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Dino Buzzati: Un amor

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Dino Buzzati Un amor

Un amor: краткое содержание, описание и аннотация

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Un amor es una novela de gran intensidad literaria, que absorbe al lector desde la primera página. Narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal inusitada y turbadora. Si bien por su tema, por su enfoque y por su escenario difiere del resto de las novelas de Buzzati, tiene en común con ellas su calidad, un trasfondo de preocupación ética y una poesía en la que reconocemos inequívocamente a su autor. Cuando se publicó por primera vez en 1963, Un amor se convirtió rápidamente en uno de los primeros «best sellers» de la historia de Italia. Esa aceptación por parte del público no ha cesado tantos años después, y hoy sigue siendo considerada como una de las obras maestras de Buzzati. Esta edición ha recibido el Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Asuntos Exteriores en el año 2005.

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Se paseó por el piso contemplando las numerosas cosas estúpidas y bonitas que recordaban a los días perdidos para siempre: las muñequitas, los muñecos, las estatuillas, los frascos de perfume, el vestido amarillo y naranja, el vestido verde con flores, el vestido rojo.

Abrió el armario, levantó la manga del vestido amarillo y naranja, la tocó, la olfateó, le dio un beso: total, nadie lo veía. Sí, aquélla era en verdad la última vez, tenía que ser por fuerza la última vez.

Entonces se le ocurrió que abajo, a la izquierda, en el armario Laide tenía las fotografías y las cartas. ¿Indiscreto? Ese escrúpulo, en su situación, habría sido el colmo de la imbecilidad.

Encontró la caja de cartón con todos aquellos recuerdos. Se sentó al borde de la cama y empezó a examinar y leer.

Había una extraña carta de ella sin acabar, sin fecha, dirigida a un tal Stefano Doglia. Parecía el intento de reanudar una vieja relación.

"Sí", estaba escrito, "tú me llevabas a comer y de paseo, pero todas las veces era lo mismo. Tú seguías hablando del trabajo con tus amigos, a mí ni siquiera me dirigías la palabra, pero, ¡pobre de mí, si se me ocurría hablar con alguno! Sabes que yo estaba enamorada de ti, pero tus continuos y absurdos celos eran una gran pena para mí".

"Entre dos que se quieren", continuaba con un repentino cambio de tono, "la confianza recíproca es lo esencial. En cambio, tú me tratabas siempre como a una puta, bien se veía que yo para ti era sólo…" Y allí se interrumpía el escrito.

Abrió otra firmada por un tal Tani. Era de la época en que Laide estaba en la clínica.

"Tu carta, amor mío, me ha excitado como nunca. Oh, si hubiera sabido antes que tú me querías siempre tanto. Sí, encantadora Laide, apenas me lo permitan los compromisos del trabajo y espero que sea en breve, volaré en seguida a Milán para reunirme contigo. Entretanto, recibe todos mis besos, todo mi cuerpo, ¡todo mi amor!"

Y después encontró las cartas de Marcello, debía de haber una docena, pero a Antonio le bastó una.

Marcello le escribía desde Módena para anunciarle que había reservado una habitación con dos camas en el hotel de Fonterana.

"Pero ten en cuenta -me apresuro a decírtelo- que en la obra ahora hacemos jornada continua, por lo que me resultará imposible dormir todas las noches contigo…"

Después pasaba al registro romántico:

"No puedes imaginarte, cielo, con qué ansia y deseo pienso en tus ardientes caricias, en el río negro de tu perfumada cabellera, en los pálpitos de tu tierno pecho, en el espasmo de tus interminables besos, en tus abrazos sin respiro…"

El teléfono.

«Hola. ¿Cuánto hace que estás en casa?»

«Media hora, más o menos».

«¿Has dado de comer a Picchi?»

«Sí. ¿Tú dónde estás?»

«Estoy aquí en el café de siempre, junto al hospital».

«¿Y no vas avenir?»

«Por desgracia, hoy no puedo. Mi tía ha tenido un ataque».

«Entonces mira: tú espérame ahí, en el bar, y yo dentro de un cuarto de hora estoy contigo».

«No, lo siento. Debo volver a subir en seguida».

«Sólo tardo un cuarto de hora».

«No, te digo que debo marcharme».

«Entonces hazme al menos un favor que no te cuesta nada. Dame el número de teléfono de donde estás».

«Pero éste es un teléfono público».

«No importa. Tendrá un número, ¿no? Lee el cartelito».

«No me apetece. ¿Qué significa esto?»

«Significa que tú no estás donde dices, que estoy harto de estos cuentos, que estoy hasta las narices de que tú me tomes el pelo como al último de los imbéciles».

