Ricardo Piglia - Blanco Nocturno

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En esta extraordinaria novela, Ricardo Piglia se confirma, incontestablemente, como uno de los escritores mayores en lengua española de nuestro tiempo.
Tony Durán, un extraño forastero, nacido en Puerto Rico, educado como un americano en Nueva Jersey, fue asesinado a comienzos de los años setenta en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Antes de morir, Tony ha sido el centro de la atención de todos, el admirado, vigilado, diferente pero también el fascinante. Había llegado siguiendo a las bellas hermanas Belladona, las gemelas Ada y Sofía, hijas de una de las principales familias del lugar. Las conoció en Atlantic City y urdieron un feliz trío sexual y sentimental hasta que una de ellas, Sofía, «quizá la más débil o la más sensible», desertó del juego de los casinos y de los cuerpos. Tony Durán continuó con Ada y la siguió cuando ella volvió a la Argentina, donde encontró su muerte. A partir del crimen, esta novela policíaca muta, crece, y se transforma en un relato que se abre y anuda en arqueologías y dinastías familiares, que va y viene en una combinatoria de veloz novela de género y espléndida construcción literaria. El centro luminoso del libro, cuyo título remite a la cacería nocturna, es Luca Belladona, constructor de una fábrica fantasmal perdida en medio del campo que persigue con obstinación un proyecto demencial. La aparición de Emilio Renzi, el tradicional personaje de Piglia, le da a la historia una conclusión irónica y conmovedora.
Situada en el impasible paisaje de la llanura argentina, esta novela poblada de personajes memorables tiene una trama a la vez directa y compleja: traiciones y negociados, un falso culpable y un culpable verdadero, pasiones y trampas. Blanco nocturno narra la vida de un pueblo y el infierno de las relaciones familiares.
Jason Wilson escribió en The Independent: «Ricardo Piglia ocupa un lugar muy alto en la literatura. Ha heredado la desconfiada inteligencia de Borges, su incansable y gozosa exploración de la literatura y su atracción por los oscuros bajos fondos. Las ficciones de Piglia son inventivas parábolas sobre las pesadillas recientes y pasadas de la historia de su país».

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Renzi entró tarde y tuvo que abrirse paso, y cuando se ubicó en un banco de madera cerca de Bravo sus ojos se cruzaron con los de Luca, que le sonrió tranquilo, como si quisiera trasmitir su confianza a los pocos que estaban ahí para apoyarlo. Renzi sólo lo miró a él durante toda la tarde porque le pareció que necesitaba sostenerse en la presencia de un forastero que verdaderamente creyera en sus palabras, y a lo largo de las dos o tres horas -no lo recordaba ya con precisión aunque había un reloj en la pared que daba las campanadas cada media hora y había sonado varias- Luca lo miró siempre que se sintió en apuros o sintió que había logrado expresar lo que quería, como si Renzi fuera el único que lo comprendía porque no era de ahí.

El juez de paz, desde luego, tenía posición tomada desde antes de empezar la así llamada audiencia de conciliación, y lo mismo pasaba con la mayoría de los presentes. Los que hablan de conciliación y de diálogo son siempre los que ya tienen la sartén por el mango y el asunto cocinado, ésa es la verdad. Renzi se dio cuenta enseguida de que el clima era de victoria anticipada y que Luca, con su mirada clara y los gestos calculados y calmos de alguien que siente la violencia en el aire, estaba perdido antes de empezar. El juez lo señaló con la mano y le cedió la palabra. Tardó un poco en decidirse y luego en empezar a hablar, como si vacilara o no encontrara las palabras, pero al final se paró, con sus casi dos metros de estatura, y se puso de perfil para poder mirar a Cueto, porque en realidad fue a Cueto a quien se dirigió.

Parecía alguien que tiene una afección en la piel y se expone al sol; después de tantos meses de vivir encerrado en la fábrica, ese lugar abierto y con tanta gente le producía una especie de vértigo. Regresar al pueblo y presentarse ahí, ante todos los que odiaba, a los que hacía responsables de la ruina, fue la primera violencia a la que se vio sometido esa tarde. Se sentía y parecía un pez fuera del agua. Cuando levantó la mano para pedir silencio -aunque no volaba ni una mosca-, Cueto se inclinó sonriendo y distendido hacia Saldías y le comentó algo en voz baja y el otro también sonrió. «Bueno, bien, amigos», dijo Luca, como si estuviera por empezar un sermón. «Hemos venido a pedir lo que es nuestro…» No habló directamente del dinero que estaba en juego sino de la certeza de que esa reunión era un trámite -un trámite molesto si uno tenía que guiarse por su actitud recelosa- necesario para que la fábrica siguiera en manos de quienes la habían construido, y que ese dinero -del que no habló- era de su familia y que su padre había decidido cedérselo como anticipo de la herencia de su madre -estaba destinado exclusivamente a levantar la hipoteca que pesaba sobre su vida como la espada de Damocles-. Habían sufrido ataques y acechanzas, habían sido sorprendidos en su buena fe por los intrusos que se habían infiltrado y llegaron a dominar la empresa, pero habían resistido y por eso estaban ahí. No habló de sus derechos, no habló de lo que estaba en juego, habló de lo único que le interesaba, su proyecto demencial de seguir adelante solo con esa fábrica construyendo lo que llamaba sus obras, sus invenciones, y esperaba que lo dejaran -«que nos dejen»- en paz. Hubo un murmullo, no se sabía si de aprobación o de repudio, y Luca siguió adelante mirando alternativamente a sus hermanas, a Cueto y a Renzi, los únicos que en esa sala parecían entender lo que estaba en juego. Habló sin levantar la voz pero con un aire de confianza y de seguridad sin reparar en ningún momento en la trampa en la que iba a caer. Fue un error catastrófico -avanzó sin pensar hacia la perdición, sin ver, enceguecido por el orgullo y la credulidad-. Era visible que sólo perseguía un sueño, que seguía un sueño tras otro, sin saber adónde iba a terminar esa aventura pero seguro de que él no podía hacer otra cosa que defender esa ilusión que a todos les parecía imposible. Dijo algo así, Luca, al terminar y Gainza, un viejo taimado que se pasaba las noches jugando al pase inglés en el casino clandestino de la costa, le sonrió con condescendencia y le dio la palabra al fiscal.

