Daína Chaviano - La isla de los amores infinitos

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Muchas son las historias que circulan sobre aquel oscuro antro de Miami al que Cecilia acude por primera vez. A pesar de sus reticencias, la joven periodista debe admitir que el local está cargado de una energía especial, de cierto embrujo. En su interior, al hipnótico compás de los boleros, parecen revivir las imágenes de una Habana antigua y de sus muertos sagrados. La misma Habana que la vio crecer y que abandonó hace ya cuatro años, convirtiendo su alma en un acertijo para sí misma, consciente de que no quiere regresar a Cuba a pesar de haberse sentido siempre forastera en su hogar de adopción. Al otro extremo del bar se vislumbra una silueta: una anciana la observa desde lejos, cobijada por la oscuridad y el humo del tabaco. Es Amalia, una enigmática mulata que no tarda en entablar conversación con ella.
A partir de ese primer encuentro, Cecilia empezará a acudir regularmente al mismo lugar para escuchar de labios de Amalia tres historias que sucedieron hace tiempo: la de una familia cantonesa obligada a abandonar su cultura milenaria; la de un linaje de mujeres españolas poseedoras de un extraño don; y la de la lucha de una esclava de origen africano contra la pobreza de sus orígenes.
Tres relatos con Cuba como fondo, un mundo plagado de gestos y decires provenientes de todas partes y de ninguna en particular, y por el que, como descubrirá, Cecilia siente aún una inconfesable y perenne añoranza.

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– Buenas noches, abuelo -dijo Síu Mend, esperando a que el viejo entrara.

– Buenas…

El chirrido de unos neumáticos sobre el asfalto interrumpió la despedida. Los Wong se volvieron para ver un auto negro que se detenía en la esquina. Desde las ventanillas abiertas, dos hombres blancos comenzaron a disparar contra tres asiáticos que conversaban bajo un farol. Uno de los chinos cayó al asfalto. Los otros consiguieron parapetarse tras un puesto de frutas y dispararon contra los agresores.

Síu Mend agarró a su mujer e hijo, obligándolos a tenderse sobre la acera. El anciano ya se había acurrucado en un rincón de su puerta. El griterío del barrio podía sentirse por encima de la balacera. Algunos transeúntes, demasiado aterrados para pensar, corrían de un lado a otro, buscando donde guarecerse.

Por fin el auto hizo chillar sus neumáticos y desapareció tras la esquina. Poco a poco, la gente volvió a asomarse de los sitios donde se refugiara. Síu Mend ayudó a su mujer a ponerse de pie. Pablito se acercó para ayudar a su bisabuelo.

– Ya se fueron, akún…

– Diosa de la Misericordia -exclamó la mujer en su lengua-. Esos gángsters van a terminar desgraciando el barrio.

– ¿ Akún?

Rosa y Manuel Wong se volvieron a mirar a su hijo.

– ¡ Akún!

El anciano continuaba acurrucado sobre la acera. Manuel se acercó para alzarlo, pero su intento lo hizo gemir. Wong Yuang, que tantas veces desafiara el peligro a lomos de un caballo, acababa de ser alcanzado por una bala que ahora ni siquiera iba dirigida a él.

El Año Nuevo Lunar llegó sin celebraciones para los Wong. Mientras el anciano agonizaba en el hospital, el barrio desfiló por la casa con regalos y remedios milagrosos. Pese a tanta ayuda, los gastos de hospital eran excesivos. Dos médicos ofrecieron sus servicios gratuitos, pero tampoco fueron suficientes. Entonces Síu Mend, alias Manuel, pensó que necesitaban otro sueldo en casa. Recordó la cocina de El Pacífico, un restaurante colmado de los olores más sabrosos del mundo, y fue a pedir humildemente el más miserable de los trabajos para su hijo, pero ya toda la comunidad sabía de su desgracia y las preguntas sobre la seriedad del muchacho fueron casi una formalidad. Comenzaría a trabajar al día siguiente.

– Date prisa, Pag Li -le regañó su madre esa mañana-. No puedes llegar tarde en tu primera semana.

Pablito se apresuró a sentarse a la mesa. Hizo sus rezos brevemente y atacó con los palillos su tazón de arroz y pescado. El té hirviente le quemó la lengua, pero a él le gustaba esa sensación por las madrugadas.

Síu Mend nunca había sido especialmente religioso, pero ahora rezaba cada mañana frente a la imagen de San-Fan-Con, aquel santo inexistente en China que era una figura omnipresente en la isla. Así lo dejó Pag Li cuando se fue al cuarto a buscar sus zapatos. Mientras se los abrochaba, recordó la historia que su bisabuelo, ahora agonizante, le contara sobre el santo.

