– ¿Aceptaría la señora una copa de champagne? -gritó buscándome en el fondo de los pasadizos y repitiéndose su voz en los ecos que chocaban contra las paredes.
– Si-i-i-i-í -repitió la mía y con el agua a la barbilla, juntos los pies como si fueran un timón o la cola de una sirena, me deslicé con calma hasta la zona de luz.
La temperatura era la misma dentro y fuera del agua. Me sequé la cara y el pelo y dejé que el champagne helado se filtrara por mi esófago y dibujara en mi cuerpo un canal de frío, en sentido contrario al del agua helada en la piel tras la sauna.
No había prisa. Sentados los dos con la espalda apoyada en la pared sudorosa, cantamos de nuevo y nos reímos, conscientes de que las burbujas se iban deslizando por el cabello mojado y por las grietas que el agua cálida había dejado en las yemas de los dedos y en los poros del cuerpo y del alma, invadiendo y llenando también la cueva y sus rincones hasta que comenzaron a temblar las luces por la hilaridad de nuestras risas incontenibles.
Noche de luna y cigarras.
Cuando aquella noche, después del primer sueño inquieto por tanto champagne, me levanté y salí a la terraza, la luna llena cubría de luz las palmas del palmeral y cantaba la cigarra en algún lugar oculto de la estepa. Más allá, ya no podía imaginarlo sin perderme, el Valle de las Tumbas y las columnatas y templos que la noche había recompuesto liberándolos de su deterioro, aparecían como un ámbito hechizado por el pasmo y la quietud, como si todas las piedras hubieran recuperado su lugar exacto junto a las demás, como si se hubieran llenado los huecos que dejaron las tormentas, los años y los expolios, como eran cuando los habitaban los cientos de miles de vasallos de la mítica reina Zenobia.
Palmira en todo su esplendor se abría ante mí con la suavidad de la luz lunar y de la imaginación que no deja fisuras en el pensamiento.
Me apoyé en la barandilla y me dejé llevar de la magia de un paisaje que nunca volvería a ver como ahora. El aire era cálido y la luz azulada y suave. Habían cesado los motores de dos tiempos pero seguía impertérrita la cigarra sobre el silencio. El firmamento amparado por la luna había reducido su lejanía y yo comprendí que me encontraba en un reducto sagrado y recogido. No me moveré de aquí, pensé, no me moveré hasta acotar este instante y aprisionarlo y dejarlo en suspenso en mi memoria para siempre.
No sé cuánto rato estuve así, perdida la noción del tiempo bajo la luz de una luna que parecía efectivamente haberse detenido, cuando de pronto oí unos pasos en la terraza que se detuvieron detrás de mí. Esperando mi respuesta, pensé.
Si los dioses, o las fuerzas de la naturaleza, si los antiguos habitantes de este valle o sus terribles invasores, o la reina Zenobia convertida en hechicera o los magos que habitaron el lugar o los artistas que lo construyeron; si la suerte o el destino o el ángel que me acompaña o el celo de los amigos que me precedieron o la concatenación de acontecimientos, o sólo el azar, me concedían ahora un deseo no formulado, jamás anticipado pero real y cierto en este mismo momento, no sería yo el alma desagradecida que renunciara a él. Y volviéndome hacia los pasos, me dejé guiar por ellos hacia la habitación, quizá también porque había sentido un leve estremecimiento y me pareció que había llegado la hora de dejarme arropar. En ese preciso instante, la luna se puso en marcha y siguió su camino hacia el horizonte y el lucero del alba más diáfano que nunca apareció en el rosado amanecer.
El valle del Éufrates.
El río Éufrates, el Furat como lo llaman los árabes, nace en las montañas de Anatolia oriental, en Turquía. Entra en Siria por Yarablos, la antigua capital del imperio hitita, atraviesa el país en diagonal de noroeste a sudeste, llega al Iraq donde se funde con el Tigris, y desembocan ambos, ya con el nuevo nombre de Chatt el Arab, en el golfo Pérsico. Tiene una longitud de 2.400 kilómetros con una corriente media en buena parte del trecho de 482 metros por segundo, y deja a su paso un cinturón de fertilidad que divide el desierto.
