Daína Chaviano - La isla de los amores infinitos

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Muchas son las historias que circulan sobre aquel oscuro antro de Miami al que Cecilia acude por primera vez. A pesar de sus reticencias, la joven periodista debe admitir que el local está cargado de una energía especial, de cierto embrujo. En su interior, al hipnótico compás de los boleros, parecen revivir las imágenes de una Habana antigua y de sus muertos sagrados. La misma Habana que la vio crecer y que abandonó hace ya cuatro años, convirtiendo su alma en un acertijo para sí misma, consciente de que no quiere regresar a Cuba a pesar de haberse sentido siempre forastera en su hogar de adopción. Al otro extremo del bar se vislumbra una silueta: una anciana la observa desde lejos, cobijada por la oscuridad y el humo del tabaco. Es Amalia, una enigmática mulata que no tarda en entablar conversación con ella.
A partir de ese primer encuentro, Cecilia empezará a acudir regularmente al mismo lugar para escuchar de labios de Amalia tres historias que sucedieron hace tiempo: la de una familia cantonesa obligada a abandonar su cultura milenaria; la de un linaje de mujeres españolas poseedoras de un extraño don; y la de la lucha de una esclava de origen africano contra la pobreza de sus orígenes.
Tres relatos con Cuba como fondo, un mundo plagado de gestos y decires provenientes de todas partes y de ninguna en particular, y por el que, como descubrirá, Cecilia siente aún una inconfesable y perenne añoranza.

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Aquel nombre no le dijo nada a Cecilia.

– Tirso era mi primo -dijo Lauro.

Por el tono de su voz, Cecilia intuyó que aquel primo había muerto, pero no quiso averiguar cómo ni de qué.

– ¿Eres hipertensa? -preguntó el hombre, después de observar los saltos de la aguja.

– No creo.

– Pues tienes la presión bastante alta -murmuró él, buscando algo en su maletín.

El hombre revisó las extremidades de Cecilia.

– No puedes permitir que tu tensión suba. Mira esos moretones. Con esa fragilidad capilar, las paredes arteriales podrían estallar. No quiero asustarte, pero esa mezcla de presión alta y fragilidad vascular podría provocar un derrame cerebral.

– Mis dos abuelos murieron de eso -murmuró ella.

– ¡Ay, Dios! -dijo Lauro, abanicándose con una mano-. Creo que me va a dar una fatiga. Esas cosas me dan mala impresión.

– Coño, Lauro -le regañó Freddy-, deja las payasadas aunque sea por un día.

– No estoy payaseando -protestó Lauro-. Soy una persona muy sensible.

– Quédate con esto -continuó el médico-. Cuando te repongas, me lo devuelves.

Era un equipo digital para tomar la presión. Las cifras aparecían en una pantalla.

– Ahora mismo te tomas dos pastillas -le recomendó, sacando un frasco de su maletín-. Y todas las mañanas, una al levantarte. Pero te recomiendo que vayas a un especialista para un chequeo completo… ¿Cómo está tu colesterol?

– Normal.

– Es posible que tu hipertensión sea emotiva.

– ¡Claro que lo es! -se quejó Freddy-. Esta mujer reacciona para adentro. Cada vez que le pasa algo, se mete en un rincón a llorar como una Magdalena.

– Las emociones pueden matar más rápido que el colesterol -le advirtió el médico antes de irse.

Pero las emociones no eran algo que Cecilia pudiera controlar y los medicamentos no lograron bajarla. Además, tenía aquella fiebre; una fiebre que su médico no sabía explicar. Se sometió a todo tipo de pruebas. Nada. Era una fiebre enigmática y solitaria que no parecía asociada a otra cosa que no fuera su depresión. El médico le ordenó descanso absoluto. Dos días después, cuando alguien la llamó para decirle que había visto a Roberto con una pelirroja en la playa, se sumió en un letargo casi misericordioso. Tuvo sueños y visiones. A veces le parecía hablar con Roberto, y al instante siguiente se encontraba sola. O se acercaba a besarlo y de pronto estaba con un desconocido.

Un aguacero interminable comenzó a caer sobre la ciudad. Llovió durante tres días y tres noches para alarma de las autoridades. Se suspendieron las clases y casi todos los trabajos. Los noticieros anunciaron que se trataba de la mayor caída de agua en medio siglo. Fue un temporal extraño como una alucinación. Y mientras Miami se convertía en una nueva Venecia, Cecilia deliraba a causa de la fiebre.

La última noche del diluvio sospechó que se estaba muriendo. Se había tomado varias aspirinas, pero su fiebre continuaba muy alta. Pese a los envidiables resultados físicos de sus análisis, se consumía como una anciana. De pronto supo por qué la gente moría de amor en otras épocas: una profunda depresión, un sistema inmunológico virado al revés, las emociones que impulsan la presión hasta las nubes y… todo podía irse al demonio. La fragilidad del corazón no soporta las cargas del espíritu.

