Rosa Regàs - Viaje a la luz del Cham

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“De la claridad de sus desiertos, del rumor de las aguas milenarias, de la hospitalidad de sus gentes, del descubrimiento de sus mundos recoletos, en una palabra, de lo que busqué, vi y encontré en Siria, trata este libro”, dice Rosa Regàs en el Preludio. En ese viaje de dos meses, la escritora reivindica la aventura que reside en una peculiar y personal forma de ver, de mirar y de descubrir que nada tiene que ver con el exotismo y el turismo cultural. Las calles de Damasco, los olores penetrantes de sus zocos, la forma de convivir con sus gentes, la extraña luminosidad de los atardeceres del Levante, los mágicos encuentros, se suceden e intercalan con los viajes por el país: el valle del Orontes, el vallle del Eúfrates, Palmira, Mari, Ugarit, Afamia, la otra cara del Mediterráneo, la blanca Alepo, los altos del Golán, los poblados drusos del sur, los desiertos y los míticos beduinos. En el texto se alterna la crónica de esos viajes con la reflexión sobre la situación en que se encuentra el país, su actitud frente a Occidente y frente al integrismo, el papel que desempeñan los fieles al régimen y sus opositores, la condición de las mujeres y de los niños en el mundo del trabajo, de la familia, de la religión, salpicados de pequeñas anécdotas de la vida cotidiana. Un texto rigurosamente fiel a esa mirada sugerente y sensual que recupera para el placer y la experiencia imágenes robadas al tiempo, a la distancia, a la banalización y a la manipulación. Un texto en que la autora se suma a la forma de narrar de los autores de libros de viaje que la precedieron y brinda su compañía al lector para que, paso a paso, se convierta a su vez en un viajero que avanza por ese mundo desconocido y revive y redescubre los lugares donde nació su propia civilización, morosamente descritos con sorpresa, ironía y ternura.

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Habíamos llegado a las nueve en punto, tal como estaba previsto en el programa de mano que nos habían entregado. En la entrada nos esperaba el coronel Josef Nekham, comandante adjunto de las Fuerzas, que bajó los peldaños del porche para darnos la bienvenida. En su rostro tostado llamaban la atención los labios tan finos como una línea que le dividía el rostro. Llevaba el pelo cortado a cepillo, y la mirada aguda y penetrante traspasaba los cristales de sus gafas de montura de metal hasta detenerse inquisidoramente en nosotros. Los militares siempre me inspiran cierto respeto porque no logro saber qué esconden tras su porte, su mirada y su uniforme, qué tipo de hombres son y en el fondo a favor de qué y de quién están. Durante todo el tiempo que estuvimos con él tomando un café y unas deliciosas pastas polacas ‘favori’ que hacía para los soldados un cocinero de Varsovia, no alteró esta mirada que parecía haber detenido su curiosidad mientras esperaba pacientemente, sin fatigarse, a que transcurriera el tiempo previsto.

A continuación, siempre siguiendo el programa, volvimos al Toyota y nos dirigimos al puesto 16 subiendo durante una hora por unas carreteritas que ya se internaban en la Zona de Separación.

A medida que ascendíamos a las cumbres hacia los montes de 2.100, 2.400 metros de altitud -y más allá el Hermón con sus 2.800 tras los cuales se extendía el Valle del Jordán en Israel y a menos de cincuenta kilómetros Haifa y el Mediterráneo, asomaban entre las nubes inquietas que iban cubriendo el cielo y dejaban a su paso un sirimiri apenas perceptible. Desapareció la luz de los colores y el paisaje apagado retuvo sólo los verdes brillantes y oscuros de las hojas de los árboles y los grises que ensombrecían el firmamento. Al bajar del Toyota, además, hacía un frío desagradable y húmedo, el mismo frío que añorábamos en las planicies polvorientas abrumadas por la incandescencia del sol.

Hay puestos de control permanentes dentro de la Zona de Separación, pequeños cuarteles de campaña con no más de diez o doce soldados a los que no les está permitido bajo ningún concepto el ataque. Los puestos más alejados de la zona central están vallados y tienen garitas de observación. Los soldados disponen de un pequeño gimnasio para hacer ejercicio, porque durante el tiempo que están en los puestos apenas pueden salir: el terreno está minado aún y han de permanecer en los refugios excavados en la tierra donde habrán de esconderse en caso de guerra, tras barreras de sacos y puertas blindadas, con raciones de comida en polvo y provisión de agua para diez días.

Hay 6 puestos en toda la Zona de Separación y cada mes las patrullas recorren a pie o con sus 388 vehículos, 17.340 kilómetros.

En la Zona de Limitación siria, es decir, en la zona adyacente a la de Separación, viven unos 22.500 sirios, y como hay también policía armada, por lo menos en las zonas más alejadas, es inevitable que se produzcan pequeños conflictos.