Luca se sentó y se mantuvo inmóvil hasta el final de la audiencia como si no estuviera ahí y quizá hasta había cerrado los ojos, sólo se le podían ver la espalda, los hombros y la nuca, porque estaba en la primera fila, frente al juez, y estaba tan quieto que parecía dormido.

Hubo un silencio y luego un murmullo y se levantó Cueto, siempre sonriendo, con una mueca de superioridad y de desgano. Era alto y daba la impresión de tener la piel manchada y un aspecto extraño, quizá por su postura a la vez arrogante y obsecuente. Inmediatamente centró la cuestión en el asesinato de Durán. Para que el dinero fuera reintegrado había que cerrar la causa. Estaba probado que el asesino había sido Yoshio Dazai, un clásico crimen sexual. No había confesado porque nunca se confiesan esos crímenes tan evidentes, no se había encontrado el arma asesina porque el cuchillo que usó para matar a Durán se encuentra en cualquier lado y son los clásicos cuchillos de cocina del hotel, todos los testigos coincidían en que vieron entrar y salir a Yoshio del cuarto a la hora del crimen. Desde luego Yoshio sabía de la existencia del dinero y había llevado el bolso al depósito con la esperanza de poder retirarlo cuando las cosas se calmaran. Cueto se detuvo y miró a todos. Había logrado cambiar el eje de la sesión y había logrado cautivar a los presentes con el recuerdo oscuro del crimen. La versión de los hechos que había dado el ex comisario Croce era delirante y sospechosa de demencia: que un jockey se disfrazara para parecer japonés y matara a un desconocido para comprar un caballo era ridículo y era de antemano imposible. Más ridículo era que un hombre que iba a matar a un hombre al que no conocía se llevara sólo el dinero que supuestamente necesitaba para comprar un caballo y se tomara el trabajo de dejar el resto en el depósito del hotel y no en la misma pieza donde había realizado su crimen.

– La carta y el suicidio pueden ser ciertos -concluyó-, pero cartas como ésas son las que Croce nos tiene acostumbrados a escribir en sus delirios nocturnos.

Cueto desplazó el centro de la cuestión y planteó el dilema con extrema claridad jurídica. Si Luca -en su condición de principal demandante- aceptaba que Yoshio Dazai había matado a Durán, la acusación seguía su curso, el caso quedaba resuelto y el dinero iba a su legítimo dueño, el señor Belladona. Si, en cambio, Belladona no firmaba ese acuerdo y mantenía su demanda, el caso seguía abierto y el dinero permanecía incautado durante años porque nadie iba a poder cerrar ese caso y las pruebas no pueden ser retiradas de los tribunales mientras la causa está abierta. Perfecto. La decisión de Luca cerraba el caso ya que se suponía que Durán había venido a traerle ese dinero.

Luca tardó un momento en entender, pero cuando entendió, pareció mareado y bajó la cabeza. Estuvo quieto un minuto y el silencio se extendió por la sala como una sombra. Había pensado que todo iba a ser un simple trámite y entendió inmediatamente que había caído en una trampa. Parecía sofocado. Cualquier decisión que tomara, estaba perdido. Tenía que aceptar que un inocente fuera a la cárcel si quería recibir el dinero, o tenía que decir la verdad y perder la fábrica. Se dio vuelta y miró a sus hermanas, como si ellas fueran las únicas que podían ayudarlo en esa situación. Y luego, como perdido, miró a Renzi, que desvió la mirada porque pensó que no le hubiera gustado estar en su lugar y que si hubiera estado en su lugar no habría aceptado la propuesta, no habría aceptado mentir y mandar a la cárcel por toda la vida a un inocente. Pero Renzi no era él. Nunca había visto a nadie tan pálido, nunca había visto a nadie tardar tanto en hablar para decir luego dos palabras: De acuerdo . Hubo otra vez un murmullo en la sala pero esta vez era distinto, como una comprobación o una venganza. Luca tenía un leve temblor en el ojo izquierdo y se tocaba la corbata como si fuera la soga en la que iba a ser ahorcado. Pero era Yoshio el que iba a ser condenado por un crimen que no había cometido.

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