Durante la madrugada de la tercera noche despertó con la sospecha de que llegaba a su fin. Todavía con los ojos cerrados, percibió el roce de una mano sobre su piel calenturienta. Giró la cabeza, buscando el origen de la caricia. No había nadie en el dormitorio. Por alguna razón, pensó en su abuela Delfina. Su mirada se posó en un libro que no había comenzado a leer. Siguiendo un impulso, lo abrió al azar: «En la mente llevamos el poder de la vida y el poder de la muerte». Y apenas leyó aquella línea, recordó las palabras de Melisa: «Tienes una sombra en el aura». Se estremeció. «Algo malo va a pasarte si no tomas medidas dentro de tu cabeza.»

Se tomó la presión: 165/104, y otra vez experimentó aquel roce helado como si un ser invisible se mantuviera cerca. De pronto tuvo una inspiración. Cerró los ojos y visualizó las cifras: 120/80. Mantuvo la imagen durante unos instantes hasta que pudo verla en su mente, sintiendo -más que deseando- que estaría allí cuando volviera a mirar. Volvió a medirse: 132/95. Las cifras habían bajado. Se concentró una vez más. De nuevo cerró los ojos durante varios minutos, manteniendo la imagen «120/80… 120/80» hasta que las cifras brillaron nítidamente en su cabeza. Una brisa recorrió la habitación cerrada y refrescó su piel. Pasaron tres, cuatro, diez minutos. Se relajó y volvió a inflar la banda para leer: 120/81. Apenas podía creerlo, pero sin duda lo había logrado. De algún modo, había conseguido que su presión bajara. Decidió hacer lo mismo con la fiebre. Tras varios intentos, su temperatura comenzó a ceder hasta que ella misma cayó en un profundo sueño.

Despertó a la mañana siguiente con la luz que se filtraba por su ventana. Se asomó al balcón y divisó varios automóviles subidos en las aceras. Sus dueños los habían colocado encima de cualquier elevación, temiendo que se inundaran. Decenas de personas circulaban por las calles, descalzas y en shorts. Por primera vez en muchas horas, el sol brillaba sobre sus cabezas. Desde los alambres aún mojados, las aves sacudían sus plumas y cantaban a pleno pulmón.

La vida regresaba para todos, incluso para Cecilia.

QUINTA PARTE. La estación de los guerreros rojos

De los apuntes de Miguel

BÚSCATE UN CHINO QUE TE PONGA UN CUARTO:

Fórmula popular que indica rechazo. Cuando un hombre se peleaba con una mujer, podía decirle: «… y búscate un chino que te ponga un cuarto», con lo cual indicaba que ella podía irse al infierno si quería, porque lo último que podía hacer una mujer decente era convivir con un chino. La posterior mezcla de la población asiática con la negra y la blanca probó que, pese al tabú, muchas mujeres siguieron el consejo.

Mi único amor

Todavía temblaba pensando cómo había llegado hasta allí. Innumerables veces había desafiado a sus padres, viéndose a escondidas con Pablo en la universidad, incluso escapándose al cine con él. En realidad, había estado esquivando la autoridad paterna durante los últimos cuatro años de su carrera. Pero ¿esto…?

– Tienes que ayudarme -le había rogado a Bertica- Yo siempre te he cubierto las espaldas con Joaquín.

– Esto es diferente, Amalia. Mis padres conocen a los tuyos.

– Me debes ese favor.

A regañadientes, su amiga la acompañó a pedir permiso para un supuesto viaje a Varadero. Don José y don Loreto habían sido condiscípulos en la facultad de medicina, y todavía intercambiaban clientes y postales. Músicos que conocían a José iban a la consulta del doctor, y pacientes de don Loreto compraban discos en la tienda de Pepe.

Semejante relación hería a Amalia porque no entendía cómo su padre podía ser tan amigo del médico cantones y, en cambio, se negaba en aceptar su relación con Pablo. Por eso no sentía escrúpulos en desobedecerlo y fraguar planes alocados como aquella fuga de tres días.

Caminando por el sendero sombreado de orquídeas, notó que sus pies se hundían en el colchón de hojas. Ajena a la frialdad de la zona, con la mirada perdida en ese osario de esqueletos vegetales, tuvo la sensación de estar en otro tiempo, miles de años atrás, cuando no existían seres humanos, sino sólo criaturas como su duende.

Una densa niebla se posaba sobre el valle de Vinales. La quietud y el silencio eran omnipresentes, como si la civilización hubiera dejado de existir. Aguzó el oído en busca de algún ruido familiar, pero sólo escuchó un murmullo indefinible. Instintivamente apretó el azabache que pendía de su cadena y alzó la vista. ¿Era el paso de la brisa o la voz del agua? Algo temerosa, se pegó a Pablo.

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