Además hay que contar con los contrabandistas que intentan pasar de una zona a otra.

Desde el punto de observación de cada uno de los puestos que visitamos a lo largo del día, el 71, el 10 y el 60, vimos a unos pocos kilómetros y a veces a unos pocos metros, los pueblos palestinos que fueron divididos y sus habitantes separados por la línea Alfa.

El capitán nos contó que al principio se establecieron en la Zona de Separación plataformas equidistantes de las Zonas de Limitación de Israel y de Siria, pequeños altozanos visibles desde ambos bandos, donde estaba permitido que se reunieran los miembros de un mismo pueblo y de una misma familia. Pero un día descubrieron los israelíes que hombres y mujeres pasaban de un lado a otro vistiéndose de forma tan parecida que no era posible reconocerlos. Y desde entonces habían quedado prohibidos los encuentros. Para sustituirlos se había producido un fenómeno, controlado también por el ejército israelí, que los soldados llaman el ‘family shouting’. En los lugares donde la Zona de Separación es muy estrecha, a veces no tiene más de 300 metros, una vez a la semana y siempre a la misma hora se reúnen los vecinos y familiares de los pueblos que quedaron divididos tras las vallas de la Zona de Limitación, y cada comunidad desde la Zona de Limitación de su territorio, se comunica las incidencias, sucesos y acontecimientos ocurridos en la aldea. Los gritos retumban en las laderas de los montes circundantes, y como cada uno tiene su mensaje y deben estar impacientes porque de una zona a otra no disponen de teléfonos ni de correo ni de telégrafos, ni de ninguna otra forma de relacionarse, se organiza un guirigay tremendo del que sólo ellos son capaces de separar el mensaje que les va dirigido, como ocurre en los locutorios de las cárceles. Así se enteran de los nacimientos, las bodas, los viajes y las muertes, y corean desde sus laderas el mismo canto para celebrar las buenas nuevas y rendir homenaje a los que se fueron.

Los israelíes justifican la invasión de los Altos del Golán con el pretexto de que necesitan una zona de seguridad. Pero al anexionar estos territorios desmienten tal justificación, porque siguen teniendo frontera con Siria que a su vez precisará de otra zona de seguridad. En realidad no se trata tanto de un problema de seguridad como de agua, uno de los problemas más importantes que subyacen en la inestabilidad de todo el Oriente Medio. En esta zona nacen los manantiales y arroyos que en primavera aumentan su caudal con el deshielo de las nieves y bajan los ríos de montaña repletos de agua para desembocar en una y otra vertiente. Son estos ríos los que riegan y fertilizan la tierra y de ellos sale el caudal que ahora los israelíes pueden almacenar en pequeñas presas. Los israelíes saben que de ser los Altos del Golán sirios, el control del agua se les escapa. Y los sirios no quieren ceder el territorio a cambio de la paz por el mismo motivo, y porque además es un territorio que forma parte de su país y en consecuencia les pertenece.

Las violaciones en las zonas son pocas y no demasiado graves, disparos a través, desde o hacia, la Zona de Separación; civiles que cruzan de una a otra zona, casi siempre pastores que desconocen los límites donde no hay vallas y a veces se juegan la vida con las minas; piedras lanzadas con hondas por esos mismos pastores a los soldados israelíes que patrullan por su zona y sus posibles represalias, algún avión que sobrevuela el territorio y los contrabandistas. El problema mayor para la paz es la infiltración. Israel no puede permitir que vivan más sirios en unos territorios que ha anexionado y que está poblando con colonos israelíes, por eso, nos dijo el capitán, si se descubrieran infiltraciones de sirios, Israel rompería todos los acuerdos.

La política de Israel es poco más o menos la misma que lleva a cabo el rey de Marruecos en el Sahara. Los marroquíes hacen lo imposible por retrasar el referéndum tantas veces prometido a los saharauis por las Naciones Unidas, para ir poblando de marroquíes la zona, de forma que cuando se lleve a cabo el referéndum, por mucho control de origen que haya, los saharauis estarán en minoría.

Sin embargo los sirios que viven en los Altos del Golán, igual que los palestinos en los territorios ocupados, tienen a su favor, como me decía Ismail, que se reproducen con mayor rapidez: el crecimiento de la población siria es del 35 por mil, un índice contra el que nada puede hacer Israel.

Para ir al puesto 10 donde nos habían preparado la comida, pasamos por una zona que antes debía haber sido un pueblo de veraneo. Seguían en pie las casas rodeadas de jardines que la falta de cuidado había convertido en sombras de lo que fueron, como si sobre ellos ya hubiera pasado el olvido. No quedaban calles, ni puertas en las casas, pero aún se adivinaba el lujo doméstico de los veraneantes en las balaustradas y las glorietas deshechas de las terrazas cubiertas de maleza.

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