cariñoso o puramente despectivo, pues su maestro lo usaba en todas las situaciones-. Cazzo Carlitos, tú te has emperrado en venir y de aquí no nos movemos.

Además del original revistero en forma de maletín de cirujano, en esta segunda estancia o salita de espera en la que ahora se encontraban, el motivo de decoración más aterrador era un perrito maltes blanco disecado, en lo alto de una columna de alabastro. Pero a nadie parecía espantarle. A ninguno de los otros clientes que esperaban turno junto a ellos: a una elegante dama que ocupaba el sofá de la derecha (raído aubusson con almohadoncitos indios); a un rastafari que se limpiaba las uñas con una navaja, apoyado en un biombo japonés; tampoco a otra mujer, nerviosa, con gafas de sol y mucho afán por pasar inadvertida, que se había sentado frente a la ventana para que el contraluz la siluetease como a Fedora, en la película de Billy Wilder. A nadie parecía sorprenderle la presencia de aquel perrito momificado sobre una columna. El animal, según pudo observar Carlos, tenía las orejas alerta, la diminuta lengua colorada colgando como en una sonrisa y en un lado de la columna podía verse una placa de bronce que lo explicaba todo: «Adorado Fru-Fru: siempre estarás en mis pensamientos; día y noche recordaré el repiqueteo de tus patitas tras mis pasos cansados.»

– Vámonos -volvió a repetir Carlos, con toda la vehemencia de sus veintiún años y también, dicho sea en honor a la verdad, con cierta supersticiosa cautela por lo que allí podría desvelarse de su persona y de su futuro. Pero al fin y al cabo, ¿para qué si no le había rogado a Néstor que lo acompañara a casa de una vidente? Su amigo tenía razón.

Cazzo idiota, tú has querido venir aquí con tus fantasías de amores y aquí te quedas, no haberme dado tanto la lata estos últimos días mientras trabajábamos en La Morera y el Muérdago.

II. DE LA MORERA Y EL MUÉRDAGO A MADAME LONGSTAFFE

Es cierto que los fogones son buenos aliados de las confidencias. Que ante un caldero de almíbar hirviente en el que flotan, quién sabe, flores de azahar o también trozos de calabaza y cosas así, uno acaba desvelando a un amigo o maestro sus más secretas intimidades, tal como haría un joven bardo en presencia de un druida. Pero ni Carlos García -pésimo estudiante de primero de Derecho y ahora camarero por horas- era un joven bardo, ni La Morera y el Muérdago era la verde tierra de los celtas, sino una distinguida empresita de cáterin, propiedad de Néstor Chaffino. «Servimos comidas a domicilio y de negocios», rezaba la tarjeta de publicidad. «También organizamos fiestas, cócteles y demás actos sociales; somos especialistas en postres. Venga a vernos y compare». En cuanto a Néstor, él tal vez sí se pareciera algo a un druida: no en el aspecto físico precisamente, pues un cocinero ítalo-argentino de bigotes rubios y afilados en realidad no guarda muchos puntos en común con Panoramix; pero en cambio, tenía una manera casi taumatúrgica de revolver los calderos que invitaba a las confidencias.

Y fue quizá por eso que, a lo largo de una tarde de invierno, mientras le ayudaba a preparar grandes cantidades de almíbar o maceraba guindas en coñac para los afamados postres de la casa, Carlos, poco a poco, había empezado a contarle su secreto.

La confesión comenzó del modo más banal y de ella tuvo la culpa un afán algo filosófico de Carlos que le hacía reflexionar sobre cosas en las que nadie piensa y, menos un camarero por horas, alguien con un trabajo tan frenético que nunca tiene tiempo para detenerse en observaciones ociosas.

¿O quizá sí?

– Te digo que lo tengo muy experimentado, Néstor. Cuando eres camarero descubres de pronto que las personas no tienen cabeza -le confesó mientras ambos mataban el tiempo con tareas preparatorias, a la espera de algún cliente-. No me malinterpretes: no es que un buen día empieces a pensar que la gente está toda chiflada (aunque también) -rió-, sino que, al estar en pleno lío sirviendo copas, sólo te fijas en detalles de la gente, y ya no te parecen personas, sino trozos de personas.

– Alcánzame el coñac, Carletto -le interrumpió Néstor-, y no te comas las guindas.

Pero Carlos, que era abstemio, acababa de descubrir el efecto mágico de las guindas al coñac: invitan aún más a las confidencias que revolver calderos.

Entonces Carlos explicó a su amigo cómo, desde que había empezado a trabajar con él en La Morera y el Muérdago, había descubierto una nueva visión del mundo, aquella que se aprecia con una bandeja llena de vasos en la mano. Y en esta situación, dijo, resulta que las personas carecen de rostro; no, no te rías, es verdad: al servir, tú no miras a los ojos a los consumidores de whisky con soda ni a los bebedores de zumo de pomelo, sino que los reconoces por otras cosas. Porque cuando vas por ahí procurando atender a unos y a otros, toda esa muchedumbre ruidosa que evoluciona a tu alrededor sólo puede personalizarse por rasgos muy específicos de su cuerpo, ¿me comprendes? Néstor dijo que no comprendía un corno y Carlos tuvo que hacer un esfuerzo para explicar algo que sólo aquellos que se mueven entre masas de individuos llegan a entender en toda su dimensión.

– Lo que quiero decir, si me prestas un poco de atención en vez de mirarme como a un chiflado, es que, por muy importantes que sean esas personas a las que estás atendiendo, cuando piensas en ellas no recuerdas sus caras, ni siquiera sus nombres, aunque se trate de una estrella de cine o de un ministro. Al final, resulta que los acabas distinguiendo por un detalle insignificante. Un diente de oro, una cicatriz mal disimulada que revela una afición desmedida por la cirugía plástica, qué sé yo… a veces una joya, un viejo camafeo, cosas que te saltan a la vista sin tú desearlo; y si vuelves a ver a esas personas en la calle, no reconoces sus rostros, no, pero seguro que dices: «Mira, ahí va la dama de los dedos artríticos y uñas color sangre que sólo bebe vodkas con limón… ¿Y ese gordo con una verruga en el cuello?, ¡ah, sí!, es aquel que me pidió unas cerillas para su puro; estos labios húmedos sólo pueden fumar cigarros muy grandes.» ¿Comprendes ahora lo que te digo, Néstor? Para mí las personas son trozos, partes notables que las definen por completo: uno lo aprende en este oficio más que en ningún otro, y luego la apreciación, como es natural, se contagia a todas tus relaciones personales. Supongo que por eso he vuelto a pensar tanto en ella…

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