– ¿Y le resulta difícil?
– Ella dice que no, quizá porque se mueve en ambientes más abiertos, el del periodismo, la literatura, la pintura, etc. Incluso ha vivido con otros hombres con los que no se ha casado y no parece que haya tenido mayores dificultades. Yo mismo me llevo muy bien con ella y seguimos viendo a los amigos comunes, pero es una mujer que se mueve fuera del circuito de la tradición familiar. En cambio mi hermana, que también está divorciada, tiene veintinueve años y está en una depresión profunda porque no le ve salida a su vida fuera del matrimonio.
– ¿Por qué?
– La verdad es que mi hermana fue educada de forma distinta, estuvo pocos años en la escuela, no es universitaria, no tiene trabajo y sigue inmersa en el mundo familiar de las visitas de las mujeres, de la dependencia de la madre, las compras.
– La religión, ¿tiene algo que ver en esto?
– No se trata de religión, sino de tradición, y la tradición es muy vinculante, sobre todo en las capas más humildes de la sociedad y también en la clase media y entre los pequeños comerciantes, y a las mujeres no les ofrece más salida que la pareja. Por esto se ahoga, porque no la tiene y el tiempo pasa.
Sin embargo, Mohamed, aunque era consciente de que su primera mujer pertenecía a una minoría del país, contrariamente a otros, era optimista y creía que poco a poco las mujeres comprenderían que la libertad es un bien que se puede alcanzar como se ha alcanzado en Europa.
– No todas las mujeres de Europa son libres -apunté yo-. Y tal como van las cosas parece que volvemos a los valores tradicionales de sumisión y obediencia al marido, en definitiva, al hombre. Además hay muchos casos, muchísimos, de mujeres maltratadas por sus maridos, que aun sabiendo que pueden denunciarlo porque los malos tratos son un delito, no lo hacen y soportan los golpes y las humillaciones durante toda su vida.
– Sí, lo sé, pero yo no me refiero tanto a la sumisión como a la libertad de las que ya no tienen marido. Poco a poco, muy despacio, pero vamos avanzando. Hay en Damasco mujeres que viven solas y que se sienten seguras y bien, pero son tan pocas aún y están tan limitadas a los ambientes profesionales o intelectuales que, de todos modos, frente a las demás apenas cuentan.
– Hay quien sostiene que la mujer sometida se encuentra bien en esa falta de libertad.
– Sólo quienes la defienden -dijo Ismail-. A la falta de libertad, me refiero.
– En el campo las mujeres parecen más libres, o por lo menos hay más alegría, más fiesta.
– Sí, es cierto -respondió Mohamed-, en el campo quizá no son tan timoratas, ni van tan cubiertas, ni están tan escondidas, pero es que no se lo pueden permitir.
Por burdo que sea lo que estoy diciendo, es así. Son las mujeres las que trabajan en el campo, las que siembran, recogen y almacenan el grano, las legumbres y las hortalizas. Lo mismo ocurre con las beduinas -dijo-, que trabajan todo el día y llevan además el peso de la casa. Son ellas las que esquilan y ordeñan las ovejas, las que hacen el yogur e incluso las que cargan la leche y los quesos en los camiones o en los camellos. Son ellas las que tejen la lana, hacen los vestidos de la familia, bordan las tiras de adorno de las tiendas o cortan las fundas de los colchones y las que preparan las fiestas.
Además han de ocuparse de los niños, de la cocina, que no es poca cosa, porque los beduinos son amantes de la comida y del ceremonial, y de montar y desmontar las ‘jaimas’, ordenar las alfombras en el suelo, preparar las camas para toda la familia, y dejar las habitaciones vacías durante el día. Mientras tanto los hombres apenas hacen más que dar órdenes y fumar cigarrillos y, como mucho, llevar las ovejas a pastar y los quesos y el yogur a vender.
Mohamed apagó las luces y proyectó en la pared las fotografías de las mujeres del desierto que tenía escrupulosamente ordenadas en cajas de diapositivas.
