Carlos Cañeque - Quién

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Premio Nadal 1997
¿Quién es el auténtico autor y protagonista de esta novela? ¿Acaso el desdichado y jocoso Antonio López, que se sienta todos los días delante de su "querido ordenador" con el fin de escribir un libro que le permita ganar un premio literario y en consecuencia abandonar "su doloroso anonimato"? ¿Tal vez el viejo editor G.H.Gilabert, que todas las tardes se reúne con su directora literaria para imaginar una novela interactiva en CD ROM sobre un fracasado profesor de literatura llamado también Antonio López? ¿O quizás el misterioso traductor que introduce unas notas a pie de página, hilarante parodia de la perversidad erudita de la crítica literaria? En el centro de ese laberinto lleno de referencias a personajes reales e inventados, de ficciones virgilianas y quijotescas, se sitúa el lector, que no tardará en entrar en el juego y ganar la partida al otro lado del espejo. A la sombra de la mirada perdida de Borges, del sarcasmo de Cioran, de la melancolía de Fernando Pessoa, Carlos Cañeque nos conduce por estas páginas donde predomina el humor y el goce por la literatura. Los grandes temas de este fin de siglo, lo fragmentario, la conciencia del fracaso, la dificultad de crear, la soledad, la neurosis, las fantasías de la aldea global, desfilan por estas páginas. Pero finalmente el universo literario, la novela que nadie escribe pero el lector lee, se erige en auténtico protagonista de Quién.

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He pensado en llamar a Teresa por teléfono. Conseguiré su número en la secretaría de la facultad y la llamaré mañana mismo.

Acabo de hablar con Teresa hace menos de diez minutos. Primero ha cogido el teléfono su madre, con la que me he mostrado muy cortés y educado (las madres son siempre unas aliadas fundamentales en el amor). Luego se ha puesto ella. Su voz en el teléfono me ha parecido extraña.

– Hola, ¿qué tal?, ¿cómo está?

– No, Teresa, por favor, no me trates de usted… Te llamo porque he encontrado un artículo que podría interesarte para tu tesis. Un artículo de Harold Bloom sobre la idea de la máscara.

– ¿Ah sí?, qué bien, me lo puede… bueno, me lo puedes dejar en la secretaría del departamento; dáselo a Mercedes, ella me conoce.

– Bueno, yo preferiría entregártelo personalmente, así te lo comentaría y podríamos hablar un poco de…

– Me parece muy bien, ¿dónde quedamos?

La he citado aquí en el apartamento mañana a las seis. Ha estado muy simpática y no ha parecido sorprendida por el hecho de que la llamara a su casa. Ni siquiera por haberla citado aquí. Es increíble, sólo estoy a menos de veinticuatro horas de una cita segura con Teresa Gálvez en mi apartamento. Por un momento temo que el cannabis que me veré obligado a fumar para desinhibirme sea excesivo y que haga que me lance precipitadamente a sus brazos para besarla. Tendré que contenerme porque todo se puede estropear con una caricia torpe o una insinuación a destiempo. Ella podría llegar a denunciarme como un caso claro de acoso sexual; e incluso me podrían quitar la plaza de funcionario que tan penosamente conquisté. Tal vez podría optar por no fumar canutos antes de verla, pero entonces me sentiré rígido y mi fino sentido del humor se verá mermado en los brillos esenciales que lo caracterizan. El sentido del humor es un arma fundamental en el amor. Conseguir la risa y la ironía -ese distanciamiento que nos hace a un mismo tiempo actores y espectadores- supone ya verse inmerso en el fluido resbaladizo de la seducción. Como el sexo, el humor es algo que mejora con la improvisación. Es una complicidad vedada a cualquier premeditación, porque ha de ser espontáneo, natural, como los solos de trompeta en la música de jazz. Es imposible buscarlo porque entonces no viene (nada tiene menos gracia que los alevosos chistes de Llorens). El humor de Jardiel Poncela, por ejemplo, me parece demasiado obvio, suena a astracanada y a chiste (aunque muchos me odiarían sólo por pensar esto), sobre todo si se compara con el del Gran Parodiador. El final de «Tres versiones de Judas» me hace desternillar de risa cada vez que lo leo: Runember errando por las calles de Malmö rogando a voces que le sea deparada la gracia de compartir con el Redentor el Infierno. Tal vez le diga a Teresa Gálvez que llevo varios días errando y gritando su nombre por las calles de Malmö. Las personas sin sentido del humor constituyen una subespecie humana con la que nos vemos obligados a tratar. Pero todavía son mucho más insufribles los «graciosos» (en esto, el pobre Llorens es medalla de oro desde hace muchas olimpíadas) que nos abruman con la pose permanente de su supuesta ironía o de sus chistes (en general, odio los chistes; constituyen un camino idóneo para despojar al humor de toda inteligencia).

