Rosa Regàs - Viaje a la luz del Cham

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“De la claridad de sus desiertos, del rumor de las aguas milenarias, de la hospitalidad de sus gentes, del descubrimiento de sus mundos recoletos, en una palabra, de lo que busqué, vi y encontré en Siria, trata este libro”, dice Rosa Regàs en el Preludio. En ese viaje de dos meses, la escritora reivindica la aventura que reside en una peculiar y personal forma de ver, de mirar y de descubrir que nada tiene que ver con el exotismo y el turismo cultural. Las calles de Damasco, los olores penetrantes de sus zocos, la forma de convivir con sus gentes, la extraña luminosidad de los atardeceres del Levante, los mágicos encuentros, se suceden e intercalan con los viajes por el país: el valle del Orontes, el vallle del Eúfrates, Palmira, Mari, Ugarit, Afamia, la otra cara del Mediterráneo, la blanca Alepo, los altos del Golán, los poblados drusos del sur, los desiertos y los míticos beduinos. En el texto se alterna la crónica de esos viajes con la reflexión sobre la situación en que se encuentra el país, su actitud frente a Occidente y frente al integrismo, el papel que desempeñan los fieles al régimen y sus opositores, la condición de las mujeres y de los niños en el mundo del trabajo, de la familia, de la religión, salpicados de pequeñas anécdotas de la vida cotidiana. Un texto rigurosamente fiel a esa mirada sugerente y sensual que recupera para el placer y la experiencia imágenes robadas al tiempo, a la distancia, a la banalización y a la manipulación. Un texto en que la autora se suma a la forma de narrar de los autores de libros de viaje que la precedieron y brinda su compañía al lector para que, paso a paso, se convierta a su vez en un viajero que avanza por ese mundo desconocido y revive y redescubre los lugares donde nació su propia civilización, morosamente descritos con sorpresa, ironía y ternura.

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No fue hasta después de la cena cuando comenzaron a hablar de sus respectivas profesiones aunque al principio de forma muy general.

– Los intelectuales son los últimos bastiones de la protesta en las dictaduras -había dicho uno de ellos.

– ¿Qué quieres decir? -le pregunté yo-. ¿Que una vez en la democracia se nos doma con mayor facilidad?

– No, no es esto -respondió uno de los dos directores de cine, Omar Amiralay-. Pero a veces se me hace difícil comprender cómo se vive políticamente en democracia si se es de izquierdas y no se es político. Votando, supongo, y poco más.

Los cineastas.

Omar Amiralay había nacido en Damasco en 1944, y se había formado y había estudiado en Francia.

Tenía en su haber desde 1970 una docena de documentales, aunque sólo los cuatro primeros producidos por organismos sirios: la Televisión Siria (‘El Valle del Éufrates’, ‘Las gallinas’)

y el Organismo Nacional del Cine (‘Vida cotidiana en una aldea siria’, ‘Una revolución’)

. Omar trabajaba para las cadenas francesas de televisión que le encargaban sobre todo cortometrajes sobre el mundo árabe: TF1, Antena 2 y FR3, o la cadena Arte. En aquel momento estaba preparando para la cadena Arte, un documental de una hora, en homenaje a un amigo que murió secuestrado en el Líbano: ‘Michel, tu m.as volè ma mort’.

El otro director, Mohamed Malas, tenía más o menos la misma edad y había cursado los estudios en una Escuela de Cine de Moscú.

En 1956, cuando tenía veinte años había hecho su primer corto al que luego siguieron varios más: ‘Sueños de una aldea’, ‘Cuneitra’, ‘La memoria’, ‘El Éufrates’ y ‘El sueño’ que había obtenido el premio al mejor documental en Cannes en 1988. Luego realizó dos largometrajes: ‘Ahlam al madina’ (‘Los sueños de la ciudad’)

y ‘Al Leil’ (‘La noche’)

, que habían obtenido premios importantes en los festivales de Cartago, Valencia, Friburgo y Brujas. Un palmarés nada despreciable si se piensa en las pobres condiciones en que se mueven los cineastas en Siria y en la escasa comunicación que tienen con el mundo occidental que, en definitiva, es donde se otorgan los premios.

– Para nosotros se trata en primer lugar de expresar lo que queremos decir de forma que llegue al público, y por tanto lo más importante es buscar formas de decir que no sean directas. La posibilidad de crear en ese registro se ha convertido en una técnica y al mismo tiempo en un trabajo de investigación del lenguaje cinematográfico.

Malas se sentía muy orgulloso de su última película, ‘La noche’, de la que el crítico de ‘Cahiers du Cinèma’ había elogiado el “aliento épico”, porque era la primera vez que un film sirio entraba en los circuitos comerciales franceses. Hasta 1987 el número de filmes producidos por el Organismo Nacional del Cine no llegaba a una película por año, algo más en los años siguientes, y en aquel momento, junio de 1993, comenzaba ya a intervenir el sector privado.

