Rosa Regàs - Viaje a la luz del Cham

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“De la claridad de sus desiertos, del rumor de las aguas milenarias, de la hospitalidad de sus gentes, del descubrimiento de sus mundos recoletos, en una palabra, de lo que busqué, vi y encontré en Siria, trata este libro”, dice Rosa Regàs en el Preludio. En ese viaje de dos meses, la escritora reivindica la aventura que reside en una peculiar y personal forma de ver, de mirar y de descubrir que nada tiene que ver con el exotismo y el turismo cultural. Las calles de Damasco, los olores penetrantes de sus zocos, la forma de convivir con sus gentes, la extraña luminosidad de los atardeceres del Levante, los mágicos encuentros, se suceden e intercalan con los viajes por el país: el valle del Orontes, el vallle del Eúfrates, Palmira, Mari, Ugarit, Afamia, la otra cara del Mediterráneo, la blanca Alepo, los altos del Golán, los poblados drusos del sur, los desiertos y los míticos beduinos. En el texto se alterna la crónica de esos viajes con la reflexión sobre la situación en que se encuentra el país, su actitud frente a Occidente y frente al integrismo, el papel que desempeñan los fieles al régimen y sus opositores, la condición de las mujeres y de los niños en el mundo del trabajo, de la familia, de la religión, salpicados de pequeñas anécdotas de la vida cotidiana. Un texto rigurosamente fiel a esa mirada sugerente y sensual que recupera para el placer y la experiencia imágenes robadas al tiempo, a la distancia, a la banalización y a la manipulación. Un texto en que la autora se suma a la forma de narrar de los autores de libros de viaje que la precedieron y brinda su compañía al lector para que, paso a paso, se convierta a su vez en un viajero que avanza por ese mundo desconocido y revive y redescubre los lugares donde nació su propia civilización, morosamente descritos con sorpresa, ironía y ternura.

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Al levantarme, entró Nayat en mi habitación con un pedazo de tarta tan alto y grande que no sabía por dónde empezar. Luego me dijo que iba a salir. Llevaba un vestido occidental azul marino de blancos tan elegante y sobrio que me dejó perpleja.

– Voy a la compañía de teléfonos -dijo muy satisfecha de mis elogios.

Yo fui al Centro Hispánico Cervantes a ver a Montserrat Aguirre, mi tercer contacto, la jefa de estudios cuyo teléfono me había dado Dolors Cinca, una traductora del árabe que había encontrado en Nueva York el año anterior. Montse Aguirre me había pedido que diera una conferencia el día antes de irme. Visité el Centro y me quedé impresionada de la cantidad de gente que quiere aprender español en Damasco. Si fuéramos franceses habríamos hecho un maravilloso Centro que hoy habría duplicado sus alumnos.

Había animación y buen ambiente en el Centro, que estaba muy bien organizado. La biblioteca de autores en lengua española y sobre temas hispánicos y árabes en general, estaba muy concurrida. Alguien me dijo que sin saber por qué el Centro se cerraría al cabo de un año.

Volví caminando por una calle paralela a la de mi casa, un poco más encaramada al Casiún, no demasiado ancha pero de dos direcciones, con camiones y autobuses que sorteaban los obstáculos con una pericia inimitable. Me detuve en una de las muchas tiendecitas donde venden esos zumos que toman a todas horas los árabes y pedí una jarra de zumo de frutas variadas para atemperar la resaca del ‘árak’ que no remitía. La tienda, como todas, no era más que una ventana tras la cual había un mostrador, el hombre que hacía los zumos y canastas de naranjas, limones, zanahorias, fresas, manzanas, pomelos y papayas, colgados del techo en bolsas de malla. Tuve que esperar porque el dueño estaba echando una bronca a un pobre muchacho que aguantaba estoicamente con los ojos bajos y el gesto inexpresivo. Después me dio mi zumo en una jarra como las que se utilizan en España para la cerveza. Hay tiendas de zumos por toda la ciudad, y la gente se aglomera en ellas a la hora del calor.

Hacía un sol de justicia y algunos comerciantes habían cerrado las puertas, habían bajado los toldos, y ocultos en las umbrías habitaciones interiores, esperaban momentos más benévolos. De pronto se dispararon a cantar los almuédanos, comenzó uno y siguió otro y otro, hasta que toda la ciudad en pleno se puso a orar, cada uno con su propio canto sin tener en cuenta el de los demás, lo cual, sin embargo, no producía una melodía discordante porque poco a poco iba adquiriendo un ritmo y una cadencia armónicos, igual que se conjugan en una única balada desde el Pati dels Tarongers, los campanarios de Santa Maria del Mar, Sant Jaume, Betlem, el Pi, Sant Just, Sant Sever, al filo de mediodía: unas campanadas tras otras o unas sobre otras sin que sea posible distinguirlas y oyéndolas todas a la vez.

