– Bueno, bueno, tranquilicémonos. Se trata de un accidente muy lamentable, eso es todo -dijo, y luego-: En cualquier caso habrá que llamar a la policía, no hay más remedio… ¿Me prestan un bolígrafo? ¿Dónde habéis dejado el teléfono? Aunque como hoy es fiesta, seguramente no contestará nadie o estará comunicando; los milicos… la policía, quiero decir, es igual de incompetente en todo el mundo.
Y ya tenía el teléfono en la mano para marcar el número mientras paseaba el capuchón del bolígrafo sobre la mesa de la cocina, irritado al comprobar que, en efecto, la comisaría comunicaba. Volvió a marcar y observó, mientras tanto, otros objetos que había sobre la mesa: una batidora de mano perfectamente limpia, un juego completo de cuchillos nuevos y, en una esquina, un ejemplar del Brillat-Savarin, tapado por un paño de cocina como una palia sobre un altar pagano. Hay que admitir que el tipo era un cocinero de primera, pensó (y también un hijo de puta, un verdadero hijo de puta), pero esa segunda reflexión formaba parte de pensamientos que Ernesto Teldi había aprendido a encadenar al mundo de los sueños para que no lo molestaran, de modo que volvió a marcar… 0… 9… 1 con más brío 091, a ver si había suerte.
– ¿Policía? Mire, vaya tomando nota… Al habla Ernesto Teldi, de la casa de Las Lilas, en el camino de Las Adelfas, número diez bis… Ha habido un accidente; no… nada dramático, en fin, que podría haber sido alguien de la familia, algo mucho peor, quiero decir.
Mientras hablaba, Teldi retiró el trapo de cocina que tan esmeradamente había colocado Karel Pligh sobre el Brillat-Savarin, pero la conversación se alarga, lo hacen esperar, transfieren la comunicación de un departamento a otro y Teldi, mientras tanto, pasea el capuchón del bolígrafo por las tapas del libro. Repara en que para ser un manual sobre el arte de la cocina está escrupulosamente limpio; no hay sobre él ni una mancha de grasa, ni una costra, limpio como un misal.
– ¿Cómo?, que le repita una vez más el nombre de la casa? Ya, ya, el ordenador que va lento, claro. Vamos a ver: Las Li-las.
Otra vez el capuchón del bolígrafo reinicia su paseo sobre la cubierta del libro, ahora contornea las letras doradas del volumen, se adentra en los suaves surcos de la piel antes de bajar por el canto de las hojas y tropezar con algo que sobresale; se trata del folio de papel que Karel Pligh ha guardado entre sus páginas, una vez descubierto el cadáver de Néstor.
– No, no, el diez bis del camino de las Adelfas: B de burro, I de Italia, S de… Eso es, se trata de una bifurcación del camino de Las Jaras…
Y Teldi juguetea con esa hoja intrusa, la tañe con el dedo como si fuera la cuerda de una guitarra, pero nadie observa sus movimientos. Hay cosas más importantes que hacer: Serafín Tous sugiere que alguien abra una ventana, mientras Chloe Trías, con un encogimiento de hombros (y tras una mirada de Karel, su novio, fácilmente interpretable), decide subir a ponerse al menos unos pantalones. Adela, por su parte, aprovecha los cristales opacos de la ventana, el más benigno de los espejos, para retocarse un mechón de pelo antes de mirar a Carlos y de comprobar que él es el único que piensa en el muerto, ya que se ha despojado de su chaqueta y cubre con ella la cara del amigo.
Es una lástima, piensa Carlos, que la prenda no sea lo suficientemente larga como para tapar todo el cuerpo, pues el cadáver de Néstor parece haberse desparramado de alguna manera; tiene los brazos y las piernas en forma de aspa como si todos los músculos, al deshelar, hubieran decidido abrirse como una flor mortuoria, incluso los de los dedos, tal como delata ese pulgar derecho muy tieso y manchado de azul. Pobre amigo, repite Carlos, y la frase es ya casi como una letanía. Tal vez Néstor antes del accidente haya aprovechado para anotar algo en su cuaderno con ese mismo bolígrafo con el que ahora juguetea Teldi. Quizá haya aprovechado la tranquilidad de la madrugada para añadir unas líneas en la libreta de tapas de hule que lo acompaña a todas partes. ¿Dónde la habrá dejado? Por ahí estará, sobre la mesa de la cocina o junto a los fogones. Ya la buscaré cuando Teldi termine su conversación telefónica, piensa Carlos. Le gustaría guardarla como recuerdo.