«Si estás harto, no sé qué puedo hacer…»

Laide colgó. Su voz temblaba un poco. Impertinente como de costumbre y segura de sí, pero el terreno ya cedía bajo sus pies. Llevaba ya unos días que no sabía maniobrar, parecía que algo la arrastrara, ya no tenía tiempo para organizar la defensa, ya no tenía ganas, apresuradamente intentaba taponar las fallas que se abrían aquí y allá, pero ella misma no lo creía, comprendía que para ella se trataba de una pequeña o gran ruina, pero no sabía qué hacer, ya no era la puntillosa y orgullosa Laide que caminaba erguida con su paso arrogante, en aquel momento era una muchacha deshecha y ávida que se debatía, apática, para seguir a flote, pero ella misma no lo creía. Pero, ¿qué la había cambiado así? ¿Se habría enamorado? ¿O era su mundo, del que había intentado evadirse, el que imperiosamente la reclamaba?

Antonio era presa de la rabia, del odio, de la excitación de la lucha. Un viento desesperado y dramático. Era la vida, él no lo advertía, pero nunca en tan pocas horas había vivido él tanto así. Derrotado, maltratado, engañado, traicionado y, sin embargo, vivo, idiota, ingenuo, desdichado, vil, sí, pero vivo. Mientras se precipitaba, se debatía: era la primera vez que se ponía a luchar así.

Salió, fue a su estudio, trabajó con ímpetu, salió a almorzar con unos amigos. Hacía meses que no se sentía tan alegre y seguro. A las once y media se despidió de ellos y se fue a casa de Laide, pero ella no estaba ni había señas ni mensajes.

Se acercó a la cama y dejó abiertas sobre ella las cartas de Marcello y del otro. Añadió una nota: "Tú eliges: no volver a dormir fuera de casa, permitirme venir cuando quiera, a cualquier hora del día o de la noche, y por la noche salir sólo conmigo. De lo contrario, amigos como antes".

Aquella noche durmió, sería porque había abusado del whiskey, pero fue la primera noche en que durmió, y por la mañana se despertó con un peso misterioso, no le importó, estaba furioso, se iba enterar esa sinvergüenza. Al final había comprendido cómo hay que tratar a las mujeres: asquerosa, maldita, sin caridad cristiana. Le habría gustado verla caminar horas para arriba y para abajo, en la acera y bajo la lluvia, cansada, fea y enferma, recibiendo las bromas obscenas de los jóvenes borrachos, anhelando una oportunidad de cinco mil liras.

Corrió a casa de Laide, miró en derredor, tal vez bastara poca cosa. Una señal, pero no había señal alguna. No había ido, no había dado señales de vida, las dos cartas abiertas que él había dejado sobre la cama estaban intactas.

Rompió la nota y escribió otra: "Ahora de verdad todo ha acabado entre nosotros. ¿Acaso hace falta explicar por qué? Dejo las llaves a la portera. Buena suerte. Adiós".

En la alcoba volvió a ver las dos cartas que habían quedado abiertas. ¿Por qué? Le dio vergüenza. Volvió a doblarlas. Abrió el armario y volvió a guardarlas en la caja.

Pero de nuevo, entre aquellas cartas, el deseo de saber. Tal vez estuviese oculto allí el secreto. No, era mejor no mirar. Lo que ya había leído bastaba, pero los dedos estaban ansiosos. Un sobre de celofán lleno de fotografías. Ella. ¿Cómo era? ¿Dónde estuvo? ¿Con quién?

Salió una foto de tamaño de tarjeta postal. Se veía a una niña de siete u ocho años envuelta en un traje de lana con pretensiones de elegancia. ¡Qué extraño! Era una niña. ¿Sería ella?

Era una foto tomada en una calle de ciudad, se veía al fondo un trozo de acera y la base de la casa y en esa pared, al nivel del suelo, había una abertura para que entrara aire en el sótano, pero hacía poco que habían tapiado la abertura y se veían las características señales blancas que en la época de la guerra indicaban la salida de seguridad de los refugios antiaéreos. Así, pues, se trataba de una foto de muchos años atrás, ya hacía varios años que habían desaparecido de Milán aquellas últimas huellas de la guerra.

La foto estaba tomada desde muy cerca y la niña miraba hacia arriba a la máquina del fotógrafo. La niña iba embutida en un pesado traje de lana, pero con pretensiones de elegancia, y entre las manos tenía un osito o una muñeca -no se sabía bien-, una larga cabellera negra, recogida arriba en un penacho por una cinta de seda clara, le caía desordenada por una parte de la carita redonda y un poco hinchada, mientras miraba hacia arriba al objetivo con una sonrisita desarmada y al tiempo maliciosa como diciendo… ¿cómo diciendo qué? Antonio intentó descifrarlo, era un sentimiento preciso, dulce, puro y precioso y, aun así, inasible en su pathos misterioso.

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