Después del acto y de yacer un buen rato sin hablarnos, le he dicho que quería trabajar -como siempre- en el artículo sobre «El sur» de Borges, y he venido aquí para tantear estas líneas que ahora escribo. En mi bolsillo he encontrado un esquema que debí de garabatear en algún momento -tal vez en el metro- de los días anteriores.
El esquema es el siguiente:
Recuerdo haberlo escrito pero no precisamente en esta servilleta de bar manchada de café con leche. Me pregunto si estaré perdiendo la memoria: veo el esquema y reconozco mi letra, pero no soy capaz de articular en la cabeza lo que estaba pensando cuando lo escribí. La única relación que ahora entiendo es la de «amor-embobamiento». Cabe la posibilidad de que la aparición de Teresa Gálvez me haga perder la lucidez y el ritmo de trabajo que estaba empezando a conseguir con estas notas para mi novela. Teresa parece ahora distraerme de todo propósito hacia Gilabert. Los días que transcurren sin verla se me hacen interminables. No creo que durante este tiempo pueda escribir nada porque Gilabert se aleja en cuanto dejo de pensar en él. Ahora me acuerdo de las últimas líneas del cuento «La busca de Averroes». Qué maravillosa es allí la prosa poética del Gran Parodiador, cuando -cito de memoria- dice: «Sentí en la última página que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui mientras la escribía» y, al final, en el inquietante paréntesis: «(En el instante en que yo dejo de creer en él, Averroes desaparece)».
Es también posible que mi experiencia amorosa con Teresa Gálvez pudiera reflejarse en algún personaje de mi novela, pero para eso tendría que pensar en alguien más joven que Gilabert, en alguien de mi edad que se enamorase apasionadamente de una mujer como ella. De hecho, nadie puede hablar del amor sin haberlo vivido con intensidad. Dante pudo escribir su relación con Beatriz (que todos hemos gozado en alguna u otra tarde de relectura hedónica) a partir de enamorarse de una persona real, de una tal Bice di Folco Portinari. Claro que también podría optar por rejuvenecer a Gilabert, pero entonces ya no sería el mismo personaje entrañable que tantas veces he imaginado e intentado perfilar. Sería como volver a comenzar con un forastero y ni mi querido ordenador ni mi orgullo inquebrantable me lo permitirían. Hacer desaparecer a un personaje que ha costado tanto esfuerzo intuir es un sacrificio excesivo para un improbable escritor tan incipiente como yo…
El Heraldo de Asturias, 23 de febrero de 1996
Proyecto de monólogo para la soledad de G. H. Gilabert, Antonio López
La imposibilidad de una ficción
La pasada edición del premio Gracián de novela se vio envuelta hasta tal punto en la excepcionalidad -la muerte del ganador en el mismo momento en que se le nombraba por la megafonía del hotel Lluna Palace de Barcelona-, que el que escribe estas líneas confiesa estar algo confundido a la hora de emprender esta crítica, por otra parte ineludible. El hecho de que Teresa Gálvez, una amiga del escritor, reconociera haber presentado el manuscrito al premio -que incluso tituló según su criterio- sin que el propio ganador estuviera al corriente de ello, parece añadir a la última edición del Gracián un aire de misterio que, de no ser real, todos juzgaríamos inverosímil.
