Carmen Posadas - Pequeñas infamias

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Pequeñas infamias es una novela sobre las casualidades de la vida. Sobre las que se descubren con sorpresa, sobre las que no llegan a descubrirse y sin embargo marcan nuestro destino, y sobre las que se descubren pero se mantienen en secreto, porque hay verdades que no deberían saberse nunca. Puede leerse, también, como una sátira de sociedad, como el retrato psicológico de una galería de personajes, o como un apasionante relato de intriga, cuyo misterio no se resuelve hasta las últimas páginas. En la casa de veraneo de un acaudalado coleccionista de arte se reúne un variopinto grupo de personas. Juntas pasan unas cuantas horas y, a pesar de las frases agradables y los comentarios corteses, la relación acabará envenenada por lo que no se dicen. Cada una de ellas esconde un secreto; cada una de ellas esconde una infamia. La realidad adquiere de pronto el carácter de un rompecabezas cuyas piezas se acercan y amenazan con acoplarse. El destino es caprichoso y se divierte creando extrañas coincidencias.

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– … Sí, sí… todo lo que acabas de contarme es muy rommmántico -había dicho Néstor aquella tarde con un acento que se italianizaba al calor de las últimas guindas al coñac-, pero te repito: quedarse colgado del recuerdo de una dama inexistente, enamorarse de un fantasma y buscar en otras mujeres parte de su persona es cosa de locos y de gentes poco prácticas… Mira, Carletto, yo tengo otra teoría mucho más lógica. Las obsesiones de este tipo no son más que una anticipación de algo venidero, ¿me comprendes? Esa joven del retrato no es real y, aunque lo fuera, eso a ti no te afecta, porque a estas alturas estará muerta o, en el mejor de los casos será una anciana. Sin embargo, si te fascina de ese modo, significa que en alguna parte encontraremos a otra igual, ¡igualita! -gritaba Néstor muy acalorado.

En ese momento fue cuando exclamó aquello de que él conocía un sistema para averiguar antiguos secretos de familia e invocar idealizaciones de la infancia y que todo era muy sencillo, pues se solucionaba simplemente con una visita a casa de la famosa vidente madame Longstaffe.

Cierto es que, una vez hecha tal revelación, y a pesar de los vapores del alcohol, Néstor Chaffino había rectificado inmediatamente, como empujado por un temor mucho más fuerte que la borrachera.

– …Vamos, Carletto, no creerás que hablaba en serio, ¿verdad? Consultar a una adivina, vaya tontería. Esas cosas del más allá sólo son bobadas… olvídate para siempre del nombre que acabo de pronunciar, no me vas a decir ahora que, además de añorar mujeres fantasma, también crees en las brujas, ¿no?… te lo aseguro, jamás ha existido un conjuro que haga aparecer en carne y hueso una idealización como la tuya… basta, no insistas; no pienso acompañarte, todo es mentira, yo no creo en los hechizos, las adivinas son unas farsantes, unas embusteras… pero lo que es aún más peligroso es que encima son terriblemente tramposas. Y madame Longstaffe es la peor de todas, te lo digo yo…

Quizá fue por culpa de las guindas confitadas. Quizá fue porque las historias románticas siempre resultan irresistibles, o tal vez la claudicación se debió a otra causa que aún no se puede revelar a estas alturas de la historia; pero lo cierto es que Carlos, al final, había logrado ser más persistente que todas las reticencias de su amigo. Por eso estaban allí los dos, esperando turno en la salita color aguamarina. Y por eso Néstor al llegar le había recriminado tan duramente.

Cazzo Carlitos, tú te has empeñado en consultar a una bruja y de aquí no nos movemos, pero te lo advierto: no me hago responsable de lo que pueda pasar de ahora en adelante.

6

LO QUE VIO LA VIDENTE

Madame Longstaffe estaba tumbada en una chaise longue y desde allí se dirigió a ellos con un marcado acento de Salvador de Bahía:-Agotada, chico, realmente muehta -se le oyó decir.

Y era lógico: pasaban de las ocho y media de la tarde, había empleado a fondo toda su energía humana y esotérica en iluminar el camino de cuatro casos muy difíciles (sobre todo el de la dama misteriosa que no se separaba de la ventana, un caso en verdad extenuante), y tanto esfuerzo la había postrado en la posición que ahora contemplaban Néstor y Carlos, de pie junto a la puerta sin atreverse a entrar. Desde el ángulo que ellos tenían, sólo alcanzaban a ver las piernas de madame Longstaffe, delicadamente cruzadas sobre la tumbona: suave muselina verde las envolvía, y los pies, enfundados en unas babuchas que habrían despertado la envidia de un dux veneciano, temblaban de vez en cuando con un leve estertor.

– Qué tarde monstruosa, pasen, caballeros, los atenderé en unos segundos.

