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Dino Buzzati: Un amor

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Dino Buzzati Un amor

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Un amor es una novela de gran intensidad literaria, que absorbe al lector desde la primera página. Narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal inusitada y turbadora. Si bien por su tema, por su enfoque y por su escenario difiere del resto de las novelas de Buzzati, tiene en común con ellas su calidad, un trasfondo de preocupación ética y una poesía en la que reconocemos inequívocamente a su autor. Cuando se publicó por primera vez en 1963, Un amor se convirtió rápidamente en uno de los primeros «best sellers» de la historia de Italia. Esa aceptación por parte del público no ha cesado tantos años después, y hoy sigue siendo considerada como una de las obras maestras de Buzzati. Esta edición ha recibido el Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Asuntos Exteriores en el año 2005.

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Una cosa tan fácil. Una broma. Incluso muchachas bellísimas y soberbias, a las que, cuando pasaban, las casas se volvían a mirar. Bastaba saber actuar. Él nunca había sabido. En cuanto él les dirigía una palabra, parecían molestas, sus propias miradas les fastidiaban, al instante, en cuanto él las miraba fijamente, apartaban la cara: siempre lo mismo. Sobre todo las que más le gustaban. Otras tal vez se mostraran amables, se mostrasen dispuestas. Nunca las mujeres que más le gustaban a él. Nunca las chicas arrogantes de carita chata, las putillas con cara de pocos amigos, las imperiosas chavalas de la periferia, las hipócritas y somnolientas nenas de mirada socarrona y alusiva. Las veía con otros, del brazo de otros, a la mesa de otros, en automóvil con otros y, si él las miraba fijamente, apartaban, molestas, la cara: siempre lo mismo. ¿Y con qué hombres estaban? ¿Millonarios, divos del cine, apolos? No. Podían ser incluso tipejos cualesquiera sin oficio ni beneficio o con barriga o analfabetos aptos sólo para hablar de fútbol, vulgares, feos incluso, pero tenían, evidentemente, el tono idóneo, conocían las dos o tres idioteces que gustaban a las mujeres y, al pensarlo, le daba una rabia, un disgusto, una nostalgia ya sin veneno, ¡qué había que ver! Entonces, aun sabiendo actuar, habría sido ya demasiado tarde.

Al mirar a los hombres de su edad -hasta entonces no se había dado cuenta- siempre se le ocurría la pregunta: "¿Con quién harán el amor?" Por las alusiones a la seguridad en sí mismos, por el implícito desprecio a las chicas fáciles, debían de tener gran cantidad de ocasiones magníficas. Sobre todo le impresionaba que la mayoría, nada más iniciar una relación con una mujer deseable, inmediatamente la consideraran una presa, no ya una criatura igual a ellos, con un mundo de intereses, deseos y preocupaciones importante, como el suyo, sino sólo como un cuerpo que gozar y consideraran casi obligatorio por parte de ella condescender y, si ella se resistía, se asombrasen como de un capricho ilícito. Precisamente ese convencimiento les daba una fuerza enorme gracias a la cual triunfaban con una desenvoltura impresionante. Y tal vez lo asombrara aún más, a él -que toda la vida había topado, por lo general, con la indiferencia y, las escasas veces que había tenido valor, siempre había chocado con un muro de desdén-, que con los otros las mismas mujeres aceptaran esa como inferioridad de casta, es decir, que las considerasen objetos carnales y se dejaran gozar durante una hora o dos, como si estuvieran contentas u orgullosas de que les hiciesen la corte, aun sabiendo que el objetivo del hombre era uno solo y, una vez alcanzado, las dejarían tiradas como trapos, aun sabiendo perfectamente que con inicua superchería, alentada por una tradición antigua, el hombre, una vez saciado el deseo, las despreciaría o calificaría de putas. No lograba entender -y en eso su resentimiento se confundía con la envidia- por qué las mujeres aceptaban así, tácitamente, pertenecer a una especie inferior, tener que dejarse tratar como esclavas. En cambio, ahora entendía que la mujer, si el azar invertía el orden normal de los términos y él se enamoraba y, por tanto, era ella la que dominaba, resultaba lógico e inevitable el instinto de que ella se vengara y le hiciese sufrir en poco tiempo todas las humillaciones a las que otros hombres la habían sometido durante muchos años. Pero, ¿no era extraño y cómico que esas inquietudes le vinieran a la tierna edad de cincuenta años? Sí, sí, lo sabía, la gran mayoría de sus coetáneos estaban más allá, ya no pensaba en eso y, si seguía haciendo el amor, ya no lo consideraba un problema. Mientras que él nunca lo había tomado demasiado en serio, como quien pasa por delante de un escaparate maravilloso sin fijarse y hasta que está ya lejos no comprende cuántas cosas hermosas había y vuelve atrás corriendo, pero, cuando llega, están apagando las luces y bajando los cierres. Nunca lo había tomado demasiado en serio y ahora, con la nostalgia, la envidia, la aflicción por no tener ya tiempo por delante y la soledad lo pagaba amargamente.