Un pensamiento transparente logró desprenderse de mi mente torturada por la resaca y el sofocante calor, y se deslizó entre la salmodia de los almuédanos y la memoria lejana de los tañidos en el Pati dels Tarongers de Barcelona: mañana, jueves, me voy a Palmira con Ismail.

XV. La tempestad de arena en el desierto.

Había quedado en recoger a Ismail en su casa en Mezzè. Preparé mi maleta sin olvidar el traje de baño, cargué en el asiento de atrás la nevera portátil, con agua, vasos y una botella de whisky, recogí a Ismail y, sorteando el caótico tráfico, nos dirigimos bajo un sol de justicia hacia el este, en busca de la carretera de Palmira.

– ¿Te importa si nos detenemos a ver unos beduinos amigos míos?

Así podrás hacerme de intérprete.

– ¿Cómo me va a importar? Pero ¿de qué los conoces?

– Los conocí el otro día, tuve que cambiar una rueda y uno de ellos me la arregló y luego me invitó a su tienda. Quiero darles las fotos que les hice.

– No deberían dejarte sola -dijo Ismail riendo.

– Pero tendrás que ayudarme a encontrarlos porque me dieron unas explicaciones que no entiendo demasiado. -Y le alcancé el papel donde había anotado la explicación que me había dado el soldado.

Ismail lo leyó y dijo:

– Está bien claro: el Jan Abu Shamat está en la misma carretera, y luego no hay más que adentrarse en dirección sur unos veinte minutos por el sendero, y hacia el oeste del cuartel de la guarnición de Awan, a tres horas de camino en dirección al Jevel Sies, estará la tienda

– ¡Clarísimo! ¿Qué quiere decir a tres horas del Jevel Sies?

– El Jevel Sies da la indicación por el sur, por si quisieras llegar por el sur, pero nosotros vamos por el norte, lo dice bien claro, y si no, preguntamos a alguien.

– ¿En el desierto? ¿A alguien?

– En el desierto siempre hay alguien. Es una tontería pensar que el desierto está desierto.

Le miré pero no se reía, lo había dicho en serio. Y yo pensé, o es un inconsciente o un fatuo, o me quiere impresionar, o no sabe lo que dice.

Una vez que dejamos atrás los barrios periféricos, lo más parecido a los de cualquier otra ciudad del mundo, la carretera se internó de repente en tierras desérticas.

La línea del horizonte se destacaba nítida contra un cielo azul cada vez más calcinado por el sol.

Habíamos recorrido unos treinta y cinco kilómetros cuando vi a lo lejos a un soldado que nos indicaba por señas que nos detuviéramos.

Era un control de policía. Casi nunca los hay, me habían dicho en Hamma y si los hay, casi nunca paran a los coches. Pues bien, a mí me había tocado.

Me detuve frente a una garita a pie de carretera, adosada a una casa cuya puerta abierta dejaba ver un par de camastros, una mesa y varios cazos y tazas sobre ella.

Le alargué los papeles y él se entretuvo en mirarlos durante un buen rato sin hablar, sin ni siquiera levantar la vista. Yo salí del coche. El calor era sofocante, a ras de tierra corría una leve brisa que apenas movía los hierbajos en los bordes de la carretera y la pelusilla que tapiza la tierra rojiza del desierto después de la primavera. Desde la altura de los ojos hasta el firmamento que se alzaba gigantesco sobre nosotros, el aire permanecía inmóvil, y en un punto lejano donde la carretera se convertía en un hilo de temblor, avanzaba una mancha negra. La vi acercarse sin prisa y tomar forma y al pasar por mi lado el camionero redujo la marcha y saludó con respeto al soldado que hizo un ademán con la mano sin levantar los ojos de los papeles. Tras el polvo contemplé de nuevo el desierto y acomodando la vista a la lejanía descubrí la nube de un rebaño y más lejos aún otra mancha oscura, plana, alargada, apretada contra la tierra, inmóvil: una, dos, tres ‘jaimas’, conté; las tiendas de los beduinos.

En aquel momento habló el soldado al tiempo que me devolvía los papeles y con un gesto nos deseaba buen viaje.

– Pregúntale -le dije a Ismail.

Ismail se puso a hablar con el soldado y al cabo de un momento, después de que los dos hicieran señales cabalísticas en aquella inmensidad, Ismail se metió en el coche ya seguro de nuestro itinerario.

– El Jan Abu Shamat está a unos quince kilómetros -dijo.

Enfilamos de nuevo por la carretera en dirección a Palmira y de pronto Ismail me dijo que torciera a la derecha y me internara por la tierra en un amago de sendero apenas visible. A mí me pareció que Ismail se inventaba el camino, pero le veía tan seguro que no lo dudé y me metí por él.

Ismail preguntó señalando el desierto:

– ¿Te dice algo?

– La verdad, no -reconocí.

Pero él señaló a lo lejos una mancha oscura.

– ¿Podrían ser aquéllas? ¿Las ves? Detrás de la tormenta.

– ¿Qué tormenta? -pregunté.

– Allí, ¿no la ves?

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