Se necesitarían años y un talento privilegiado para describir la belleza y el misterio de este río que reúne la fascinación de todos los ríos del mundo: del desmesurado Amazonas, del dorado Mekong, del Duero a su paso por Soria, de los ríos de aguas transparentes de los Pirineos y de los Alpes, de las cascadas de los grandes ríos americanos, del plácido Paraná, del río Martín bajo los chopos, del padre Ebro a su paso por Mequinenza, del Orontes de ribazos de adelfas o del majestuoso Guadalquivir; para comprender la sobrecogedora huella de su potencia; para desvelar la magnificencia y la miseria de su historia que ha sido y es testigo de fastuosos esplendores, de ejércitos invictos y mensajeros sanguinarios, de caravanas opulentas, de ciudades enterradas y de tesoros ocultos, de civilizaciones milenarias y de soledades seculares; para transmitir el temblor que produce su lento caminar por la estepa adquiriendo, como un gigantesco camaleón, todos los colores de las horas del día; para reproducir el eterno rumor de sus corrientes, y para desvelar la esperanza, el pavor y la vida que concita en su lento caminar hacia el mar.
Durante seis días Ismail y yo recorrimos el valle de este río portentoso y conocimos las ciudades muertas y vivas que se levantan en sus orillas.
Habíamos salido de Palmira al día siguiente al caer la tarde en dirección este, siguiendo por el desierto la misma carretera que nos había traído. Nada había a la vista más que manchas de ‘jaimas’ oscuras y postes de electricidad hasta un infinito de piedras y matorrales y el inevitable beduino que camina de un extremo a otro del horizonte. Era de nuevo la sagrada hora del regreso: espejismos de agua que desaparecían con la proximidad, grandes camiones que volvían a casa una vez acabadas las fiestas, algún tractor desconcertado con el tubo de escape mirando al cielo, y poco más. La vegetación era tan escasa que las vaguadas y los pliegues de los montes se mostraban sin pudor, y sin embargo en esta desnudez residía su misterio.
El viento había dejado más yermas aún las cumbres de los cerros, y las laderas cubiertas de arena seguían los pliegues de la roca como un lienzo. Todo se volvía del color de la tierra antes de desaparecer fundido con ella; las tiendas, las piedras -¿eran piedras o eran ovejas?-, los apriscos y el hombre sentado frente a él, esperando pacientemente a que entrara el rebaño. ¿Será cierto que el árabe se consuela de los agravios, apostándose a la puerta de su casa para ver pasar el cadáver de su enemigo?
El sol quedó suspendido un instante sobre la línea del horizonte antes de sumergirse en él, y de pronto, con la misma rapidez que en África, se hizo de noche. En las ‘jaimas’ de la estepa encendieron los beduinos el candil en señal de bienvenida para mostrar al viajero dónde le esperaba alimento, bebida, cobijo. En el desierto lo que importa es la supervivencia y la ayuda mutua, y el arreglo pacífico de los conflictos es la base de una convivencia que sabe cuán difícil es prevalecer sólo con dátiles, agua y leche de oveja.
Las noches en el desierto son frías, y las estrellas rutilantes y cercanas cubren la bóveda de los cielos.
– La Vía Láctea -me explicó Ismail señalando la nebulosa cuando nos detuvimos y bajamos del coche para precisar los nombres y descubrir la situación de los astros y las constelaciones- se llama en árabe ‘dareb altabbane’, que significa el camino que deja la paja. Y así se llama también el reguero que deja el carro colmado de espigas cuando avanza hacia el granero. Dormimos aquella noche en Der Zor, una ciudad de 700.000 habitantes, la capital comercial del desierto que de todos modos sigue siendo una aldea grande. Y al día siguiente nos metimos en el pequeño zoco, el más vistoso de cuantos había visto hasta entonces, a comprar tomates, aceitunas, pan y frutas y una hermosa cesta que nos vendió una vieja sentada ante la puerta de su tienda. Es un zoco más abigarrado aún que los demás, lleno de cafés, y plagado de muchachos que se escurren con las bandejas llenas de vasitos de té en alto para evitar los golpes y empujones y donde todos, hombres y mujeres, visten a la usanza de los beduinos.
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