– ¿Cómo? -se sulfura ahora Ernesto Teldi-. ¿Tampoco conoce el camino de Las Jaras? ¿Pero en qué mundo vivimos? Señorita, mire usted, hasta los tontos saben que está a la altura del kilómetro veinticuatro de la comarcal Coín-Ojén… Eso es, parece que ya vamos entendiéndonos. ¿Qué otro dato necesita?… Vaya, vaya, tampoco lo apuntó, ¿eh? Se lo repito: me llamo Ernesto Tel-di… Seldi no, le he dicho Teldi, T-e-l-d-i… sí, eso es, con te de tortuga.
Carlos lo mira y se sonríe tristemente: el tono, la insistencia, lo ridículo de la comparación. Es el tipo de comentario que hubiera hecho reír a Néstor.
Pobre amigo. El muchacho echa otro vistazo por la cocina, pero ya no piensa en la libreta de hule, tampoco en Teldi y en su llamada telefónica; tienen razón los otros: hay cosas más urgentes de que ocuparse, pero entre sus pensamientos se cuela una vez más la voz del gallego Teldi, que casi parece improvisar la letra de un extraño tango, aunque él no sea argentino.
– La vida, ¿vio? Cosas que pasan, morir congelado, una macana.
SEIS DÍAS DE MARZO
Adivino: ¡Guárdate de los idus de marzo!
César: Es un visionario, dejémosle.
Shakespeare, Julio César, acto 1, escena 2
LA LIBRETA DE HULE
Varias semanas antes de que Néstor apareciera muerto en casa de los Teldi, y también antes de que todo lo ocurrido fuera vaticinado del modo más deifico (falsario, dirían algunos) por madame Longstaffe, las vidas de los personajes de esta historia transcurrían por caminos muy alejados los unos de los otros. «Las casualidades son bromas que los dioses gastan a los mortales», había dicho la adivina la tarde en que fueron a consultarla; pero aquéllas no eran más que palabras de brujas que tanto Néstor como Carlos olvidaron rápidamente. No todas, es cierto: las relativas al conjuro para encontrar a la doble de la joven del cuadro, por ejemplo, sí fueron escuchadas; y aunque sin toda la fe que es aconsejable en estos casos, Carlos García tomaba cada noche de luna llena cuatro gotas del filtro amatorio que le habían recetado. Por si las meigas.
En cambio, meigas o no, el resto de lo escuchado aquella tarde en casa de madame Longstaffe se fue diluyendo en las pequeñas naderías que conformaban la vida diaria y la gerencia de La Morera y el Muérdago. Y la vida diaria de aquella empresita de comidas transcurría de la manera más errática, con meses de gran actividad, especialmente los de verano y primavera, seguidos de otros sumamente aburridos, como los de febrero y marzo. No eran más que tres los miembros fijos del personal, Néstor, Carlos García y Karel Pligh, el culturista checo; aunque hacía poco se les había unido Chloe Trías, una ayudante algo estrafalaria pero, en todo caso, muy barata, pues no exigía sueldo alguno.
Así, con temporadas de trabajo frenético y otras de clara hibernación, según las definía Néstor, La Morera y el Muérdago iba sobreviviendo, ayudada sobre todo por la maestría del dueño a la hora de hacer postres y tartas caseras que famosos restaurantes de la capital compraban para servir luego como especialidad de la casa. De este modo, cuando en época de vacas flacas el teléfono sonaba poco, cuando las tardes eran especialmente aburridas sin nada que hacer, Néstor Chaffino bajaba el cierre metálico de la tienda con un porca miseria, despedía a sus empleados hasta el día siguiente y se quedaba mirando los blancos azulejos de la pared.
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