Daína Chaviano - La isla de los amores infinitos

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Muchas son las historias que circulan sobre aquel oscuro antro de Miami al que Cecilia acude por primera vez. A pesar de sus reticencias, la joven periodista debe admitir que el local está cargado de una energía especial, de cierto embrujo. En su interior, al hipnótico compás de los boleros, parecen revivir las imágenes de una Habana antigua y de sus muertos sagrados. La misma Habana que la vio crecer y que abandonó hace ya cuatro años, convirtiendo su alma en un acertijo para sí misma, consciente de que no quiere regresar a Cuba a pesar de haberse sentido siempre forastera en su hogar de adopción. Al otro extremo del bar se vislumbra una silueta: una anciana la observa desde lejos, cobijada por la oscuridad y el humo del tabaco. Es Amalia, una enigmática mulata que no tarda en entablar conversación con ella.
A partir de ese primer encuentro, Cecilia empezará a acudir regularmente al mismo lugar para escuchar de labios de Amalia tres historias que sucedieron hace tiempo: la de una familia cantonesa obligada a abandonar su cultura milenaria; la de un linaje de mujeres españolas poseedoras de un extraño don; y la de la lucha de una esclava de origen africano contra la pobreza de sus orígenes.
Tres relatos con Cuba como fondo, un mundo plagado de gestos y decires provenientes de todas partes y de ninguna en particular, y por el que, como descubrirá, Cecilia siente aún una inconfesable y perenne añoranza.

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Regresó de su ensueño cuando su tía aparcó junto a un muro de aspecto tosco y medieval, más semejante a una diminuta fortaleza que a uno de los románticos castillos de Ludwig II, el rey loco de Bavaria. La construcción tenía un aire inequívocamente surrealista. Parecía una visión de Lovecraft, con todos esos símbolos esotéricos y astronómicos. Y la energía… Era imposible dejar de sentirla. Fluía del suelo como una corriente telúrica que trepaba hasta la cúspide de la cabeza. ¿Quién diablos habría hecho aquello? ¿Y para qué?

Echó una ojeada al folleto. Su constructor había sido Edward Leedskalnin, nacido en Letonia, en 1887. El día antes de su boda, su novia le dijo que no se casaría y él huyó a otras tierras con el corazón destrozado. Tras mucho viajar y enfermo de tuberculosis, decidió mudarse al sur de la Florida donde el clima era bueno contra su mal.

– Estaba obsesionado con ella -dijo Loló sentándose en una mecedora de piedra, al notar el interés con que su sobrina leía el folleto-. Por eso construyó este sitio. Algunos decían que estaba loco, otros que era un genio. Yo creo que se puede ser las dos cosas a la vez.

Enloquecido o no, el hombre había buscado un terreno para hacer un monumento a su amor. Fue así como se dio a la tarea de levantar aquella fortaleza durante la década de los años veinte. Las rocas, talladas como objetos hogareños o arquitectónicos, ofrecían un aspecto extrañamente onírico. En el dormitorio había una cama para él y su novia perdida, dos camitas para niños y hasta una cuna rocosa que se mecía. Cerca había una talla gigantesca, bautizada como el Obelisco; también un reloj de sol que marcaba las horas, desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Y estaba el Portón de las Nueve Toneladas: una roca irregular que giraba -por un milagro de ingeniería- como la puerta de un hotel moderno. Pero los dos sitios que más fascinaron a Cecilia fueron la Fuente de la Luna y la Pared del Norte. El primero tenía tres piezas: dos hoces lunares y una fuente que imitaba la luna, con una islita en forma de estrella. La Pared del Norte era un muro coronado por varias esculturas: la luna en creciente, Saturno con sus anillos y Marte con un arbolito tallado en su superficie para apoyar la idea de que allí existía vida. Contemplando la Mesa del Corazón -donde florecía una ixora-, Cecilia sospechó cuál era el origen de aquella obsesión por tallar rocas inmensas. Quizás la única manera que tuvo aquel hombre de lidiar con su angustia fue convertir su amor en piedra.

– Éstas eran sus herramientas -comentó la anciana, entrando a un cuarto.

Cecilia vio un amasijo de hierros, poleas y ganchos. Nada pesado, ni particularmente grande.

– Aquí dice -observó Cecilia, fijándose en su folleto- que hay más de mil toneladas de rocas, incluyendo los muros y la torre. El peso promedio de las piedras es seis toneladas y media… y hay varias con más de veinte toneladas. Es imposible mover todo esto sin una grúa.

– Pues así fue -afirmó Loló- y nadie pudo conocer su secreto. Trabajaba de noche, en la oscuridad. Y si llegaba un visitante, no volvía a su labor hasta que se había marchado.

Cecilia deambuló por el lugar, absorta en un resplandor que oscilaba alrededor de las piedras. Casi podía verlo brotar de cada roca, rodeándolas con un halo traslúcido y levemente violeta.

