Rosa Regàs - Viaje a la luz del Cham

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“De la claridad de sus desiertos, del rumor de las aguas milenarias, de la hospitalidad de sus gentes, del descubrimiento de sus mundos recoletos, en una palabra, de lo que busqué, vi y encontré en Siria, trata este libro”, dice Rosa Regàs en el Preludio. En ese viaje de dos meses, la escritora reivindica la aventura que reside en una peculiar y personal forma de ver, de mirar y de descubrir que nada tiene que ver con el exotismo y el turismo cultural. Las calles de Damasco, los olores penetrantes de sus zocos, la forma de convivir con sus gentes, la extraña luminosidad de los atardeceres del Levante, los mágicos encuentros, se suceden e intercalan con los viajes por el país: el valle del Orontes, el vallle del Eúfrates, Palmira, Mari, Ugarit, Afamia, la otra cara del Mediterráneo, la blanca Alepo, los altos del Golán, los poblados drusos del sur, los desiertos y los míticos beduinos. En el texto se alterna la crónica de esos viajes con la reflexión sobre la situación en que se encuentra el país, su actitud frente a Occidente y frente al integrismo, el papel que desempeñan los fieles al régimen y sus opositores, la condición de las mujeres y de los niños en el mundo del trabajo, de la familia, de la religión, salpicados de pequeñas anécdotas de la vida cotidiana. Un texto rigurosamente fiel a esa mirada sugerente y sensual que recupera para el placer y la experiencia imágenes robadas al tiempo, a la distancia, a la banalización y a la manipulación. Un texto en que la autora se suma a la forma de narrar de los autores de libros de viaje que la precedieron y brinda su compañía al lector para que, paso a paso, se convierta a su vez en un viajero que avanza por ese mundo desconocido y revive y redescubre los lugares donde nació su propia civilización, morosamente descritos con sorpresa, ironía y ternura.

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Pasado el mediodía nos refugiamos del sol y del calor bajo -los toldos de un pequeño restaurante rodeado de chopos para tomar ‘kebab’ con ensalada de tomates y pimientos y para calmar con cerveza fría la sed y la boca espesa por el polvo y la sequedad del aire.

Después paseamos bajo los olivos verdes y las palmeras de dátiles del oasis esperando el sol más bajo para visitar el Valle de las Tumbas.

El oasis de Palmira es un palmeral frondoso y rico que ocupa una superficie de 3.000 hectáreas. Se nutre del agua de mil arroyos y del manantial Afqa que nacen en el ‘yabal’ Muntar, un monte situado en el mismo corazón del desierto sirio, y del que extraen el agua de la tierra los más de mil motores diesel de que disponen vecinos y propietarios. Como en nuestras latitudes, tampoco aquí parece preocupar el descenso paulatino de la capa freática. Y así, con una reglamentación insuficiente, llega poco a poco la desertización. No hace aún muchos años los montes desnudos que rodean la estepa de Palmira estaban cubiertos de bosques y aún en este siglo, antes de que fueran arrasados por la avaricia del hombre, aferrado a sus cabras, ovejas, camellos y caballos, estaban poblados por lobos, chacales, zorras, hienas, aves de presa y aves migratorias.

El Valle de las Tumbas se encuentra al sur del recinto, apartado de la ciudad como corresponde a una necrópolis donde cada familia construía su sepulcro, la morada eterna como la llamaban los palmirinos, con su templo funerario o su propio hipogeo. Estas construcciones cúbicas como dados esparcidos por el llano le dan un aire desolado y solitario.

Después de visitar la torre de Yamblico al pie de la colina Umm, la torre de Elahbe con sus bajorrelieves en forma de sarcófago, los frescos del hipogeo de los Tres Hermanos, los sepulcros de Aranatan y el de Marona, que Ismail conocía tan bien, nos fuimos paseando por el camino pedregoso que zigzagueaba entre las tumbas con la desolada impresión de que la historia de la civilización es también la historia de la brutalidad: los persas machacaban los rostros de las diosas cuando tomaban una ciudad; los partos o los mongoles les rompían los ojos para privarles del descanso eterno; los mongoles abrían las tumbas y se llevaban las sortijas deshaciendo los dedos de los muertos; y ahora los turistas rajan sus iniciales con cuchillos en los frescos de los hipogeos que tienen dos mil años de antigüedad deshaciendo sus colores vegetales que han resistido el paso de los siglos. Todas las barbaries, las vilezas, las atrocidades se han perpetrado siempre en nombre de dios; los turistas en cambio prefieren consumarlas en nombre de la cultura.

Los baños sulfurosos.

– Vamos a buscar el traje de baño y la toalla -dijo Ismail cuando agotados de tantas horas de paseo bajo el sol llegamos al hotel.

– ¿Para qué?

– Tú ve a buscarlos y espérame en la entrada.

Mientras esperaba y trataba de reconocer el piar de los pájaros en la algarabía del atardecer, se acercó un camarero con los brazos llenos de toallas y, quizá pensando que había de darme conversación, intentó explicarme en un inglés muy pintoresco, lo famosa que era esta ciudad y este valle hace muchos, muchísimos años, mucho más allá de nuestros padres y abuelos.