Rúan Kong había sido un valiente guerrero que vivió durante la dinastía Han. Al morir, se transformó en un inmortal cuyo rostro rojizo era reflejo de su probada lealtad. Durante la época en que los primeros culíes chinos llegaron a la isla, un inmigrante que vivía en la zona central aseguró que Kuan Kong se le había aparecido para anunciar que protegería a todo aquel que compartiera su comida con sus hermanos en desgracia. La noticia se extendió por el país, pero ya en Cuba habitaba otro santo guerrero llamado Shangó, que vestía de rojo y había llegado en los barcos provenientes de África. Pronto los chinos pensaron que Shangó debía de ser un avatar de Kuan Kong, una especie de hermano espiritual de otra raza. Pronto ambas figuras formaron el binomio Shangó-Kuan Kong. Más tarde, el santo se fue convirtiendo en San-Fan-Con, que protegía a todos por igual. Pablo también había oído otra versión, según la cual San-Fan-Con era el nombre mal pronunciado de Shen Guan Kong («el ancestro Ruang a quien se venera en vida»), cuya memoria habían vulgarizado algunos compatriotas. El joven sospechaba que, a ese paso, podrían aparecer más versiones sobre el origen del misterioso santo.

En todo esto pensaba mientras escuchaba los rezos de su padre. Cuando abandonó la habitación, su madre terminaba de desayunar. Síu Mend bebió un poco de té, y enseguida todos se pusieron sus chaquetas y salieron.

Sus padres caminaban en silencio, dejando escapar vapores de niebla por la boca. El muchacho intentaba sobreponerse al frío, curioseando a través de las puertas que permitían ver los patios interiores. Al abrigo de las miradas, aquellos madrugadores se movían con los lentos movimientos de la gimnasia matinal que Pablo había practicado tantas veces con su bisabuelo.

Cualquier otro día, Pablo hubiera ido a la escuela en la mañana y trabajado por la tarde. Pero ese sábado la familia se despidió frente al edificio y el muchacho subió para comenzar su faena. Debería encender los hornos, limpiar y trozar verduras, lavar calderos, sacar la mercancía de las cajas, o cualquier otra cosa que fuera necesaria. A mitad de mañana, sobre la cocina flotaba una nube con los aromas del arroz pegajoso y humeante, la carne de cerdo cocida con vino y azúcar, los camarones salteados con decenas de vegetales, el té verde y claro que acentuaba los sabores del paladar… Seguramente así sería el olor del cielo, pensó Pablo; una mezcla alucinante y deliciosa que estrujaba las tripas y desataba un apetito descomunal. El joven observaba de reojo la pericia de los cocineros, que constantemente regañaban y azotaban a los más morones. Pablo nunca tuvo problemas, excepto un día, cuando ya llevaba algunos meses trabajando allí. Normalmente realizaba su labor con toda dedicación, pero aquella mañana parecía más distraído que de costumbre. No era su culpa. Había recibido una nota de Amalia, que leyó junto a los calderos donde se cocinaban las sopas:

Querido amigo Pablo:

(Pues ya puedo decirte amigo, ¿no?) Me dio mucho gusto conocer a tu familia. Si tuvieras libre una de estas tardes, podríamos reunimos a conversar un rato, si es que quieres, pues me gustaría saber más de ti. Hoy mismo, por ejemplo, mis padres no estarán en casa después de las cinco de la tarde. No es que quiera recibir a nadie cuando ellos no están (ya que no hay nada malo en conversar con un amigo), pero creo que podríamos hablar mejor si no hay personas mayores delante.

Afectuosamente,

AMALIA

La leyó tres veces antes de guardarla y seguir en su tarea, pero anduvo con su mente en las nubes hasta que, en el colmo de su ensoñación, dejó caer una carga de pescado en la cocina. El coscorrón del capataz le quitó las ganas de soñar.

Cuando llegó a su casa, no había nadie. Recordó que sus padres irían al hospital para saber del abuelo, quien había vuelto a ingresar la noche antes debido a complicaciones en aquella herida que nunca terminaba de sanar; pero él no se quedaría esperando noticias. Se bañó, se cambió de ropa y salió. No pudo evitar una ojeada al umbral donde solía sentarse el anciano y sintió un ardor en el corazón. Se alivió un poco ante la perspectiva de ver nuevamente a esa extraña muchacha que ocupaba sus pensamientos noche y día.

Una vez más, volvió a confundirse ante las puertas de aldabas parecidas; se detuvo indeciso, sin saber qué hacer. La tercera de la izquierda se abrió en sus narices.

– Me imaginé que ibas a perderte -lo saludó Amalia, que añadió con candidez-, por eso estaba vigilando.

Pablo entró cohibido, aunque sin demostrarlo.

– ¿Y tus padres?

– Fueron a recibir a un músico que viene de Europa. Mi abuela también fue con ellos… Siéntate. ¿Quieres agua?

– No, gracias.

La cordialidad de la muchacha, en lugar de tranquilizarlo, lo puso más nervioso.

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