Daína Chaviano - La isla de los amores infinitos

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Muchas son las historias que circulan sobre aquel oscuro antro de Miami al que Cecilia acude por primera vez. A pesar de sus reticencias, la joven periodista debe admitir que el local está cargado de una energía especial, de cierto embrujo. En su interior, al hipnótico compás de los boleros, parecen revivir las imágenes de una Habana antigua y de sus muertos sagrados. La misma Habana que la vio crecer y que abandonó hace ya cuatro años, convirtiendo su alma en un acertijo para sí misma, consciente de que no quiere regresar a Cuba a pesar de haberse sentido siempre forastera en su hogar de adopción. Al otro extremo del bar se vislumbra una silueta: una anciana la observa desde lejos, cobijada por la oscuridad y el humo del tabaco. Es Amalia, una enigmática mulata que no tarda en entablar conversación con ella.
A partir de ese primer encuentro, Cecilia empezará a acudir regularmente al mismo lugar para escuchar de labios de Amalia tres historias que sucedieron hace tiempo: la de una familia cantonesa obligada a abandonar su cultura milenaria; la de un linaje de mujeres españolas poseedoras de un extraño don; y la de la lucha de una esclava de origen africano contra la pobreza de sus orígenes.
Tres relatos con Cuba como fondo, un mundo plagado de gestos y decires provenientes de todas partes y de ninguna en particular, y por el que, como descubrirá, Cecilia siente aún una inconfesable y perenne añoranza.

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José observó los afanes de su esposa para contener el desastre y, por primera vez, tuvo conciencia del aspecto de la muchacha. Estaba más pálida, diferente… ¿Tendría anemia? Apenas terminara la grabación con los soneros, la llevaría a hacerse un chequeo.

– …pero lo que está pasando en Japón no tiene nombre -decía El Zorro-. Se han vuelto locos con nuestra música.

– ¿En Japón? -repitió José.

– Han fundado una orquesta que se llama Tokyo Cuban Boys.

– ¿Es verdad que allí se suicidan abriéndose la barriga de un tajo? -comentó Mercedes, que no imaginaba nada peor que morir bajo el filo de un cuchillo.

– Algo de eso he oído -recordó Loreto.

– No me extraña -suspiró Rita-, con esa música tan triste que tocan en unas mandolinas sin cuerdas, deben de andar muy deprimidos.

– Pues ahora se morirán de bailar guaracha -dijo El Zorro con muy buen humor.

La silla de Amalia dio un salto. Sus padres y su abuela la miraron con alarma, aunque los invitados sólo creyeron que la muchacha se había movido con brusquedad.

– ¿Pasa algo? -susurró Ángela, notando su palidez.

– No me siento bien -contestó la joven, sintiendo que un sudor frío le cubría el cuerpo-. ¿Puedo ir…?

Pero no terminó de hablar. Tuvo que cubrirse la boca y echar a correr hacia el baño. Su abuela y su madre fueron tras ella.

– A esa edad, me sucedía lo mismo -dijo Rita-. Cuando hacía calor, no podía comer mucho porque terminaba con el estómago vacío.

– Sí, las señoritas son más delicadas que los varones -comentó Loreto-. Y Amalita se ha convertido en una joven muy linda. ¿Quién iba a decirlo? La última vez que la vi, andaba con aquella muñeca enorme que hablaba…

José se atragantó con el agua. Loreto tuvo que darle unas palmaditas en la espalda.

– Mira que mi única práctica con ahogados fue en la facultad -bromeó el doctor-. No te garantizo nada.

José terminó de recuperarse.

– No recuerdo que Amalita tuviera una muñeca que hablara -comentó su padre, aparentando una gran calma.

– Bueno, fue hace algunos años. Le comprabas juguetes de toda clase… No creo que te acuerdes.

– Pues yo sí me acuerdo -intervino Irene, la esposa de Loreto- porque Bertica estuvo meses detrás de nosotros para que le compráramos otra igual.

Algo ocurría. Rita observó discretamente a Pepe, mientras pedía que le sirviera más limonada. ¿Qué relación tendría esa muñeca con tanto acaloro? Escuchó un ruido apagado y supo que Amalia estaba vomitando… ¡San Judas Tadeo! Eso no. Cualquier cosa, menos eso.

Los pasos de Mercedes atrajeron las miradas de los comensales.

– Parece que ya está mejor -comentó con toda inocencia, pero cuando alzó la vista y encontró la mirada de su marido, su corazón se detuvo.

Treinta años viviendo al lado de una persona son muchos años, y Mercedes llevaba algo más de ese tiempo junto a José. Por un instante quedó con el tenedor a medio camino entre el plato y su boca, pero un gesto de su marido le indicó que debía disimular.

– A quien quisiera escuchar en persona es a Benny Moré -dijo don Loreto-. Sólo he oído algunas grabaciones que hizo en México con Pérez Prado.