Tras ceder la tensión, en aquella tregua, mientras ella, boca arriba y con las manos cruzadas sobre el pecho, seguía con su sueño puro y él, sentado a su lado, rozaba con la piel el muslo de ella, el largo muslo de bailarina, en tiempos desencadenado en el rock and roll, piernecita cargada de arrogancia que a saber con cuántos muslos de hombres se habría trenzado, pero en aquel momento ya no existía depravación, si es que se había tratado en verdad de depravaciones, porque aún no había entendido bien: ya volvía el pensamiento antiguo que durante tantos meses le había hecho olvidar la enfermedad.

Porque él había estado como una piedra atada a una cuerda a la que hacían girar más rápido, cada vez más rápido y la hacía girar el viento, el vendaval del otoño, la desesperación, el amor, y así, girando como loco, ya no se distinguía su forma, se había vuelto como un anillo fluido y palpitante.

Él era un caballo de tiovivo y de repente el tiovivo se había puesto a girar como un loco, rápido, cada vez más rápido, y quien lo hacía girar así era ella, Laide, era el otoño, era la desesperación, el amor. Y girando así como loco, él, el caballo, había perdido la forma de caballo, ya no era otra cosa que un festón blanco vibrante, una cortina vibrante de color blanco con franjas doradas, ya no era él, era un ser al que nadie conocía antes y con el que resultaba imposible comunicar, porque él no escuchaba a nadie, no podía escuchar, sólo se escuchaba a sí mismo silbar al viento, para él nada existía, aparte de ella, Laide, aquella espantosa caída, y en el torbellino no podía siquiera ver el mundo en derredor; más aún: toda la vida restante había dejado de existir, ya no existía, nunca había existido, el pensamiento de Antonio estaba enteramente absorbido por ella, por aquel torbellino, y era un sufrimiento, era algo terrible, nunca había girado él con semejante ímpetu, ni había estado nunca tan vivo.

Pero, mira por dónde, el tiovivo se había detenido, mira por dónde, la piedra atada a la cuerda, el caballo, se había solidificado en forma de caballo y la piedra atada a la cuerda ahora colgaba inmóvil y por fin se conseguía distinguirla: era una piedra. Antonio ya no giraba arrastrado por la tormenta, Antonio estaba parado, había vuelto a ser Antonio y empezaba a ver el mundo de nuevo como antes.

Por la noche miraba en derredor. ¡Dios, Dios! ¿Qué es esa torre grande y negra que sobresale? La vieja torre que se le había quedado siempre hundida en el alma desde niño, pero, poco antes, en el torbellino, se había olvidado completamente de la terrible torre, la velocidad, el precipicio le habían hecho olvidar la existencia de la gran torre inexorable y negra. ¿Cómo había podido olvidar una cosa tan importante, la más importante de todas las cosas? Ahora estaba de nuevo allí, se erguía, terrible y misteriosa, como siempre; más aún, parecía bastante mayor y más cercana. Sí, el amor le había hecho olvidar completamente que existía la muerte. Tanta era la fuerza del amor, que durante casi dos años no había pensado -precisamente él, que siempre había tenido esa obsesión en la sangre- en ella ni siquiera una vez, parecía un cuento. Y ahora, de improviso, había vuelto a aparecer ante él, dominaba por sobre él, la casa, el barrio, la ciudad, el mundo con su sombra y avanzaba lentamente.

Pero, entretanto, ella, llevada por el sueño, inconsciente del daño que había hecho y haría, planeaba bajo los tejados, las claraboyas, las terrazas, las agujas de Milán, era algo joven, pequeñísimo y desnudo, era un tierno y blanco granito suspendido, polvillo de carne, o de alma tal vez, con un adorado e imposible sueño dentro. A través de la estratificación de calígines, el reverbero rojizo de los faroles aún encendidos la iluminaba dulcemente y la hacía resplandecer con piedad y misterio. Era su hora, sin que ella lo supiese había llegado para Laide la gran hora de la vida y mañana tal vez fuera todo como antes y volverían la maldad y la vergüenza, pero, entretanto, ella, por un instante, estaba allí por encima de todos, era la cosa más bella, preciosa e importante de la Tierra. Pero la ciudad dormía, las calles estaban desiertas, nadie, ni siquiera él, alzaría los ojos para mirarla.

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