En Siria no hay escuela de cine, y la mayoría de los treinta y cinco directores de cine han aprendido con becas pagadas por el Estado en la Unión Soviética y otros países socialistas, y después algunos han hecho cursos en Francia, Inglaterra y unos pocos en los Estados Unidos. De ellos, sólo veinte trabajan en cine y el resto en otras profesiones. En general cuando vuelven, como pertenecen al Centro Nacional del Cine y por lo tanto tienen estatuto de funcionario, se incorporan a la televisión siria. En este sector hay más trabajo, porque existe un mercado muy amplio destinado a los países del Golfo. Se hacen unas treinta series al año de entre tres y treinta episodios. Al productor le basta con vender a Arabia, el resto es puro beneficio.

La calidad del cine que se ve en Siria es escasa. El Estado tiene el monopolio de la importación de películas, y si se tiene en cuenta que el precio de la entrada es el equivalente a un dólar, se comprenderá que poco se puede adquirir con el resultado de las ventas. Y además hay censura. Por otra parte, desde hace veinte años está en marcha un proyecto de Cinecittá, pero el presupuesto ha ido aumentando y la realización se va retrasando. Lo que tenía que costar tres millones de dólares entonces ahora no se podría hacer ni por trescientos. Las condiciones en que se ruedan y se montan las películas son precarias. Hace tres años que la sala de doblaje no funciona, lo mismo ocurre con la de material. Toda la producción del centro depende de una sola cámara que ni siquiera está disponible porque aún no se ha pagado la factura. La situación es lamentable.

Otro grave inconveniente es que por cada director hay más de ocho funcionarios. Así al Estado una película le cuesta dieciséis millones de liras sirias, cuando en el sector privado se haría por tres millones.

A partir de los años ochenta se ha ido incrementando un sentimiento de ‘impasse’ debido a que todo el cine del pasado se basa en obras literarias. Desde entonces se intenta dejar este camino e ir al guión de creación. Esta tendencia ha llevado a los cineastas a volver a los medios sociales que les son propios, los lugares de donde proceden y -¿por qué no?, dice Amiralay- al fondo de nosotros mismos.

Una reacción contra toda la literatura que se basa en cuestiones ideológicas porque también aquí como en todo el mundo civilizado, la ideología ha perdido credibilidad.

– Sí -asiente Mohamed Malas-, es cierto, intentamos volver a nosotros mismos, a lo que nos es común y propio, para que las personas que vean nuestras películas puedan sentirse identificadas con ellas.

– Esperanza no os falta -les dije-, en estas condiciones.

– No es esperanza lo que tenemos -respondió-, esperanza no es la palabra, tampoco es lo que nos hace falta. Lo único que hemos de tener es tenacidad para resucitar la memoria colectiva y continuar sin perder la solidaridad.

‘Al Leil’, la última película de Malas, cuyo guión es también suyo, ilustra lo que me ha querido decir: en la Cuneitra en ruinas de los Altos del Golán que yo había visitado el día anterior se encuentra la tumba de un hombre que un día luchó por los palestinos. Su hijo, el autor de la película, trata de reconstruir la historia de ese hombre, mezclando los ecos de la memoria de su madre con el deseo de darle una muerte más honorable.

Así intenta exorcizar un sentimiento de vergüenza y de humillación que no logra desprenderse de él ni de esta ciudad ocupada en 1967 por los israelíes. Con esta reconstrucción de la vida y de la muerte de su padre, el autor dibuja los contornos de una memoria atormentada por las preguntas cuya respuesta es siempre amarga.

Ya estábamos en la tercera copa. Habíamos olvidado que dos horas antes ni siquiera nos conocíamos.

– Tenemos toda la noche por delante -me acababa de decir Ismail cuando yo, descendiendo de mi exaltación, le había preguntado si le parecía que era demasiado tarde.

El pintor.

Quizá Rida le había oído, el caso es que pidió una nueva ronda.

“Siria es un país de colores pastel. En el Líbano las montañas detienen la luz, aquí cae sobre las cosas y les da su sentido cabal”, éstas son las palabras de Mudares, el más grande pintor contemporáneo.

Era Rida Hushus el que hablaba, el pintor de la luz y del color de Damasco, el paisajista con libertad de abstracción. Rida nació en el año 1939 y desde 1961 ha expuesto en galerías de Francia, Alemania, Bulgaria, la antigua Unión Soviética y por supuesto varias veces en Damasco y Alepo.

Era un hombre menos exultante y más conciso que los demás y parecía vivir en un mundo del que apenas salía para asentir con gestos a lo que decían los demás. Unos días más tarde le visité en su estudio en la parte más alta del Casiún, al que llegué tras varias cuestas encadenadas, y un tramo final de escaleras con más de cincuenta peldaños. La vista sobre Damasco era magnífica y el aire tan diáfano en aquella tarde calurosa, que yo tenía la impresión de respirar el aroma de los pinos de la alta montaña.

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