– Ese mulato canta como los dioses -comentó Pepe, haciendo un esfuerzo-. Mercedes y yo fuimos a verlo hace un mes.

– Pues pongámonos de acuerdo para ir todos… incluyendo a doña Rita, si se anima a acompañarnos.

La actriz se había bebido de golpe toda la limonada en un intento por librarse del sofoco.

– Me encantaría -contestó, poniendo en su sonrisa la mejor actuación de su vida, porque el susto que sentía por Amalia era peor que verse frente a las llamas del infierno.

– Pues no hay más que hablar -exclamó José, sin que nadie sospechara que aquel tono ocultaba otra decisión.

Pero cuando Ángela volvió a su asiento, resolvió posponer la discusión hasta el día siguiente. No deseaba alterar a su madre, cuya rara quietud lo preocupaba cada vez más.

La anciana no había notado la ansiedad de su hijo, como tampoco notó el pánico de su nieta ni el temor de Mercedes. En su pecho palpitaba un regocijo nuevo. Sin sospechar la desazón que la rodeaba, terminó su cena y recogió los platos. Como siempre, no quiso que Mercedes la ayudara, y se quedó en la cocina limpiando.

A sus espaldas, el tintineo de una cacerola le anunció la llegada del Martinico. Desde hacía varias semanas se le aparecía noche tras noche. Era como si deseara brindarle una compañía que no le había pedido. No se volvió a mirarlo. Aquel rumor de pajarillo a sus espaldas le recordaba el susurro de la cordillera durante las tardes de verano, cuando ella y Juanco salían a caminar por sus faldas y regresaban a la fuente donde la mora de agua le diera aquel consejo que la unió al amor de su vida.

Extrañaba a Juanco; no pasaba un día en que no lo recordara. Al principio había intentado ocuparse de cosas mundanas para olvidar su ausencia, pero últimamente había vuelto a sentirlo cerca.

Apagó la luz de la cocina y fue hasta su cuarto arrastrando los pies, tiritando como si aún resbalara sobre los hierbazales húmedos de la sierra. Se desvistió sin encender la lámpara. Sus huesos crujieron cuando el colchón se hundió para recibirla. En la oscuridad, lo vio. A su lado yacía Juanco, con su rostro joven y bello de siempre. Cerró los ojos para verlo mejor. ¡Cómo se reía su marido! ¡Cómo le tomaba el rostro entre las manos para besarla! Y ella bailaba con su falda de listones que caracoleaba en cada vuelta…

El duende se acercó al lecho y contempló el rostro de la anciana, sus párpados temblorosos bajo aquel sueño. Pacientemente veló junto a su cabecera hasta la madrugada, y con ella brincó y bailó por las colinas al ritmo de la zampoña en la tarde llena de magia, y vio cómo se abrazaba al joven que había amado con locura.

Angelita, la doncella visionaria de la sierra, sonrió en la oscuridad de su sueño, tan inocente como cuando jugaba entre las vasijas del horno paterno. Y cuando por fin su respiración se detuvo del todo y su espíritu flotó hacia la luz donde la aguardaba Juanco, el duende se inclinó sobre ella y, por primera y última vez desde que se conocieran, la besó en la frente.

Cuando Pablo avistó a sus amigos sin que ellos se dieran cuenta, se detuvo junto a la vitrola que lanzaba al viento su quejumbroso bolero. Era un contratiempo. Por un instante pensó en vigilar la casa desde la barbería de enfrente, pero los muchachos no tardaron en descubrirlo.

– ¡Tigre!

No le quedó más remedio que acercarse.

– ¡A buena hora! -lo saludó Joaquín-. Íbamos a ordenar otra ronda de café.

– ¿Conoces a Lorenzo? -preguntó Luis, señalando a un gordito de lentes gruesos.

– Encantado.

– ¡Pupo! -gritó Joaquín al mulato que se afanaba detrás del mostrador-. Otro café.

– Eso del asesinato de Manolo siempre me dio mala espina -dijo Lorenzo, que parecía llevar la batuta de una discusión-. Me parece que el gangsterismo campea en la universidad, y la culpa fue de Grau. Si no hubiera nombrado comandantes de la policía a esos pandilleros, otro gallo cantaría.

– Estás como Chibas: acusar se ha vuelto tu deporte favorito.

– Chibas tiene buenas intenciones.

– Pero su obsesión lo está volviendo loco. Yo te digo que el mal de este país no es económico, sino social… y quizás psicológico.

– Yo pienso lo mismo -dijo Pablo-. Aquí lo que hay es mucha corrupción política y violencia gratuita. El cambio de gobierno no ha servido para nada. Se fue Grau, llegó Prío, y todo sigue igual.

– Eso es más o menos lo que dice Chibas.

– Sí, pero él apunta al culpable equivocado y crea una confusión que aprovechan los…

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