A Teresa Gálvez le hablaré de mi proyecto de novela y de Gilabert, pero, tengo que tenerlo claro una vez más, nunca le dejaré leer estas páginas que escribo, ya que son una reflexión personal e intransferible que, por lo demás, seguro que le horripilarían. Voy a comenzar mi novela ahora mismo, así podré decirle sin mentir que ya tengo parte del primer capítulo: «Gustavo Horacio Gilabert estaba soñando que hablaba con su hermano Miguel -muerto hacía más de quince años de un infarto de miocardio- cuando le despertó el nervioso movimiento de sábanas de su mujer. La señora Gilabert saltó de la cama para socorrer a su nieta, quien, en la habitación de al lado, prorrumpía en un llanto agudo hasta lo inhumano, parecido a una trompetilla de feria».

Ya he comenzado mi novela. Es curioso que lo haya hecho en el momento de mayor adversidad, en el momento en que Gilabert parecía haberme abandonado definitivamente. Creo que el amor podría llevarme a la escritura. Sí, es posible que Teresa justifique mi supremo esfuerzo hacia la gloria y que la novela se convierta en una carta de amor que yo le escribo a ella. No concibo otra forma mejor para pasar mis tardes que fumando cannabis, fornicando e imaginando con Teresa Gal vez pequeñas historias para Gilabert. En este sentido, seré mucho menos egocéntrico que los poetas románticos: no la apartaré de mi lado cuando me llegue la inspiración que ya siento próxima (como hicieron los románticos con sus amantes, de las que hablan como si fueran parte decorativa del paisaje), pues quiero compartir con ella el acto mismo de la creación, aquel momento de plenitud que nos hará felices a los dos.

Estoy emocionado porque mañana, a esta hora de la tarde, Teresa Gálvez estará sentada aquí junto a mí. Ya presiento su cuerpo, su mirada. Me levanto, cojo un ejemplar de La morfología en los cuentos de Borges de una de las cajas y escribo sin pensar la dedicatoria definitiva: «A Teresa, en cuya cara está contenido el universo». Me vuelvo a levantar y escondo las cajas en un armario para que no tenga que explicarle el fracaso de mi libro. Tendré que ir a comprar algunas bebidas y acordarme de poner agua en las cubiteras de la nevera. Aquí sólo tengo ginebra y un culito de whisky. Es insuficiente, aunque a lo mejor resulta ser abstemia… y hasta vegetariana. No, no tiene pinta de eso, me pareció bastante normal. Tal vez Bernardo, esa especie de semental que tengo por vecino, pudiera aconsejarme alguna estrategia infalible. Pero sus «piezas» (como él las llama) son de otra generación. Además, es mejor no decirle nada porque igual viene y se pone a hablar de la pesca en Venezuela y me la pisa. También tengo que pensar en un restaurante por si se presta a ir a cenar. Incluso debería reservar. Finisterre o Via Véneto la podrían impresionar, aunque son demasiado pretenciosos para una joven tan sencilla como ella. Además, en esos restaurantes habría más posibilidades de que nos encontrásemos con alguien conocido. Por cierto, eso sería horrible: ir allí, sentarnos y en el segundo plato ver llegar a los padres de Silvia o a alguno de sus hermanos. Seguro que no podría resistir la tensión que me produciría pensar en tal eventualidad. No, me pondría muy tenso y no sería capaz ni de seguir la conversación con ella. Lo mejor será reservar en algún lugar a las afueras de la ciudad. Sonrío al pensar que entonces tal vez me encontrase con el padre de Silvia acompañado por una amante… Aunque en ese caso podríamos brindar juntos en complicidad (por un instante recuerdo lo violento que fue el día que me topé cara a cara con un profesor de matemáticas en un bar de putas de las Ramblas).

El murmullo elevado de un grupo de trabajadores de mono azul no era lo que más dificultaba hablar. La televisión y la máquina tragaperras parecían competir por alcanzar ese espacio auditivo que eclipsaría a todos los demás. Luis López pidió un café y una copa de anís, se dirigió a la parte del bar en donde estaba el teléfono, introdujo unas monedas y marcó el número que leyó en un papel arrugado.

– ¿Puedo hablar con Teresa Gálvez?

– Sí, soy yo.

– Soy Luis López, el hermano de Antonio.

Se produjo una pausa que en medio del bullicio general no llegaba a ser un silencio. Luego, la voz entrecortada y nerviosa de Luis continuó hablando.

– Quería llamarte hace tiempo, pero como no sabía tu teléfono, no…

– Yo también había pensado llamarte -se apresuró a decir Teresa Gálvez, como para evitar explicaciones innecesarias.

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