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Rafael Argullol: La razón del mal

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Rafael Argullol La razón del mal

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Premio Nadal 1993 Érase una vez una joven alegre, con ganas de vida y de amor. Trabajaba en una joyería de una ciudad de provincias, y no pudo resistirse a los encantos de un apuesto policía que la encandiló con sus locuras. Se casaron y tuvieron dos hijos. Acabaron viviendo en un pequeño apartamento de Valladolid, que ahora el hijo, ya mayor, recuerda con nostalgia. Vuelven a su mente los días luminosos en compañía de la madre, su figura inclinada sobre la tela que estaba cosiendo, sus charlas con las amigas y su figura esbelta que revoloteaba alrededor de las camas de los dos niños de noche, protegiéndolos de los males que la vida acarrea consigo. Todo cambió el día en que uno de los hijos murió en un accidente que nadie pudo evitar. Desde entonces, una locura callada se infiltró en la mente de la madre. El marido, un hombre agresivo y poco dado a expresar sus sentimientos, fue viviendo de su trabajo y desahogando su amargura con otra mujer. El hijo, testigo atento de tanto dolor callado, fue creciendo hasta convertirse en un adulto más acostumbrado al recuerdo que a la acción. En ese mundo donde las emociones se guardan en sobres cerrados, de repente surge la posibilidad de una vía de escape: un viaje de la familia a Madrid, que la mujer aprovechará para rebelarse contra el destino que le ha tocado en suerte. El testimonio de este gesto está en una carta destinada al hijo, unas palabras que sería mejor no leer y que finalmente quedarán en la mente de quien narra como una muestra más del pacto que nos une a la vida: nadie vive como debe ni como quiere, sino como puede… El resto está a cargo de nuestra imaginación.

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De todos modos no dejaba de ser, la suya, una relación especial. Sólo se veían, con rigurosa puntualidad semanal, en el París-Berlín. Nunca en otro lugar ni en compañía de otras personas. En otra época lo habían intentado, sin resultado. Mezclaron amigos y mujeres. No funcionó. Pronto desistieron. Habían llegado tácitamente a la conclusión de que su amistad era de aquellas que soporta mal la mezcolanza y las intromisiones. Una amistad sin espectadores. A no ser que lo fueran indirectos como lo eran los otros comensales del París-Berlín.

Era un lugar que contribuía al mantenimiento de su intimidad. El París-Berlín era un restaurante sin pretensiones, de aquellos en que los platos del día todavía se apuntaban en la puerta de cristal de la entrada. La comida era buena, aunque algo severa y, desde luego, alejada de toda sofisticación. La única sofisticación del París-Berlín era su nombre cosmopolita, cuyo origen nadie sabía explicar. Como consecuencia, la clientela tampoco era sofisticada. La mayoría tenía aspecto de viajante de comercio y esto chocaba un poco en una época en la que, precisamente, los viajantes de comercio trataban por todos los medios de disimular su aspecto. Como es lógico se hablaba principalmente de negocios. También de deportes y, algo menos, de aventuras eróticas. Sin embargo, reinaba una modesta discreción, como si los clientes se hubieran puesto de acuerdo en respetar la austeridad del restaurante. David y Víctor siempre ocupaban la misma mesa, reservada para ellos todos los miércoles.

A excepción de estos encuentros, que ambos perpetuaban con evidente cuidado, sus vidas habían tomado derroteros muy distintos. David Aldrey siempre había sido un sedentario. Nunca le había gustado demasiado viajar, y había acabado por odiarlo. Llevaba una existencia meticulosa que transcurría entre su casa y el hospital. Decía amar a su mujer y a su hijo adolescente a los que veía por las noches, del mismo modo en que decía soportar a sus enfermos, a los que dedicaba los días. Todo el mundo afirmaba de él que era un psiquiatra muy competente aunque poco espectacular y, quizá, excesivamente tradicional. Era difícil saber qué era lo que se quería indicar con tales afirmaciones, pero era cierto que el doctor Aldrey tenía una visión tradicional y poco espectacular del dolor: lo detestaba. Por eso no estaba contento con su profesión. En cualquier caso tampoco era de los que creía que uno tomaba una profesión para estar contento. No veía que hubiera relación o, al menos, no se lo preguntaba. Había escogido en su juventud y era suficiente. La familiaridad con la locura le había quitado las ganas de interrogarse sobre su propio destino. Cumplía a secas con él.

Víctor Ribera envidiaba secretamente esta faceta de su amigo. A él le ocurría lo contrario: se interrogaba demasiado. No estaba seguro de nada. Nunca lo había estado y cuando repasaba lo que había sido su vida, lo cual trataba de evitar, encontraba confirmación a sus dudas. Tampoco creía cumplir un destino pues, para que esto fuera así, hubiera sido imprescindible que una fuerza exterior lo cegara, arrastrándole hacia adelante. No lo había conseguido. De ahí que hubiera tenido que cambiar continuamente de escenario. Sucesivos países, sucesivos amores: estaba cansado. El cansancio había aparecido súbitamente y desde entonces no lo había abandonado. Las excusas se agotaban. Le quedaba la fotografía, su trabajo, pero sentía que también éste se agotaba.

