Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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Lo esperé. El morro salió lentamente del garaje, él iba mirando al frente sin parpadear, su cara era como una piedra debajo de la gorra. Era fácil seguirle. A pesar de llevar una carroza tan impresionante estaba peor de reflejos que yo y más aún con la inseguridad que le había entrado. Hijo de puta, pensé, ojalá llegues a sentirte una mierda, un ser inútil, ojalá que sientas que tu vida no merece vivirse y que pruebes tu propia medicina.

Salió del pueblo y circuló unos veinte minutos hacia el siguiente pueblo, pero antes de llegar se internó por una zona residencial que yo conocía, Apartamentos Bre-mer, donde vivía Sebastian Bernhardt, protegida a cal y canto de los extraños por guardias de seguridad. Probablemente el Carnicero venía a consultarle su problema a Sebastian, lo que confirmaba la jerarquía del Ángel Negro por encima de Otto, Alice y Christensen. Me invadió una gran agitación, iba entendiendo el funcionamiento de esta comunidad de invisibles. Era Sebastian quien habría evitado durante todo este tiempo que hicieran demasiadas tonterías, que se expusieran demasiado y quien había buscado la forma de que tuvieran una vida exageradamente larga para no quedarse solo en un mundo ajeno. Él debía de infundirles confianza y los mantendría unidos bajo los lazos de la Hermandad. Él era quien aleccionaría a los jóvenes. Sería la abeja reina, y muerta la reina los demás no sabrían qué hacer. Para infundirles confianza les habría hecho creer que era invulnerable y que podía volverles invulnerables a ellos con un producto destinado únicamente a ellos.

A los tres cuartos de hora Heim salió por donde había entrado, su Mercedes negro se deslizaba por las calles de un planeta al que se habían adaptado como los insectos.

Me quedé por si Sebastian salía.

Sandra

Lo vi el jueves de improviso cuando iba a mi encuentro con Julián. En esta ocasión no tuve que dar muchas explicaciones al marcharme porque acababa de llegar Martín con algo que contarles a Fred y Karin dentro de la salita-biblioteca, cosas de ellos, de su Hermandad y de sus rollos patateros. Eran las tres y media y por una vez iba a llegar puntual al Faro. Salí con la sensación de que esta historia no podría durar mucho más. A Julián se le estaba acabando el dinero. A pesar de que no quería quejarse, a veces se le escapaba que ya no podía soportar el gasto del hotel y que tenía que poner la gasolina con cuentagotas. Tampoco un hombre de su edad podría aguantar más tiempo semejante ajetreo, y yo no podría seguir enredándome con esta gente y su mundo aparte. Tendría que llegar el momento en que este asunto estallara o en que cada uno nos fuésemos a nuestra casa. No había que decidir nada, lo decidiría el momento.

Salí de Villa Sol y en la calle sentí un latigazo en los ojos, en el cerebro.

¡Ese coche!

Dentro del coche estaba Alberto haciendo un crucigrama apoyado en el volante. Me quedé paralizada sobre la moto.

¡Alberto!

Lo llamé sin mover los labios, y él lo oyó sin oír. Volvió la cabeza hacia mí.

Aún seguía siendo él. Los mismos ojos, la misma boca. Salió del coche con unos vaqueros azul oscuro, una camisa de cuadros y un jersey por los hombros. Me alegró ver que no se había puesto la chupa que le regaló Frida. Se paró ante mí, yo continué sentada en la moto.

Pelo castaño claro sin peinar, frente y nariz rojas del viento y el sol. No era ninguna belleza. La cartera le asomaba por un bolsillo de atrás y llevaba desatado uno de los náuticos.

– Llevas desatado el cordón.

Lo miró sin hacer caso ni intentar agacharse para anudarlo.

– ¿Adonde vas? -dijo como si nos acabásemos de ver hacía cinco minutos.

– A ti qué te importa.

– Si te lo pregunto es porque me importa.

Estaba a unos metros de la casa y no había sido capaz de entrar a verme. Me dolía tanto que ya no le quería.

– No lo creo -dije-. Haré como que no te he visto.

El último orgullo que me quedaba me impidió llamarle cerdo.

