– Bueno, cuando os pongáis de acuerdo, nos lo decís.
Gilabert me advierte al oído que se trata de Avellaneda y de Pierre Menard, dos autores de falsos Quijotes . Movido por mi nuevo instinto crítico y realista, aventuro unas palabras del Eclesiastés :
– Vanidad de vanidades, todo es vanidad.
Al oírme, Gilabert alarga en su rostro una sonrisa sarcástica, mientras su rocín agradece la constancia del agua. Cuando me fijo en unas encinas próximas, distingo al bachiller Sansón Carrasco y a Cervantes tumbados a la bartola en dos hamacas de cuerda. Sin decir una sola palabra, escuchan la conversación comiendo un racimo de uvas que dejan reposar sobre sus indolentes barrigas escasas. Frente a ellos, un viejo de prolongada barba blanca y ojillos diminutos, conversa con un joven que juega a introducirse en la boca una Luger de doble cañón.
– Ya se lo advertí en el final de Niebla , don Miguel; lo ve, lo ve cómo es usted el que murió y fue enterrado; yo sigo viviendo y, precisamente porque sigo viviendo, puedo suicidarme cuando me dé la gana, sin el consentimiento de usted.
– Me tienes hasta las barbas, Augusto Pérez de las narices, ojalá no te hubiera creado en aquella discreta tarde de abril en la que inevitablemente te soñé. Pero, muchacho, no te hagas ilusiones, porque ni existes, ni has existido, ni existirás.
– Ya lo creo que existo. Como dijo aquel melancólico francés: pienso, luego existo.
– Pérez, eso es un soberano disparate, el que pienso soy yo, para crear en ti la ilusión de pensar.
Augusto Pérez tarda unos segundos en concebir la nueva argucia senil de su creador. Luego sonríe y dice acercando la Luger a su sien:
– ¿De verdad quiere usted escuchar el seco disparo que me haga perecer?
– No hagas tonterías, muchacho -exclama el autor haciendo desaparecer la Luger con una goma de borrar-. Además, ¿no te das cuenta del anacronismo que supone esa arma en este pasaje del Quijote ?
– Pero qué ha hecho, don Miguel, mucho más anacrónica es la empresa de Pierre Menard, y mírelo allí qué contento vive junto a Avellaneda.
Con inocencia temeraria, Gilabert pregunta a todos desde su rocín:
– Por favor, ¿saben ustedes quién es el autor de esta novela?
Tras un silencio tenso, Unamuno se acerca a nosotros y se detiene señalando a Gilabert. Luego se arrodilla y, visiblemente emocionado, besa las pezuñas del rocín.
– ¡Maestro don Quijote, es usted el único autor, el único, el único!
Gilabert se intranquiliza y muestra su desconcierto. Unas risotadas procedentes de las hamacas nos llegan a todos haciéndose evidentes a pesar del sonido del agua. Hasta mi jumento, que mira ahora a Gilabert, parece sorprendido frente a esta súbita alteración de identidades. Despacio, con el silencio de todos, Gilabert desciende de su rocín. Un líquido oscuro comienza a brotar de la punta de su lanza. Se mira las manos, se las huele, se las vuelve a mirar. Unamuno se apresura a levantarse del suelo y a llegar hasta él para darle un abrazo. Luego besa el suelo y llora y palpa con las manos el simbólico líquido negro.
– ¡Lo veis! -grita mirando a todos con ojos desorbitados y felices-. ¡Está fluyendo tinta de su lanza, está fluyendo tinta, os lo dije, os lo dije! ¡Él es el único autor! ¡Muera el cervantismo! ¡Viva el quijotismo!
Incorporándose violentamente sobre la hamaca, Cervantes ha enmudecido con un rostro de pánico. Con estupefacción, todos observamos la copiosa fuente que ahora comienza a teñir las aguas del arroyo.
¡Oh musas! ¡Oh alto ingenio, ayudadme a describir este instante mágico! Tras un silencio que termina fulminando las aguas del arroyo, me fijo en los ojos de Gilabert y en cómo su cara de caballero andante progresa hacia la de un viejo rollizo y casto. Gilabert se ha convertido en Virgilio y yo en Dante. De inmediato, nos percatamos de que Alguien ha hecho desaparecer los animales y los otros personajes del Quijote. Tampoco están ya las estrellas del cielo. Con incomprensible ánimo resolutorio, nos adentramos ahora en una selva oscura y, después de caminar durante un buen rato, descendemos por una inmensa garganta fangosa que termina abriéndose a un valle pestilente y húmedo.