Pero la figura no se movió de donde estaba y Carlos y Néstor decidieron tomar asiento en unas sillas que había al fondo, junto a la mesa de trabajo de la adivina, un par de tronos bastante imponentes que impedían que las cortas extremidades inferiores de Néstor Chaffino llegaran al suelo. Una suerte: a los pocos segundos hizo su aparición un perrito blanco y lanudo que se interesó vivamente por los tobillos del jefe de cocina; un verdadero empecinamiento el suyo, a juzgar por la forma en que ladraba intentando alcanzarlos, y Néstor, retrepado en su silla, no sabía si protegerse o largarle una patada que seguramente lo habría hecho callar.

Fri-Fri, tais-toi -dijo la voz de madame Longstaffe, desde la chaise-longue, y luego sit! y luego mus!, dando en un instante una demostración de poliglotía que sin duda habría asombrado muchísimo a los dos amigos, si éstos no hubieran estado ocupados en dirigirse una mirada telepática de conmiseración hacia el perrito, un diálogo mudo que podría resumirse así: «Néstor, ¿oíste cómo ha llamado al chucho?» «Ya, Fri-Fri debe de ser hijo de Fru-Fru, está clarísimo…» «Pobre criatura, gracias a Dios que los animales no se dan cuenta de ciertas cosas aterradoras, porque… ¿te imaginas que…?» «¡Ni lo menciones!, estoy completamente de acuerdo contigo: a mí también me horrorizaría tener un pariente (posiblemente un padre) momificado en lo alto de una columna de alabastro con una plaquita identificadora en la base…» «Y luego existe, no te olvides, el peligro de acabar igual algún día…» «Atroz.» «Lo mismo pienso yo: atroz.»

Y ambos cortaron la comunicación telepática con un escalofrío.

Este recuerdo al perrito maltés disecado de la sala aguamarina inmediatamente los hizo mirar en derredor sólo para comprobar que en la estancia en la que ahora se encontraban, el peculiar estilo de decoración Longstaffe lucía en todo su esplendor. Repararon, por ejemplo, en que, a pesar de que la habitación estaba apenas iluminada por una lámpara Bloomsbury, la poca claridad permitía intuir la presencia de varios animales inmóviles que los miraban con sus ciegos ojos de vidrio desde distintas vitrinas: una o dos iguanas de gran tamaño; a su derecha posiblemente un búho, también una raposa de mirada glauca, y otros exponentes del amor de aquella dama por la taxidermia. Sin embargo, la inspección hubo de terminar de forma abrupta sin tiempo para fijarse en otras vitrinas desde las que escrutaban más inmóviles fieras, porque en ese momento madame Longstaffe se levantó de su diván (no sin ciertas dificultades) para ir hacia ellos con una mano extendida.

– Buenas noches, caballeros.

Lo más notable de tan famosa adivina no era su imponente masa de cabellos rubios, ni aquella túnica de muselina verde transparente que la envolvía, tampoco su altura, que rondaba el metro ochenta, sino otra característica que los dos amigos tardarían algo más en percibir.

– Ustedes dirán -entonó con esa cadencia bahiana que tan mal cuadraba con el resto de su personalidad, claramente germánica-: ¿prefieren caracoles, cartas o bola? -Y al decir «bola» giró la cabeza. Entonces fue cuando Carlos comenzó a darse cuenta de que, vista de frente, madame Longstaffe cambiaba de cara, se parecía a Gunilla von Bismarck.

– Veamos, ¿qué quieren? -reclamó impaciente, tal vez aburrida del fulminante efecto que su presencia producía siempre entre los desconocidos-. No se crean que tengo toda la noche para escucharlos. Estoy demasiado cansada para tirar los caracoles, de modo que usted elige: ¿cartas o bola, señor?

Y luego, viendo que Carlos dudaba, añadió, más amable: -Todos los sistemas de adivinación vienen a ser más o menos igual, ¿sabe? Cultivo un método ecléctico yo, de modo que elija lo que prefiera, pero que sea rapidito.

Y Carlos respondió:

– Bueno, no sé… supongo que cartas -comenzó a decir.

No obstante, no llegó a redondear la frase, pues en ese momento, Néstor, que ya había decidido tomar las riendas de la conversación, en pocos minutos hizo un resumen bastante certero de la historia de la muchacha del cuadro que madame Longstaffe escuchó en gran silencio, interrumpiendo sólo de vez en cuando para decir: «Una historia muy linda», y en otras ocasiones: «Pero qué divino», y a veces también: «O belle ç a.» Y cuando llegó al final del relato, madame Longstaffe, que mientras tanto había aupado hasta sus rodillas al perrito maltes para acariciarle la cabeza al compás de la narración, suspiró, al tiempo que giraba el cuerpo hacia la izquierda como para buscar algo en el cajón de su mesa.

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