Hubo un tumulto mientras la sesión se levantaba, una explosión de alegría, los amigos de Cueto se saludaban y se vio que también Ada se acercaba a ese grupo y que Cueto la tomaba del brazo y le hablaba al oído. La única que se acercó a Luca fue Sofía, que se paró frente a él y trató de animarlo. La fábrica estaba salvada. El Gringo la abrazó y ella lo sostuvo entre sus brazos y le habló en voz baja, como si buscara calmarlo, y después lo acompañó a un cuarto contiguo donde el juez lo esperaba para firmar los papeles.
Renzi siguió sentado mientras todos se iban y vio salir a Luca y caminar por el pasillo como un boxeador que acepta ganar el título en una pelea arreglada, no el boxeador que por necesidad acepta tirarse a la lona porque necesita el dinero; no era -como siempre había sido- el humillado y ofendido que sabe que no ha perdido aunque le hayan ganado; era el que ha mantenido su título de campeón a costa de un fraude que él sólo -y su rival- sabe que es un fraude y que sólo conserva la ilusión de que por fin ha podido hacer realidad sus sueños, pero a un costo imposible de soportar. Salía como si estuviera extremadamente cansado y le costara moverse. Sólo Sofía caminaba con él, sin tocarlo, a su lado y cuando cruzaron el pasillo central ella se despidió y salió por una puerta lateral. De modo que Luca siguió solo hasta la entrada.
Había sido sometido a una prueba como un personaje trágico que no tiene opción, cualquier cosa que decidiera sería su ruina, no para él sino para su idea de la justicia, y fue la justicia la que al final lo puso a prueba, fue una entidad abstracta, con sus aparatos retóricos y sus construcciones imaginarias, la que había tenido que enfrentar una y otra vez, esa tarde de abril, hasta capitular. Es decir hasta aceptar una de las dos opciones que le habían planteado, él, que siempre se había jactado de tener claras todas las decisiones, sin dudar, sostenido siempre por su certidumbre y su idea fija. Había preferido su obra, digamos así, a su propia vida y había pagado un precio altísimo, pero su ilusión había seguido intacta hasta el final. Había sido fiel a ese precepto y se había hundido pero no había defeccionado. Era tan orgulloso y obstinado que tardó en comprender que había caído en una trampa sin salida, y cuando lo entendió ya era tarde.
Los vecinos lo miraban cruzar, en silencio, el pasillo, eran sus viejos conocidos, y estaban tranquilos y parecían magnánimos porque al hacer lo que Luca había hecho -luego de años y años de lucha imposible, sostenido en un orgullo demoníaco- el pueblo había logrado que tuviera que capitular y ahora se podía decir que era igual a todos o que todos eran igual a él: que ahora podían mostrar esas debilidades que Luca no había podido mostrar nunca en su vida. Renzi se apuró a salir para saludarlo pero no lo alcanzó, sólo pudo ir atrás de él mientras bajaba la escalinata hacia la calle. Y entonces lo más extraordinario fue que cuando llegó a la vereda apareció el cuzco, el perro de Croce, medio ladeado como siempre, que al verlo salir a la luz del sol se le fue encima y le ladró, y le mostró los dientes como si fuera a morderlo, casi sin fuerza pero con odio, el pelaje amarillo tenso como su cuerpo, y esos ladridos fueron lo único que Luca recibió ese día.
Al día siguiente, cuando Renzi volvió al almacén de los Madariaga el clima era lúgubre. Croce estaba en la mesa de siempre, frente a la ventana, de traje oscuro y corbata. Esa mañana había ido a la cárcel de Dolores a visitar a Yoshio para darle la noticia antes de que le llegara la información oficial de que su caso había sido cerrado con la conformidad de Luca Belladona. «La cárcel es un mal lugar para vivir», dijo, «pero es el peor lugar para un hombre como Yoshio.»