– Son éstos los umbrales del infierno -me dice mi maestro, en italiano vulgar-. ¡Cuan lejos estamos todavía de tu Beatriz!
Precedida por gritos desconsolados que el fétido aire propaga, arribamos a una región poblada por réprobos condenados a nadar por una superficie acuosa que bulle en grandes burbujas oscuras. En la orilla de ese martirio líquido, unos demonios fustigan a todos los desdichados que, al no poder resistir las quemaduras, escapan y corren unos segundos sobre la arena de la playa.
– Nos hallamos en el círculo de los soberbios -me dice Virgilio en voz baja.
Piensa, lector, el miedo que me entra al acceder a estas imágenes. Cercados en una jaula de metal enrojecido por el calor, distingo, entre un grupo de pecadores, a Farinatta y a Filipo Argenti. Junto a ellos, Mario Duque, Bernard Satie y Silvio Lesconi están jugando al volley-playa con un mapamundi. [35]-Están condenados a jugar por los siglos de los siglos -me dice el autor de la Eneida con sonrisa maliciosa-, cuando no pueden más y desfallecen sobre la arena, esos demonios que ves allí les pinchan en el trasero.
Entre los demonios más próximos a nosotros, reconozco a Fernando Savater y a E. M. Cioran. Ambos se regocijan al contemplar a Lesconi y a Duque en sus últimos esfuerzos por mantenerse en pie. Cuando Duque cae sobre la arena, Savater deja su tridente en el suelo y le pide a Belcebú que le preste un gran puro habano que está fumando. Lo toma con elegancia, da un par de caladas para avivar la brasa y lo aplica en la nalga de Mario Duque.
– ¡Fot-li, fot-li! -dice en un sorprendente e intraducible catalán el pensador rumano. [36]
Al notar el quemazo sobre la piel, Mario Duque se levanta de un salto para seguir jugando al volley-playa. Le toca sacar a él. Lanza el mapamundi, le pega en el aire con toda la fuerza que puede, pero la esfera de colores no sobrepasa la red. Todos los de su equipo le miran con odio, pero él está acostumbrado a eso ya desde la otra vida y se muestra indiferente. En el equipo de Mario Duque, Silvio Lesconi y Bernard Satie, veo a un enorme gordo parecido a Orson Welles. Enfangado hasta el cuello, repite mecánicamente una palabra sin parar: «Rosebud, Rosebud, Rosebud».
– Es Charles Foster Kane -me comunica mi guía-, otro condenado en este círculo de los soberbios. Está obligado a repetir esa palabra durante toda la eternidad.
El hedor es ahora insoportable, pero cuando mi guía hace ademán de proseguir, me fijo en Filipo Argenti, que parece retorcerse en una última exhalación de muerte.
– Maestro, antes de que nos marchemos de este lago, déjeme deleitarme viendo el padecimiento de este réprobo.
Virgilio me concede ese tiempo perverso y luego proseguimos elevándonos por un desfiladero que no aminora en nada el tufo ni los quejidos procedentes de abajo. Cruzamos dos nuevos valles y, al llegar a un sendero de polvo, observo un arbusto de cuyas ramas surgen juntas sangre y palabras.
– Es Pier della Vigna, pésimo poeta y protonotario de Federico II -me advierte mi maestro mirando la planta con desdén.
Junto a Pier della Vigna, reconozco a Ugolino royendo infinitamente la nuca de Ruggieri degli Ubaldini. Cuando levanta la cara para descansar, aprovecha para secarse la boca sanguinaria con los pelos del pecador. Asqueados por esta imagen, proseguimos nuestro camino, mi guía primero y yo después, hasta llegar a una fuente de lava. Cuando se gira, mi maestro ya no es Virgilio, ni don Quijote, sino simplemente Gilabert.
– López -me dice con nuevas lágrimas en los ojos-, hemos soñado con las dos mayores amistades de la literatura, la de don Quijote y Sancho y la de Virgilio y Dante; pero ahora se acerca el fin y la realidad nos será hostil, López, ya lo verás, muy hostil.
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