Daína Chaviano - La isla de los amores infinitos

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Muchas son las historias que circulan sobre aquel oscuro antro de Miami al que Cecilia acude por primera vez. A pesar de sus reticencias, la joven periodista debe admitir que el local está cargado de una energía especial, de cierto embrujo. En su interior, al hipnótico compás de los boleros, parecen revivir las imágenes de una Habana antigua y de sus muertos sagrados. La misma Habana que la vio crecer y que abandonó hace ya cuatro años, convirtiendo su alma en un acertijo para sí misma, consciente de que no quiere regresar a Cuba a pesar de haberse sentido siempre forastera en su hogar de adopción. Al otro extremo del bar se vislumbra una silueta: una anciana la observa desde lejos, cobijada por la oscuridad y el humo del tabaco. Es Amalia, una enigmática mulata que no tarda en entablar conversación con ella.
A partir de ese primer encuentro, Cecilia empezará a acudir regularmente al mismo lugar para escuchar de labios de Amalia tres historias que sucedieron hace tiempo: la de una familia cantonesa obligada a abandonar su cultura milenaria; la de un linaje de mujeres españolas poseedoras de un extraño don; y la de la lucha de una esclava de origen africano contra la pobreza de sus orígenes.
Tres relatos con Cuba como fondo, un mundo plagado de gestos y decires provenientes de todas partes y de ninguna en particular, y por el que, como descubrirá, Cecilia siente aún una inconfesable y perenne añoranza.

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El miliciano lo miró de arriba abajo.

– ¿Y tú quién eres?

– El hijo del dueño. ¿Qué pasó?

– Tenemos informes de que aquí se conspiraba.

– Para nosotros, el tiempo de conspirar ya pasó -explicó Pablo, tratando de parecer afable-. Mi padre es un anciano pacífico. Ese restaurante es el trabajo de toda su vida.

– Sí, eso dicen todos.

Pablo se preguntó si podría mantener la calma.

– No pueden destruir el negocio de una persona inocente.

– Si es inocente, tendrá que probarlo. Por ahora, vendrá con nosotros.

Rosa se echó a los pies del hombre, hablándole en una jerigonza confusa donde se mezclaban el cantones y el español. El miliciano intentó zafarse, pero ella se aferró a sus rodillas. Otro hombre que salía del restaurante apartó a la mujer con violencia.

Pablo arremetió contra él. Con un rápido gesto lo envió de cabeza contra la acera y enseguida inmovilizó al segundo, que ya lo agarraba por detrás. Su ataque tomó por sorpresa a los milicianos, que jamás habían visto nada semejante. Aún tendrían que pasar dos décadas para que Occidente se familiarizara con ese arte guerrero que los chinos llaman wushu.

Los milicianos se levantaron del suelo mientras José y Amalia trataban de contener a Pablo. Uno de ellos se llevó la mano al revólver, pero fue atajado por el otro.

– Deja eso -susurró, señalando con un gesto los alrededores.

Comprendiendo la cantidad de testigos que habría del incidente, optaron por cerrar el restaurante, colocar el sello para indicar que había sido intervenido por el gobierno revolucionario y subieron a la camioneta.

– ¿Adonde se lo llevan?

– Por ahora, a la tercera estación -dijeron-, pero no te molestes en ir hoy ni mañana. Va a ser difícil que lo soltemos pronto. Antes habrá que ver si no es un contrarrevolucionario.

– Yo conspiré contra Batista -gritó Pablo mientras el vehículo arrancaba-. ¡Y estuve preso!

– Entonces sabrás que todo esto es por el bien del pueblo.

– ¡Mi padre es el pueblo, estúpido! Y las revoluciones no se defienden destrozando sus bienes.

– Tu padre dormirá en la cárcel para que le sirva de escarmiento -gritó el chofer, poniendo el vehículo en marcha- ¡Y no será el único! En estos momentos hay órdenes de registro en los negocios de muchos conspiradores.

Pablo se lanzó contra la camioneta, pero José lo sujetó.

– ¡Voy a reclamar en los tribunales! -bramó, rojo de rabia.

Le pareció escuchar las carcajadas de los hombres, mientras la camioneta se perdía en medio de una nube oscura y pestilente.

– Yo no luché para esta mierda -dijo Pablo, sintiendo que una furia nueva crecía en su pecho.

Amalia se mordió los labios, como si presintiera lo que se avecinaba tras aquella frase.

– Tengo que ir al estudio -susurró José, palideciendo.

– Usted no tiene por qué preocuparse… -comenzó a decir Pablo, pero se detuvo al ver la mirada de su suegro-. ¿Qué ocurre?

– Yo… guardé unos papeles -tartamudeó José.

– ¡Papá!