– Y yo haré como que no he salido del coche, ¿verdad?

– Tú sabrás. Parece que tienes muy claro lo que tienes que hacer y lo que no.

– Sí, lo tengo claro. Y tú también deberías tenerlo, pero prefieres actuar a lo loco, sin medir las consecuencias.

– Siempre me estás amenazando.

– Estás amenazada, pero no soy yo quien te amenaza. Te dije que te fueras, que dejases esto.

Me gustaba mucho, quería que fuese el padre mi hijo, y también sabía que el día que dejase de gustarme lo odiaría.

– Todos me decís lo mismo, que me marche, pero ¿adonde?

– ¿Todos? ¿Quién más te dice que te marches?

– Es una manera de hablar. No puedo marcharme, me atan más cosas aquí que en cualquier otra parte.

– Anda, vamos a dar una vuelta en la moto -dijo subiéndose detrás de mí.

– ¿Adonde quieres ir?

– Vamos al Faro, hay una vista muy bonita desde allí.

Fue entonces cuando me acordé de Julián, que precisamente me estaría esperando en el Faro.

– ¿Al Faro? ¿Estás seguro? ¿No prefieres ir a la playa o al puerto?

– El Faro es un lugar más tranquilo. Además hay un enorme acantilado y podré tirarte desde allí. Nadie podrá encontrarte, es mentira eso de que el mar devuelve todo lo que se traga.

Ya había puesto en marcha la moto. Hacía viento y con la velocidad el viento se reforzaba. Tiré hacia el Faro, no podía disimular que conocía bien el camino, casi podría hacerlo con los ojos cerrados. Sin embargo, iba todo lo despacio que podía, me encantaba sentir a Alberto detrás. Me quitaba el viento, me protegía, era imposible que se le pasara por la cabeza hacerme algo malo. Me parecía que todo el tiempo en que no había estado con él había sido tiempo perdido, tiempo de tanteo.

Al llegar a la explanada donde no había más remedio que aparcar, vi el coche de Julián, que estaría en la heladería y que tal vez me habría visto llegar desde la ventana. Podría decirle a Alberto que tenía que ir al baño y que me esperara un momento y aprovechar para hacerle alguna seña a Julián, pero no quería perder ni un minuto de estar con él, así que dejé que Julián se aburriese y acabara marchándose o que hiciese lo que quisiera. Desde luego lo que no pensaba hacer era estropear este momento que me había venido a las manos cuando menos lo esperaba.

Pasamos entre las palmeras salvajes, pisando cantos y pequeñas rocas, hasta casi el precipicio. El mar arrancaba desde allí inmenso, azul en su mayor parte y verde en algunos trozos, al fondo se juntaba con el cielo. Sólo estábamos nosotros.

– Parece mentira -dijo refiriéndose al espectáculo que teníamos delante, o a nosotros dos, o a la vida en general.

«Parece mentira» fueron dos palabras maravillosas. Me cogió por los hombros y luego me besó. Fue un beso conocido, un beso esperado. Me supo mejor que la primera vez porque ya no había sorpresa, sólo el placer de su suavidad, de su calidez. Sentí su sexo contra mí y se retiró.

– Ahora no puede ser -dijo.

Yo le cogí una mano entre las mías. Era tirando a cuadrada y con dedos fuertes, algo insignificante en aquella grandiosa belleza del mar y el cielo, pero lo único realmente importante y capaz de darle sentido a la vida.

– ¿Y qué hay de tu marido?

– No estoy casada.

– Bueno, del padre de tu hijo -dijo escurriendo su mano de entre las mías y metiéndola en el bolsillo para sacar una cajetilla. Se encendió un pitillo.

– No tenemos relaciones. No estaba segura de quererle.

– ¿Y él te quería a ti?

– Creo que sí. Lo siento por él.

De pronto se volvió de espaldas al mar.

– Tengo que volver. Éste será nuestro sitio.

No quise preguntarle por esa chica con la que se le había visto en la playa. Tampoco quise preguntarle por Frida. La otra sería la chica de la playa y yo sería la chica del Faro. No quise estropear mi momento, mi oportunidad y mi rato de felicidad.

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