Vimos las ferias de caballos árabes de Siria que tienen lugar todos los años en primavera y la entrega de los premios a los mejores. Son caballos espléndidos, de pelaje brillante. Había también una colección de vestidos del desierto de hombres y mujeres.
– Éstas las tomé en una boda beduina. Una boda beduina es una de las grandes maravillas que aún nos quedan por ver. Aunque poco a poco van perdiéndose y hasta las mujeres del desierto acabarán vestidas como las modelos, en imitaciones fabricadas en serie.
No parecía tener prisa y nos describía cada diapositiva:
– Este es el ‘mansaf’, el cordero que se cuece entero sobre leña; ese instrumento musical de una sola cuerda es el ‘rababe’; esto es el ‘jodach’, la hornacina de madera que se instala sobre la grupa del camello y donde se sienta la novia.
Había detenido el proyector en la imagen de tres tiendas casi iguales e igualmente engalanadas, rodeadas de invitados a una boda que miraban a la cámara con más expectación que sorpresa.
– En las bodas beduinas siempre hay dos tiendas -dijo mientras sonreía tal vez a su propia memoria-, una para la novia, otra para el novio y la tercera que utilizan más tarde los dos. Las tiendas de los beduinos se llaman ‘jaimas’ -recuerda.
– ¿Todas las tiendas se llaman ‘jaimas’?
– Sí -respondió-, pero ahora hablamos de las de la boda. -Y siguió-: La ceremonia exige que las chicas vistan a la novia y los chicos afeiten y engalanen al novio, después se reúnen ambos en una tienda a medio camino entre las dos. Las chicas se ponen jena en las manos en señal de fertilidad, de suerte y de felicidad. Cuando llega el ‘cheij’ y el padre entrega la novia al novio, como en ésta -y cambió la imagen-, se dan las manos y se van juntos. Mientras tanto los chicos cantan y las mujeres emiten grititos intermitentes, después los chicos se enzarzan en una lucha -y la fotografía mostraba dos muchachos con el torso desnudo y con espadas y escudos-, como una especie de danza antigua. Y aquí -añadió-, ya bailan juntos chicos y chicas lo que no es habitual en ambientes no beduinos. Después comienzan los regalos. Y a continuación el padre de la novia y el del novio, ¡mira qué maravillas de chilabas bordadas en oro! y ¡qué cuchillos!, cortan las cabezas a los corderos y en un ceremonial de una extrema pulcritud aprendido desde la infancia, lo vacían y descuartizan, cuecen la carne e invitan a todos los presentes.
– ¿Es cierto que las bodas duran varios días?
– Sí, en general entre tres y siete, y varias veces al día la novia se viste con un nuevo traje del ajuar que su familia y ella misma llevan años preparando, doblado ahora con los demás en una gran caja de madera.
El Mediterráneo es igual en sus dos extremos, pensé, porque recuerdo el baúl de madera labrada, la “caja de novia” que según he oído contar desde niña trajo mi abuela cuando en 1902 llegó a Barcelona procedente de un pueblo del Pirineo leridano para casarse con mi abuelo, y que hoy aún, comida en algunas partes por la carcoma, sigue estando en el recibidor de mi casa, como ocurre en el de tantas otras casas de mi ciudad.
– Al acabar las danzas -siguió Mohamed pasando a la última diapositiva, donde a la luz de las fogatas aparecían los novios de espalda y cogidos de la mano-, los novios se van juntos a la tienda con padres y amigos, porque el matrimonio no se consuma hasta la última noche.
Cena a orillas del Barada.
Aquella noche cenamos en un pequeño restaurante a orillas del Barada llamado Sindiana. Mohamed se excusó, quedamos citados dentro de diez días y dijo que me mostraría con calma todas las fotografías que tenía, publicadas o no, de los edificios de Damasco, porque Al Rumi era un fotógrafo dedicado sobre todo a arquitectura, que publicaba en revistas especializadas de Francia, Inglaterra y otros países europeos.
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