– ¿Qué pasa? -preguntó su tía-. De pronto te quedaste muda.

– Mejor no lo digo. Vas a creer que estoy loca.

– Yo decidiré lo que debo creer.

– Veo un halo alrededor de las piedras.

– Ah, ¿eso? -La anciana pareció desilusionada.

– ¿No te asombras?

– Para nada. Yo también lo veo.

– ¿Tú?

– Siempre aparece por las tardes, pero casi nadie lo nota.

– ¿Qué es?

Loló se encogió de hombros.

– Algún tipo de energía. A mí me recuerda el aura de la difunta Delfina.

– ¿Mi abuela tiene un halo?

– Como ése -señaló hacia la Fuente de la Luna-, bien fuerte. Porque el de Demetrio es más clarito, yo diría que un poco aguado.

– Bueno -comentó Cecilia, dudando de su propia cordura por tomar en serio a su tía-, no es raro que tú puedas verlo, pero ¿yo? La mediumnidad en la familia terminó contigo y con mi abuela.

– Esas cosas siempre se heredan.

– No en mi caso -le aseguró Cecilia-. Tal vez sean los ejercicios.

– ¿Qué ejercicios?

– Para ver el aura.

Cecilia pensó que la anciana no sabría de qué le hablaba porque se quedó en silencio por unos segundos.

– ¿Y eso dónde lo aprendiste? -preguntó finalmente, con un tono que no dejaba dudas de saber a qué se refería.

– En Atlantis. ¿Conoces el lugar?

– No sabía que te interesaran las librerías esotéricas.

– Fui por casualidad. Estaba haciendo una investigación.

Y mientras se acercaban a la Mesa Florida, la joven le contó sobre la casa fantasma.

Cuando Cecilia cruzó el umbral, haciendo sonar las campanillas de la puerta, un aroma a rosas se arrojó sobre ella. Detrás del mostrador no estaba Lisa, sino Claudia, aquella joven con la que tropezara después de la conferencia sobre Martí. Estuvo a punto de marcharse, pero recordó a lo que venía y se dirigió al estante donde había visto los libros sobre casas embrujadas. Escogió dos y fue hasta la caja registradora. Quizás no se acordara de ella. Sin decir palabra, le tendió los libros y observó las manos de Claudia mientras ésta los envolvía.

– Sé que te asustaste la otra noche cuando te dije que andabas con muertos -le dijo Claudia sin levantar la vista-, pero no tienes por qué preocuparte. Los tuyos no son como los míos.

– ¿Y cómo son los tuyos? -se atrevió a preguntar Cecilia.

Claudia suspiró.

– Tuve uno especialmente terrible cuando vivía en Cuba: un mulato que odiaba a las mujeres. Parece que lo asesinaron en un prostíbulo.

«Después dicen que las casualidades no existen», se dijo Cecilia.

– Era un muerto desagradable -continuó Claudia-. Por suerte dejó de perseguirme en unos pocos meses. Cuando dejé la isla, tampoco volví a ver a un indio mudo que me avisaba de las desgracias.

Cecilia se quedó de una pieza. Guabina, la amiga de Ángela, también veía un espíritu que le advertía de peligros, aunque no recordaba si era indio. Volvió a recordar el amante mulato de Mercedes, que la celaba tanto… Pero ¿qué estaba pensando? ¿Cómo iba a tratarse de los mismos muertos?

– No te preocupes -insistió Claudia al notar su mirada-. No tienes nada que temer de los tuyos.

Pero a Cecilia no le gustaba la idea de andar con muertos, ni aunque fueran suyos, ni aunque fueran buenos. Y mucho menos si de pronto toda esa cuestión se convertía en algo mucho más misterioso debido a la existencia de muertos parecidos, provenientes de mujeres que no se conocían. ¿O sí?

– ¿Conoces a una señora que se llama Amalia?

– No, ¿por qué?

– Tus muertos… ¿Alguien más sabe de ellos?

– Solamente Úrsula y yo podíamos verlos. Úrsula es una monja que todavía está en Cuba.

– ¿Fuiste monja?

La otra se sonrojó.

– No.

Por primera vez, Claudia pareció perder los deseos de hablar y bruscamente le entregó los libros a Cecilia, perpleja ahora ante su actitud. ¿Qué le habría dicho para provocar aquel cambio? Quizás su pregunta había despertado algún recuerdo. Muchas crónicas dolorosas habitaban en la isla.

A su mente acudieron esquinas de su infancia, la textura de la arena, el azote de la brisa sobre el malecón… Había luchado por olvidar su ciudad, por desterrar ese recuerdo que era mitad pesadilla, mitad añoranza, pero el efecto producido por las palabras de Claudia le indicó que no lo había logrado. Le pareció que todos los caminos conducían a La Habana. No importa cuán lejos viajara, de algún modo su ciudad terminaba por alcanzarla.

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