Carlos Cañeque - Quién

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Premio Nadal 1997
¿Quién es el auténtico autor y protagonista de esta novela? ¿Acaso el desdichado y jocoso Antonio López, que se sienta todos los días delante de su "querido ordenador" con el fin de escribir un libro que le permita ganar un premio literario y en consecuencia abandonar "su doloroso anonimato"? ¿Tal vez el viejo editor G.H.Gilabert, que todas las tardes se reúne con su directora literaria para imaginar una novela interactiva en CD ROM sobre un fracasado profesor de literatura llamado también Antonio López? ¿O quizás el misterioso traductor que introduce unas notas a pie de página, hilarante parodia de la perversidad erudita de la crítica literaria? En el centro de ese laberinto lleno de referencias a personajes reales e inventados, de ficciones virgilianas y quijotescas, se sitúa el lector, que no tardará en entrar en el juego y ganar la partida al otro lado del espejo. A la sombra de la mirada perdida de Borges, del sarcasmo de Cioran, de la melancolía de Fernando Pessoa, Carlos Cañeque nos conduce por estas páginas donde predomina el humor y el goce por la literatura. Los grandes temas de este fin de siglo, lo fragmentario, la conciencia del fracaso, la dificultad de crear, la soledad, la neurosis, las fantasías de la aldea global, desfilan por estas páginas. Pero finalmente el universo literario, la novela que nadie escribe pero el lector lee, se erige en auténtico protagonista de Quién.

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– Señor, su señora quiere hablar con usted.

Gilabert tomó el auricular y se lo llevó a la oreja.

– Gustavo, la niña se ha puesto muy mal; otra vez tiene cuarenta de fiebre y casi no puede respirar. He llamado al médico y le he convencido de que viniera a casa, y cuando ha venido me ha dicho que tiene una faringitis obstrusiva.

– ¿Y qué es eso?

– Es como si se le hubiera cerrado la garganta; no puede respirar bien; me ha dicho que si sigue así, por la noche la tendríamos que internar, porque se dan casos de asfixia en los que tienen que hacerles una traqueotomía, o sea, una perforación en el cuello para oxigenarles con un tubo. Gustavo, estoy muy asustada, y como además te vas la semana que viene al congreso de Puerto Rico…

Gilabert se llevó la mano libre a la cabeza y se atusó un poco el cabello. Luego observó los oscuros matorrales, la cara atenta del conserje, y al fondo, en la calle, a Matías Mora ensayando el movimiento afeminado de su sand blaster.

– No te preocupes, voy para allí ahora mismo, y si la niña no mejora en cuatro días, anularé lo de Puerto Rico.

Intimidada por el sonido del teléfono, la secretaria introdujo en una bolsa grasienta de papel el trozo de pasta dulce que le quedaba. Luego apretó la bolsa hasta arrugarla y esperó unos segundos para poder terminar de masticar y tragar.

– Departamento de veterinaria, buenos días.

– ¿Podría hablar con el doctor González Villanueva?

– El doctor González Villanueva está reunido. ¿De parte de quién, por favor?

– Soy Andrés Miguel Esteve.

La secretaria recordó el interés de González Villanueva por localizar a Esteve, así que dijo «un momento» y se apresuró a girar su silla abatible y a salir casi corriendo hacia la sala de reuniones. Cuando llegó, llamó con los nudillos a la puerta, abrió sin esperar y anunció con voz queda el nombre del filólogo.

– Pásamelo a mi despacho -ordenó el veterinario, después de dejar de escribir en un gráfico en la pizarra que encabezaban las siguientes palabras: «Ratas, ciclos endogámicos».

Cuando llegó a la cómoda silla de su despacho, se reclinó hacia atrás y puso los pies sobre la mesa, como hacía cada tarde para hacer la siesta. Luego, como si fuera real, depositó el cigarrillo mentolado de plástico sobre el cenicero, cogió el teléfono con las dos manos y mostró una sonrisa de oreja a oreja:

– Andresito, coño, llevo más de un mes buscándote. Has desaparecido, ¿dónde estás?

– Llegué ayer. He estado tres semanas en Buenos Aires y luego en Montevideo, en un congreso sobre Homero… Ayer abrí el paquete que contenía la novela que me enviaste y las dos cartas y los fax… Oye, pero esto debe de ser una broma que tú me haces o alguien nos hace…

El veterinario frunció el ceño desconcertado.

– No…, no creo… ¿por qué?

– Bueno, pues porque ayer, cuando llegué, que llegué tarde y por eso no te llamé, estuve hojeando un poco la novela (por cierto, no tengo ni la menor idea de quién puede ser su autor) y me llamó la atención el hecho de que las cartas que me escribiste y adjuntaste con el paquete se reproducen literalmente dentro.

– ¿Cómo dentro?

– Dentro de la novela.

– Eso será porque tu secretaria las debió traspapelar y las incluyó…

– No, es muy evidente que forman parte de la novela; tienen el mismo formato, la misma tipografía y están numeradas correlativamente con el resto de la novela.

González Villanueva bajó sobresaltado los pies de la mesa y se incorporó.

– Pero eso es imposible, Andresito… -Hizo una pausa como para pensar-. Andresito, no me jodas, ¿cómo van a estar dentro si yo escribí esas cartas después de cerrar el paquete?

