Dino Buzzati - Un amor

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Un amor es una novela de gran intensidad literaria, que absorbe al lector desde la primera página. Narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal inusitada y turbadora. Si bien por su tema, por su enfoque y por su escenario difiere del resto de las novelas de Buzzati, tiene en común con ellas su calidad, un trasfondo de preocupación ética y una poesía en la que reconocemos inequívocamente a su autor. Cuando se publicó por primera vez en 1963, Un amor se convirtió rápidamente en uno de los primeros «best sellers» de la historia de Italia. Esa aceptación por parte del público no ha cesado tantos años después, y hoy sigue siendo considerada como una de las obras maestras de Buzzati. Esta edición ha recibido el Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Asuntos Exteriores en el año 2005.

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«Oye, Antonio, tengo que decirte una cosa».

Calló un momento. Nunca -le pareció- había estado la casa tan dormida y silenciosa.

«Este mes», dijo Laide, «no me ha venido la regla».

«¿Y qué?»

«Pues nada. Yo quiero tener una niña».

Sonrió. En la penumbra la sonrisa era un pequeño centelleo blanco, casi fosforescente. Él tuvo una sensación nueva. Aunque hubiera sabido cómo, no habría tenido tiempo de responder. La sonrisa de Laide desapareció lentamente y también los párpados, reabsorbidos por el sueño. Pero, aunque había muy poca luz, Antonio vio que de aquella sonrisa había quedado un reflejo mínimo en las comisuras de los labios y le daba luz:

«Pues nada. Yo quiero tener una niña».

El eco de aquellas palabras perduraba aún en el aire de la alcoba, no había llegado aún al fondo del silencio y dentro de él tañó cuatro o cinco veces. Ahí estaba, pues, la chiquilla tremenda y sin corazón que había de llevarlo a la ruina. ¿Qué le había sucedido? ¿Quién la había cambiado? ¿Qué le había infundido aquel deseo tan diferente del bullicio de los night-clubs y de los amores de pago?

Nadie la había cambiado, había sido siempre así, los falsos mitos entre los cuales se había movido -selva ambigua y cruel- no le pertenecían. En el fondo de su alma anidaban, transmitidos a través de vías recónditas por antiguas venas de sangre, los deseos de las alegrías sencillas y eternas, domésticas, tranquilizadoras, triviales tal vez, que son la sal de la Tierra.

¿Habría dejado de existir de improviso el mundo secreto, pecaminoso y depravado que había tras Laide y del que parecía proceder? ¿No había existido nunca? ¿Se habrían disuelto los aviesos y fascinantes telones? ¿Se convertían los fantasmas peligrosos en buena gente cualquiera o desaparecían en abatido tropel allí al fondo, reabsorbidos por las húmedas y negras callejuelas de la vieja ciudad? ¿Perdería así Laide la aureola de novela? ¿Perdería el enigma? ¿Dejaría de ser inalcanzable? ¿O había aún más misterio en la muchacha sola y remota que, tras haberlo pensado largamente, corría el riesgo y el peligro de traer al mundo una criatura, pese a que la vida no le prometía otra cosa que desprecio, escarnio y deshonor?

Mientras avanzaba con esfuerzo el caliginoso amanecer de Milán, la golfilla dormía, apaciguada, con su petulante naricita hacia arriba. ¿Había vencido o había perdido su pequeña guerra, día tras día, reñida con dientes apretados, con desvergüenza, juventud y trolas? Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Acaso no la había obligado él, el propio Antonio -como sostenía Piera-, a defenderse y a mentirle? ¿Y acaso no tenía ella el derecho a ser una sinvergüenza? ¿Entonces comprendía él, Antonio, por fin quién era Laide y que sus miserias no habían salido de ella, sino que se había visto obligada a vivirlas día tras día por la ciudad, por los hombres, también por Antonio y no había culpa ni maldad ni vergüenza ni motivo de desprecio o castigo?

¿Y duraría aquella paz, aquella tregua? ¿Podría bastar la maternidad para apagar en aquella criatura incomprensible el ansioso gusto por la ficción y el embeleco? ¿No volverían a brotar de su extraño corazón, a un tiempo impertérrito y espantado, contra él, las insaciables y tortuosas espinas? ¿Cómo lograría renunciar a su mundo de secretos inconfesables, a la coraza de mentiras fantásticas, fuera de la cual parecía no poder vivir? ¿Se presentarían para Antonio nuevas y más tormentosas angustias?

No, en aquel momento Antonio no quería siquiera preguntárselo, así como en una enfermedad que será, como sabe, larga y dolorosa, el hombre, cansado, se abandona al suave torpor de la morfina, como haciéndose la ilusión de una curación definitiva.

Se oyó un largo y rabioso chirrido de frenos, abajo, en la avenida, seguido de las iracundas voces de una riña. Después, de pronto cesaron los improperios y el auto aceleró violentamente y se alejó.