Ismail se presentó cuando ya habíamos llegado a la historia de Palmira y comenzaba a hablarme de la reina Zenobia. Llevaba una bolsa bastante grande y el traje de baño echado sobre el hombro.

– ¿Dónde vas con esta bolsa?

– le pregunté, pero no me contestó sino que me tomó del brazo y me hizo atravesar la carretera y subir la cuesta del monte frente al hotel. El camarero silencioso ya, nos seguía.

A media ladera había una escueta y minúscula construcción adosada a la pendiente, con una pequeña puerta que abrió el camarero y que daba paso a un vestíbulo excavado en la montaña con perchas, bancos y el suelo de listones de madera.

Son los baños, pensé, o la piscina del hotel. Pero cuando nos pusimos el traje de baño y abrí la puertecita frente a la entrada me encontré con una escalera estrecha excavada casi a pico en la roca, con más de cincuenta peldaños que se perdían en la oscuridad.

El camarero prendió las luces del techo y la iluminación aunque intensa cubrió el recinto de sombras. Olía a humedad de siglos y a azufre y nuestras voces retumbaban en las paredes sudorosas mientras bajábamos con cuidado los peldaños resbaladizos. Al llegar al último, las aguas mansas y negras a nuestros pies, escondían la profundidad del agua y una serie de pasadizos y de galerías se abrían ante nosotros como grutas oscuras. La principal donde nos encontrábamos tenía apenas un metro y medio de amplitud y se subdividía en varias galerías más estrechas aún.

No sé cuál de las múltiples fuentes sulfurosas de Palmira me dijo Ismail que era ésta. Todas ellas, ya conocidas y canalizadas en la antigüedad y utilizadas para regar el oasis y los jardines, son subterráneas y corren en galerías estrechas y bajas de techo que se dividen y subdividen a su vez en pasadizos, la mayoría de ellos en la más profunda oscuridad. Algunas no son más que desviaciones sin fuerza de las corrientes principales que se utilizaban para los baños. Las aguas son aguas sulfurosas y fluyen a una temperatura de 33 grados que, verano e invierno, se mantiene invariable en las grutas. Son aguas muy buenas para los problemas renales y hepáticos, y para la piel, decía Ismail riendo ante mi sorpresa, como si repitiera una información para turistas, porque contienen clorina, magnesio y sulfatos y carecen en absoluto de gérmenes, microbios o parásitos.

No hay peligro alguno ni lo hubo en la antigüedad, al contrario, fueron la bendición de estas tierras quizá porque estaban todas ellas dedicadas al dios Yaribol.

Me senté en la grada y metí con aprensión los pies en el agua tibia, estática y oscura.

– No tengas miedo -dijo Ismail.

– ¿Qué puedo hacer, tirarme de cabeza?

– No pido tanto, pero mira.

– Se sentó a mi lado, metió los pies en el agua y agarrándose en el suelo con las manos se dejó deslizar hasta que le llegó a la cintura.

– ¿Haces pie?

– Sí, pero sobre lodo, no sobre piedra.

Yo hice lo mismo y poco a poco me hundí en el agua, eché hacia atrás los pies y apoyándome en las manos, recorrí como una anguila las galerías alejándome cada vez más del punto de partida. A veces las aguas eran tan someras que con el vientre tocaba el suelo y sin ver el fondo me estremecía ligeramente.

El agua era viscosa y el suelo de roca estaba cubierto de lodo resbaladizo y negro.

– Un baño de lodos -dijo Ismail a mi espalda-. Mira. -Me di la vuelta y le vi de pie, con el agua a las rodillas embadurnándose el cuerpo con esa mezcla pegajosa y negra que sacaba del fondo oscuro y hacía renacer un olor putrefacto que sin embargo no producía el menor asco.

– Antiguamente todas las reinas se daban baños de lodos para tener la piel tersa -decía-, el lodo es un alimento para la piel. -Y de pronto, se hundió en el agua enturbiándola y oscureciéndola aún más y al emerger de nuevo se puso a cantar a voz en grito, exaltado por su propio alboroto. Retumbaron las paredes de las galerías y temblaron las luces con el estrépito de los gritos. Me uní a su canto y vociferamos los dos hasta desgañitarnos mientras recorríamos los pasadizos oscuros con el agua al cuello, uno tras otro porque no había espacio para más. Y al acabar los últimos compases, cuando volvió el silencio más denso aún que el lodo del fondo, más negro en este extremo de la galería donde me detuvo la tiniebla, oí el chapoteo de sus manos y sus pies en otra gruta.

De pronto sentí una profunda alegría por estar en esta agua viscosa, en el mismo corazón de Palmira, con este hombre inteligente y amable que por una extraña circunstancia estaba ese día conmigo. Y al girar con dificultad sobre mí misma en el estrecho espacio que me dejaban las paredes, le vi fuera del agua ya de espaldas a mí, de pie sobre la losa donde habíamos dejado las toallas, manipulando un objeto que no alcanzaba a ver. Un estampido retumbó en las cuevas y él se volvió hacia donde yo estaba con una botella en la mano.

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