– Ángel, no vamos a discutir ahora sobre lo que es posible y lo que no lo es porque estoy con el jet lag y me encuentro muy espeso… Mira, mañana te llevo el paquete que me enviaste a tu despacho y lo compruebas con tus propios ojos…

– Andresito, coño, es imposible, es lo mismo que si me dijeras que esta conversación que estamos teniendo tú y yo ahora por teléfono, después de colgar, vas y te la encuentras en la novela.

– Coño, Ángel, no creo haber tenido una alucinación; estoy un poco cansado por el cambio de horario, pero a esto llego. Si tú no sabes nada, entonces seguro que nos han gastado una broma.

– Pero, ¿quién?

– Yo qué sé, tu secretaria, algún alumno, esto pasa a veces… Pero mañana te lo llevo y lo ves.

Hoy la tierra y los cielos me sonríen, hoy llega al fondo de mi alma el sol, hoy la he visto, la he visto y me ha mirado… ¡Hoy he salido de mi angustioso periodo de impotencia sexual! La Gálvez y yo lo hemos celebrado con tres gloriosos sacrificios que hemos dedicado a Homero. [33]Tras esta serie de actos (que hemos sabido aderezar con entremeses y algunas otras guarrindongadas de naturaleza coprofílica), hemos permanecido exhaustos, durante más de tres horas de inmovilidad casi letal, tendidos en el suelo de la cocina. Luego, con el último sol de la tarde (que hemos visto avanzar en la pared y en el techo enmarcado por la sombra rectangular de la ventana) nos hemos ido recuperando hasta entrelazar nuestras manos y volver a mirarnos con una cursilería de querubines. Al incorporarme, eufórico, he llamado a mi nuevo psicoanalista argentino para narrarle el prodigio y comunicarle el auspicioso rumbo hacia el amor que ha reemprendido mi vida. Pero él, rutinario, ha tipificado mi caso como un simple ejemplo de regresión libidinosa.

Todavía disponía de tiempo para llamar a su mujer y hacer unas compras en la duty free . Se habían encontrado ya varias veces en la cafetería, en el quiosco y en la cola para facturar el equipaje, pero -tal como habían convenido- apenas intercambiaron una sonrisa cómplice. Luego, en el vuelo, si no veía a nadie que pudiera reconocerle, ya tendría la posibilidad de encontrar algún pasajero al que no le importase cambiar de asiento para permitirles estar juntos. La joven mulata se había demorado en el quiosco, donde adquirió -para entretenerse durante el vuelo- una buena pila de revistas del corazón. Gilabert, por su parte, había estado curioseando entre los libros para comprobar que estaban los que tenían que estar de su editorial. El de los castillos de Cataluña se encontraba privilegiadamente situado en una mesa del centro.

– ¿Qué tal se está vendiendo éste? -preguntó Gilabert a la cajera.

– Bastante bien, lo compran para regalar.

Al encaminarse a llamar por teléfono vio a Sandra cómodamente instalada en uno de los sillones de la sala en la que no tardarían en embarcar para San Juan de Puerto Rico. Llevaba unas gafas oscuras y una falda verde loro que le daban un aspecto algo comprometedor. Para sus adentros, Gilabert pensó que algunas mujeres están mejor desnudas, en su estado natural. Abrió la bolsa de mano y comprobó, una vez más, que llevaba el pasaporte, los billetes y los traveller checks . También estaba allí La vida breve , la novela de Juan Carlos Onetti que volvería a leer más de veinte años después. Recordó el argumento de esa novela y se preguntó cuál sería su impresión al volver a leerla. Tal vez le sugeriría algunas ideas para la suya. Pensó que el alcohólico Brausen, recostado en la cama junto a Gertrudis, soñando e inventando personajes a partir de las voces que escucha en el apartamento de la prostituta, no se hallaba muy lejos de él ni de este viaje que ahora emprendía junto a Sandra.

Descolgó el teléfono y marcó. Primero habló con su secretaria y después con Flores. En el despacho también había contado lo del congreso de editores, sabiendo a ciencia cierta que Flores no se lo creería. Pero le daba igual, total, era un empleado con el que a partir de ahora guardaría más las formas (ni siquiera le transmitió su entusiasmo por haber visto el libro de los castillos de Cataluña tan bien situado en la mesa central del quiosco). Luego llamó a su mujer. La niña ya llevaba varios días con su madre y la fiebre y lo de la faringitis obstrusiva era ya un episodio pretérito sin importancia. En el bar, frente a la repentina inspiración provocada por un segundo café, extrajo de la bolsa de mano su libreta de notas y escribió: «La novela podría comenzar en el aeropuerto, con el viaje a Puerto Rico de Luis y Teresa. En una sucesión de flash backs , la narración podría progresar hasta mostrar la relación precedente que existió entre Antonio y Teresa. Cronológicamente, el final coincidiría con el momento en que Antonio muere en el acto de concesión del premio y el lector no conocería la verdadera trama hasta leer ese final, que podría dar a la novela un tono de thriller ». De esta enrevesada alternativa estructural, le distrajo la voz excesiva de la megafonía: «La compañía Iberia anuncia la salida de su vuelo 3856 con destino a Roma…». Consultó su reloj. Todavía faltaban más de cuarenta minutos para su embarque en la puerta 23. Guardó la libreta y se incorporó para ver a su clandestina compañera de viaje. Con sus colores estridentes y sus tacones demasiado altos, seguía llamando la atención mientras leía la revista Pronto .

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