Ahora la ciudad dormía de verdad, el sueño rezumaba de las cien mil alcobas, se filtraba por las paredes y se extendía como un sudario invisible por las calles desiertas, entraba en los coches cansados que yacían inertes en inmensas filas a lo largo de las aceras, marea que se alzaba lentamente de un extremo a otro de Milán mezclando en un solo hálito la respiración de ricos y mendigos, de prostitutas y suegras, de atletas y enfermos de cáncer. Sólo él, Antonio, estaba inmensamente despierto y saboreaba aquella poca paz del alma. Así como los desgarrados jirones de los nimbos en una tormenta se disuelven huyendo hacia el Norte, así también el pasado reciente se alejaba precipitadamente de él, le parecía casi un cuento absurdo y falso. A una distancia remotísima, desaparecían la dulzona sonrisa de la señora Ermelina («Mire que se trata de una chica fogosa, verdad, le gusta que la muerdan, que la maltraten, se lo digo para que sepa a qué atenerse»), las tristes citas por la tarde, las maliciosas insinuaciones de las amigas («¿Sabes cuál es su especialidad, al hacer el amor, verdad? No, mejor que no lo sepas, se te pasarían las ganas, seguro, o tendrías más: los hombres sois tan cerdos»), las confesiones atroces, las esperas extenuantes en Via Squarcia, las dudas, las llamadas de teléfono que no llegaban, aquel punzón clavado ahí, las noches en blanco, la infelicidad por la mañana, cuando, al despertar, el pensamiento se esforzaba por encontrar algún posible sostén, la infelicidad que lo invadía con rapidez salvaje en cualquier parte de las vísceras, imágenes, rostros, luces, escenarios de calles, habitaciones, escaleras, pasillos, voces, músicas, susurros y todo el mundo era sólo ella, sí, incluso en aquel momento, mientras Laide dormía a su lado, incluso aquella noche, el mundo era sólo ella, pero antes era un continuo torbellino, un delirio invariable, un torno que apretaba sin tregua y ese infierno le parecía haber acabado.

Después de tanto tiempo, ¡ah! La tregua: aun cuando resultara derrotado, por segunda y última vez derrotado. Pero también el ejército derrotado respira cuando ha acabado la batalla. Silencio, el corazón ya no resonaba más, sólo jirones de humo aquí y allá.

La miró. Se preguntó: "¿Podría aún hacerme enloquecer?" Le pareció que no. Si durante dos o tres días no apareciera, ¿enloquecería? Le pareció que no. Si supiese que había estado en la cama con otro, ¿enloquecería? Le pareció que no.

¡Ay, curado! Y el infierno había dejado de existir. "Ella está aquí, al lado, dormida, pero entonces yo debería ser feliz. ¿Lo soy? No. Cansancio, vacío, melancolía, una de esas melancolías gigantescas que hacían presa de él, de niño, al anochecer; sólo, que entonces en la melancolía iba oculta la idea del tiempo que llegaría, años innumerables que se perdían a lo lejos, mientras que ahora no había idea de los años que vendrían, ahora se podía vislumbrar la puerta allí, al fondo, no precisamente futuro, la puerta cerrada que se abriría en la obscuridad. Ésa era la explicación, se habían acabado la angustia, los celos, la desesperación, pero al mismo tiempo había amainado la tormenta. La furia, la rabia, el frenesí, el galope, las llamaradas eran vida, pero también juventud, y en aquel preciso momento en que ella había hablado, en que ella había salido por un instante del sueño para hablar, había terminado la juventud, el último retazo, la última estela de la juventud, extrañamente prolongada, sin querer, hasta los cincuenta años. Un fuego que había acabado de arder, una nube que había soltado lluvia y había desaparecido, una música llegada a su última nota y ya no iba a haber más notas, cansancio, vacío, soledad.

¿Y las mujeres, ese asunto al que durante demasiados años Antonio no había prestado atención en serio, salvo por la necesidad física? ¿Qué había sido Laide sino la concentración en una persona sola de los deseos intensificados y fermentados durante tantos años y nunca satisfechos? Nunca había tenido fuerzas para ello. Las conocía, le parecían criaturas inalcanzables, era inútil pensar en ellas: total, no le habrían hecho caso. Pero, ¿y los otros? A los otros, a sus amigos, aquellas criaturas inalcanzables les sonreían, hablaban, decían que sí. Los amigos le contaban sin darle importancia que a aquella tía estupenda del bar, a la entraîneuse, a la maniquí, las habían abordado, se las habían llevado de paseo, a comer, a la cama, como la cosa más sencilla del mundo. También él las había visto, las conocía, las había deseado, pero todas las veces se había dicho: "¡Qué ideas más absurdas! Ésa nunca, pero es que nunca, aceptaría". Así había pasado junto a ellas sin atreverse, empequeñecido en su dolorida dignidad y ya había llegado a ser demasiado tarde.

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