– Sólo por una noche, para hacerle un favor a la señora de los altos. Se habían llevado preso al marido y temía un registro. Ya lo quemé todo, pero si el hombre habló y a ella la amenazaron…

Subieron al auto, tras convencer a Rosa que sería más seguro dormir esa noche en casa de su hijo y su nuera.

Los diez minutos de viaje hasta «El duende» fueron agónicos y difíciles. Varias calles aledañas estaban bloqueadas por los escombros. Vitrolas, cajas contadoras, mesas y otros accesorios formaban lomas de basura en el asfalto. Cuando llegaron al estudio de grabaciones, la puerta había sido tapiada con unos tablones y el temible sello de la intervención revolucionaria cruzaba la cerradura. Desde la acera, Pablo, José, Amalia y Rosa vieron las vitrinas revueltas, los estantes destruidos, las partituras regadas por el suelo.

– Dios mío -exclamó José, a punto de desplomarse.

¿Cómo habían podido? Aquél era el universo que creara su padre. Allí estaban los pasos del Benny, la sonrisa de La Única, las danzas del maestro Lecuona, las guitarras de los Matamoros, las zarzuelas de Roig… Cuarenta años de la mejor música de su isla se desvanecían frente a una violencia incomprensible. Rozó con sus dedos las tablas claveteadas y sospechó que jamás podría recuperar los tesoros de aquel local que su hijita y su nieta llenaran de gorjeos. Le habían robado su vida.

Amalia miró a su padre, que tenía una palidez nueva en el rostro.

– Papá.

Pero él no la oyó; su corazón le dolía como si un puño se lo apretara.

Cerró los ojos para no ver más aquel destrozo.

Cerró los ojos para no ver más aquel país.

Cerró los ojos para no ver más.

Cerró los ojos.

Cada mañana Mercedes creía descubrir un ramo de rosas ante su puerta. O una caja con bombones rellenos de licor de fresas. O una cesta de frutas sellada con un lazo rojo. O una carta que alguien tenía que leerle después, porque ella aún no sabía hacerlo. Y no sólo una carta de amor, sino el recuento de atardeceres que palidecían ante el resplandor de su piel, siempre firmadas por un mismo nombre, el único importante para ella… Porque Mercedes no podía recordar que José estaba muerto. Su mente vagaba ahora por aquella época en que su enamorado la rondara mientras ella, sumida en una bruma diferente, apenas percibía sus esfuerzos para llegar hasta su corazón nublado de embrujos.

También recordaba otras cosas: había vivido en un lupanar, se había dejado poseer por incontables hombres, su madre había muerto en un incendio que casi destruyó el negocio de doña Ceci, su padre había sido asesinado por un negociante rival… Pero ya no era necesario ocultarlo porque nadie sabía lo que se escondía en su cabeza. El único conocedor de su secreto había muerto… ¡No! ¿Qué estaba pensando? José vendría a verla como cada mediodía mientras doña Ceci regañaba a la mujer de la limpieza. Le cantaría alguna serenata y ella atisbaría de reojo hacia la esquina, temiendo que los matones de Onolorio llegaran más temprano.

Pero José no venía. Ella se levantaba de la cama y se asomaba con impaciencia a la calle por donde pasaban a toda hora unos transeúntes sospechosos: hombres con armas largas que blandían incluso ante el rostro de los niños. Sólo ella se daba cuenta de que eran los matones de Onolorio, aunque ahora se vistieran diferente. Tenía que hacer algo para avisar a José o lo matarían apenas se asomara por la esquina. Sintió que el pánico se apoderaba de ella.

«¡Asesinos!»

La palabra se agazapó en su pecho, asomándose poco a poco detrás de cada latido. Deseaba decirla, aunque fuera en susurros, pero la pesadilla la había dejado sin voz.

«¡Asesinos!»

Hubo una conmoción cerca de la esquina. El miedo anuló esa parálisis que no la dejaba gritar. «¡Asesinos!», murmuró.

El tumulto creció en la esquina. Varias personas corrían detrás de un individuo. Mercedes no pudo distinguir su rostro, pero no necesitaba verlo para saber quién era.

Como un fantasma desolado, como una banshee que clamara por la muerte del próximo condenado, salió a la calle dando alaridos.

– ¡Asesinos! ¡Asesinos!

Y sus reclamos se sumaron a los de la muchedumbre, que también acusaba de algún crimen al hombre que huía.

Pero Mercedes no vio ni supo nada de esto. Se abalanzó sobre los perseguidores que intentaban detener a su José. En la confusión oyó un disparo y sintió de nuevo aquel adormecimiento en su costado, en el mismo sitio donde Onolorio le clavara un puñal siglos atrás. Esta vez la sangre manaba a raudales, mucho más caliente y abundante. Movió un poco la cabeza para observar a quienes se acercaban y pedían a gritos un médico o una ambulancia. Hubiera querido tranquilizarlos, advertirles que José andaba cerca.

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