A estas alturas sabemos que el malogrado autor de Proyecto de monólogo para la soledad de G. H. Gilabert nunca entendió esta suerte de diario personal como una novela. Por ello, juzgarla como tal sería caer en una evidente y lamentable injusticia. Injusticia, sin embargo, que quedaría algo paliada por el hecho de que un jurado autorizado -compuesto por novelistas y profesores de literatura- no sólo entendió el texto presentado como una novela, sino que incluso le otorgó el principal premio del certamen. El conocimiento de los hechos que rodearon aquella luctuosa noche, hace que cualquier profesional que acometa la crítica de esta «novela» se vea asaltado por una serie de dudas y contradicciones de índole esencialmente moral, pues, cuando leemos el texto, no sabemos nunca si estamos ante el personaje o la persona, ya que éstos no sólo se confunden, sino que tienden a convertirse en el mismo hombre de carne y hueso que nos dejó. ¿Con qué derecho entonces juzgar a López como el autor de un texto literario? Que Antonio López existió sólo como persona, es decir, que no se pretende en el texto una ficción de ningún tipo, parece evidente desde la primera hasta la última línea. La novela -llamémosla así aunque no resultará retórico insistir una vez más en que no lo es- consiste, por lo demás, en una delirante sucesión de pensamientos caóticos abocados a la insólita finalidad de preparar una novela sobre un protagonista -éste sí, personaje- llamado Gilabert. El proyecto parece albergar también el intento de crear una cierta simetría lúdica, porque en esta novela que López proyecta en su «diario», se nos promete la futura existencia de un personaje cuya tarea principal sería la de escribir una novela cuyo protagonista sería, a su vez, López. Así, en esa futura novela que se promete en el diario, ambos (López y Gilabert) se escribirían dándose mutua consistencia existencial en una misma dimensión realísti-coficcional. Desde luego, esta anunciada y pedante pretensión, no consigue nunca llevarse a cabo al no rebasar la mera formulación retórica -repetida hasta la saciedad en constantes e inútiles pronunciamientos- que tendría que llevarnos al siempre remoto y desdibujado personaje de Gilabert. Y es que casi nada sabremos de éste al final del relato, por lo que la simetría apuntada no deja de ser una confusa idea meramente esbozada que no encuentra nunca su realización. Casi nada hay tampoco de estructura narrativa en este texto literariamente mediocre de López, ya que en él sólo leemos las frustrantes relaciones personales que el autor mantiene con su mujer -con lo ruborizante que habrá sido esto para la persona real de Silvia Peroliu-, las desesperantes dificultades para comenzar su novela y las diferentes experiencias mantenidas con las drogas y con el Gran Parodiador (así es como llama constante y reverencialmente a Borges).
Por lo demás, como todo diario, el texto transmite los distintos estados de ánimo de López al enfrentarse a su novela -o proyecto de novela, como reza irónicamente el título fijado por Teresa Gálvez-. Son estados contradictorios y poco orientativos para el lector: del entusiasmo y la prepotencia épica se pasa al sadismo más despiadado y, de éste, a unas visiones del mundo en las que el suicidio parece la única puerta de salida. Así, resultaría imposible hablar de esta supuesta novela sin concluir que López debía de ser un maníaco depresivo con delirios de grandeza y, aunque esto también nos duela tener que decirlo, que el texto revela una patente incapacidad literaria en el malogrado profesor. Por todo ello, parece difícil entender qué vio en estas páginas el jurado del Gracián. El morbo y la cantidad de elementos insólitos que rodearon aquella noche, pueden explicar su éxito comercial -se han agotado tres ediciones en tan sólo dos meses-, pero no la calidad de un producto de escasísimo valor literario. Antonio López era, al parecer, un competente profesor de literatura; todo parece indicar, sin embargo, que difícilmente hubiera llegado a ser un buen escritor.
José Luis González García
Gustavo Horacio Gilabert estaba soñando que hablaba con su hermano Miguel -muerto hacía más de quince años de un infarto de miocardio- cuando le despertó el nervioso movimiento de sábanas de su mujer. La señora Gilabert saltó de la cama para socorrer a su nieta, quien, en la habitación de al lado, prorrumpía en un llanto agudo hasta lo inhumano, parecido al de una trompetilla de feria. Tras los pasos descalzos sobre el parquet, el bebé dejó de emitir su ininteligible lamento gutural y el señor Gilabert se incorporó para fijarse en la hora. Encendió la pequeña lamparilla y estiró la mano hasta introducirla en la limitada zona de luz del velador, donde se encontraba el viejo reloj de pulsera que le había regalado su padre muchos lustros atrás. En un movimiento indeciso, al intentar asirlo, el reloj cayó al suelo y Gilabert no pudo evitar proferir una maldición que no por apenas audible sonó menos grave. [27]Lo recogió del suelo y comprobó su marcha acercándoselo al oído. No parecía haber sufrido ningún desperfecto: el tic-tac era el de siempre y la esferilla de cristal no tenía ninguna rotura apreciable. Se lo ajustó en la muñeca izquierda y lo acercó de nuevo hacia la luz. Eran las siete de la mañana, lo que le hizo pensar que era razonable irse levantando.
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