Es verdad que su última exposición había sido un éxito notable. Sin embargo, para Víctor era como la gota que faltaba para colmar el vaso. El día de la inauguración sintió náuseas, lo que demostraba que se desvanecía el último vestigio de vanidad. El resultado era intolerable porque afectaba, además de a la mente, al estómago. Se vio como un perfecto payaso en medio de la gente que atiborraba la sala. A nadie le importaban sus fotografías. A él tampoco. De lo que más se arrepintió es de haber puesto aquel título solemne y ridículo: El Instante Decisivo . ¿Para quién era decisivo? Para nadie. Miraba de soslayo su colección de caras tensas mientras oía el estruendo de risas a su alrededor. No tenía ningún sentido. El paracaidista a punto de lanzarse, el atleta justo antes de empezar la carrera, el cirujano blandiendo el bisturí: había tenido la pretensión de atrapar con su cámara momentos únicos. Pero, allí colgados, eran momentos completamente falsos. En lugar de rostros concentrados en el supremo esfuerzo eran rostros cansados. Él les había transmitido su cansancio. Sentía que tenía razón en envidiar la sosegada energía de David.

Aquel miércoles se despidieron como lo hacían todos los miércoles. Sabían que durante siete días no tendrían la menor noticia el uno del otro y que a la semana siguiente, puntualmente, se reanudaría esa conversación que, casi como un milagro, se mantenía imperturbable desde hacía años. Sabían que, entretanto, el mundo no cambiaría y que, consecuentemente, tampoco ellos lo harían. Pero se equivocaban.

Al cabo de los siete días preceptivos, cuando se reunieron de nuevo, el París-Berlín ofrecía el aspecto habitual. Poco importaba que algunos clientes hubieran cambiado: las caras eran las mismas. Los gestos y los diálogos, también. En esta ocasión predominaban los comentarios sobre un trascendental partido de fútbol celebrado el domingo anterior y ello daba lugar a análisis divergentes. Los camareros, con sus chaquetas blancas algo raídas, aunque conservando el decoro que proporcionaban largos años en el oficio, se movían de mesa en mesa dejando caer, esporádicamente, sus propios comentarios. Era lo acostumbrado. Durante su almuerzo la conversación entre David y Víctor circuló, asimismo, por los cauces acostumbrados. Únicamente cuando ya estaban tomando el café David aludió a algo que parecía preocuparle:

– ¿Recuerdas que el otro día te dije que en el hospital teníamos mucho trabajo?

– Sí -contestó Víctor recordando vagamente.

– Pues esta última semana ha aumentado todavía más.

Víctor miró fijamente a su amigo. No adivinaba qué era lo que quería decirle.

– Quizá sea una mala racha.

Es lo único que se le ocurrió decir. Entonces advirtió que David estaba algo pálido. Lo encontró más viejo, aunque era absurdo que hubiera envejecido de una semana a otra. La vejez no aparecía de golpe. ¿O podía ser que sí? Su compañero le interrumpió:

– Es posible. Pero empieza a ser excesivo.

Víctor notó que David quería hablar de su trabajo. Era raro. Casi nunca lo hacía. Preguntó:

– ¿A qué te refieres?

– La semana pasada hubo cincuenta ingresos. Ésta, más de un centenar. El hospital está lleno. Lo mismo sucede en los otros hospitales. Y en las clínicas. Nadie lo entiende.

– Pero, ¿quiénes son los que ingresan? ¿De qué se trata?

David se tomó un tiempo antes de responder. Sorbió los restos de su café.

– La verdad es que no sabemos de qué se trata -dijo, mirando al fondo de su taza-. No tenemos ni la más remota idea. Al principio, cuando se presentaron los primeros casos aislados, sí creíamos saberlo. Neurosis depresivas que no tenían nada de extraordinario. El problema vino después. El número de casos era ya demasiado grande. Las características de los enfermos han acabado de desorientarnos.

Víctor sabía que David era poco partidario de las fáciles alarmas, y aún menos como médico. Pero, por primera vez en su vida, lo veía alarmado.

– ¿Cuáles son estas características?

David casi no le dejó terminar su pregunta.

– Todos los casos parecen calcados. Cuando llegan al hospital presentan ya síntomas graves. Nos los traen sus familiares y siempre dicen lo mismo: han intentado cuidarlos en casa pero no aguantan más. No comprenden lo que les ha sucedido, así de repente, de la noche a la mañana, sin que antes hubieran podido advertir nada. Eran muy normales. Los familiares insisten en eso: eran muy normales. De pronto cambiaron. Se mostraron indiferentes. Perdieron el interés por todo. Sus familias dejaron de interesarles y sus trabajos, también. Ellos mismos dejaron de prestarse atención. Se abandonaron por completo. Olvidaron toda actividad. Incluso era difícil lograr que comieran. Cuando nos los traen su apatía es total. Los que nos los traen están desesperados. Repiten una y otra vez: eran muy normales. Siempre habían sido muy normales.

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