Parecía abatido. Luca iba a levantar la hipoteca y salvar la fábrica pero el costo era demasiado alto; estaba seguro de que iba a terminar mal. Croce tenía una capacidad extraordinaria para captar el sentido de los acontecimientos y también para anticipar sus consecuencias, pero no podía hacer nada para evitarlos y cuando lo intentaba lo acechaba la locura. La realidad era su campo de prueba y muchas veces era capaz de imaginar una serie de hechos antes de que ocurrieran y anticipar su desenlace, pero sólo podía dejar que los acontecimientos sucedieran para probar su experimento y demostrar que tenía razón.
– Por eso no sirvo para comisario -dijo al rato-, trabajo a partir de los hechos consumados y luego imagino sus consecuencias, pero no puedo evitarlas. Lo que sigue a los crímenes son nuevos crímenes. Luca ahora piensa no sólo que condenó a Yoshio sino también a mí. Si no hubiera aceptado la propuesta de Cueto y se hubiera negado a cerrar el caso, yo habría tenido chance contra Cueto. -Hizo una pausa y miró la llanura por la ventana enrejada contra la que se sentaba siempre. El mismo paisaje inmóvil que era, para él, la imagen de su propia vida-. Pero la pifié -dijo después-, a nadie en el pueblo le convenía mi versión del crimen.
– Pero, en definitiva, ¿cuál es la verdad?
Croce lo miró, resignado, y sonrió con la misma chispa de ironía cansada que ardía siempre en sus ojos.
– Vos leés demasiadas novelas policiales, pibe, si supieras cómo son verdaderamente las cosas… No es cierto que se pueda restablecer el orden, no es cierto que el crimen siempre se resuelve… No hay ninguna lógica. Luchamos para restablecer las causas y deducir los efectos, pero nunca podemos conocer la red completa de las intrigas… Aislamos datos, nos detenemos en algunas escenas, interrogamos a varios testigos y avanzamos a ciegas. Cuanto más cerca estás del centro, más te enredas en una telaraña que no tiene fin. Las novelas policiales resuelven con elegancia o con brutalidad los crímenes para que los lectores se queden tranquilos. Cueto tiene una mente tortuosa, hace cosas extrañas, asesina por procuración. Deja a propósito cabos sueltos. ¿Por qué hizo dejar la bolsa con la plata en el depósito del hotel? ¿El viejo Belladona tuvo algo que ver? Hay más incógnitas sin resolver que pistas claras…
Se quedó quieto, los ojos fijos en la ventana, hundido en sus pensamientos.
– Entonces te vas -dijo al rato.
– Me voy.
– Hacés bien…
– Mejor no despedirse -dijo Renzi.
– Quién sabe -dijo Croce, y la frase podía referirse a sus conclusiones sobre la muerte de Tony o al eventual regreso de Renzi al pueblo del que parecía irse definitivamente.
Croce se levantó con aire ceremonioso y le dio un abrazo; después volvió a sentarse, pesadamente, y se inclinó sobre sus notas y sus diagramas, abstraído, como ausente.
Mientras Croce siga en pie, Cueto nunca va a estar tranquilo, pensó Renzi mientras bajaba a la calle. La historia sigue, puede seguir, hay varias conjeturas posibles, queda abierta, sólo se interrumpe. La investigación no tiene fin, no puede terminar. Habría que inventar un nuevo género policial, la ficción paranoica . Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos. El criminal ya no es un individuo aislado, sino una gavilla que tiene el poder absoluto. Nadie comprende lo que está pasando; las pistas y los testimonios son contradictorios y mantienen las sospechas en el aire, como si cambiaran con cada interpretación. La víctima es el protagonista y el centro de la intriga; no ya el detective a sueldo o el asesino por contrato. Anduvo pensando en esos desvíos mientras caminaba -quizá por última vez- por las calles polvorientas del pueblo.
Volvió al hotel y preparó la valija. Los días que había pasado en el campo le habían enseñado a ser menos ingenuo. No era cierto que la ciudad fuera el lugar de la experiencia. La llanura tenía capas geológicas de acontecimientos extraordinarios que volvían a la superficie cuando soplaba el viento del sur. La luz mala de los huesos de los muertos sin sepultura titila en el aire como una niebla envenenada. Prendió un cigarrillo y fumó frente a la ventana que daba a la plaza, luego revisó la pieza para comprobar que no olvidaba nada y bajó a pagar las cuentas.
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