Rosa Regàs - Viaje a la luz del Cham

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“De la claridad de sus desiertos, del rumor de las aguas milenarias, de la hospitalidad de sus gentes, del descubrimiento de sus mundos recoletos, en una palabra, de lo que busqué, vi y encontré en Siria, trata este libro”, dice Rosa Regàs en el Preludio. En ese viaje de dos meses, la escritora reivindica la aventura que reside en una peculiar y personal forma de ver, de mirar y de descubrir que nada tiene que ver con el exotismo y el turismo cultural. Las calles de Damasco, los olores penetrantes de sus zocos, la forma de convivir con sus gentes, la extraña luminosidad de los atardeceres del Levante, los mágicos encuentros, se suceden e intercalan con los viajes por el país: el valle del Orontes, el vallle del Eúfrates, Palmira, Mari, Ugarit, Afamia, la otra cara del Mediterráneo, la blanca Alepo, los altos del Golán, los poblados drusos del sur, los desiertos y los míticos beduinos. En el texto se alterna la crónica de esos viajes con la reflexión sobre la situación en que se encuentra el país, su actitud frente a Occidente y frente al integrismo, el papel que desempeñan los fieles al régimen y sus opositores, la condición de las mujeres y de los niños en el mundo del trabajo, de la familia, de la religión, salpicados de pequeñas anécdotas de la vida cotidiana. Un texto rigurosamente fiel a esa mirada sugerente y sensual que recupera para el placer y la experiencia imágenes robadas al tiempo, a la distancia, a la banalización y a la manipulación. Un texto en que la autora se suma a la forma de narrar de los autores de libros de viaje que la precedieron y brinda su compañía al lector para que, paso a paso, se convierta a su vez en un viajero que avanza por ese mundo desconocido y revive y redescubre los lugares donde nació su propia civilización, morosamente descritos con sorpresa, ironía y ternura.

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Aunque no entendí lo que me dijo, por la risa de sus ojillos negros comprendí que venía en son de paz.

Para corroborarlo cogió la llave de tubo que yo había dejado en el suelo y se dispuso a continuar la tarea que realizó en menos de cinco minutos con extrema precisión. No titubeó a la hora de buscar la rueda de recambio y una vez hubo colocado cada cosa en su sitio, se limpió con tierra la grasa de las manos e inclinándose hizo un amplio gesto con el brazo como si me invitara a entrar en sus dominios.

Luego sin esperar respuesta se instaló en el asiento delantero junto al del conductor y señaló la tienda lejana que rozaba el firmamento.

Los beduinos, como los sirios, son de natural hospitalario y para ellos recibir a un huésped en casa es una bendición. Su historia está plagada de ejemplos en los que el jefe de la tribu ha renunciado a asaltar una caravana e incluso ha perdido una batalla por no traicionar al hombre que se había detenido a tomar una taza de té con él. Así que subí al coche y puse el motor en marcha. Casi en silencio nos adentramos en el desierto y por lo menos durante veinte minutos recorrimos las onduladas lomas, camino de la tienda, dejando tras de nosotros ese reguero de polvo que indica a los invisibles habitantes de la estepa lo que ocurre en diez millas a la redonda. Said, decía él dándose golpes en el pecho con la punta de los dedos, Said, y yo con el mismo gesto repetía, Rosa, Rosa, y nos reíamos los dos cada vez que uno intentaba repetir el nombre que había oído.

Desde lejos vimos una multitud de niños y mujeres que nos recibían con gritos y saltos. Al frente de ellos Abu Mansur, de la tribu de Al Aneze, padre de Said, y jefe de aquella numerosa familia, había salido a recibirnos.

Después se dispusieron todos a agasajarme. La ceremonia de bienvenida es complicada y larga y se suceden el té, las frutas, el ‘samne’, ese agüilla fresca que queda después de batir la leche para extraer la mantequilla, los dulces, y más té ardiendo, que uno de los hijos, Muham, iba sirviendo en cuanto se vaciaba el vaso. Era un día de mucho calor y ejércitos de moscas se posaban en todas partes sin que a ellos pareciera importarles.

Al cabo de poco, cuando yo ya había perdido la esperanza de que pudiéramos entendernos, llegó un soldado que chapurreaba el inglés y que se había acercado a la tienda, quién sabe desde dónde, a buscar cuajada y yogur, y comenzamos a hablar.

Parecía gente adinerada por la cantidad de ovejas, aunque en realidad, como me dijo el soldado, nunca se sabe si el rebaño entero es suyo o se encargan de apacentarlo por cuenta del jefe de la tribu.

Detrás de la tienda había un camión desvencijado y más allá por lo menos seis camellos. La familia se componía del padre y de la madre, varios hijos e hijas con sus parejas y sus propios hijos, y además la abuela.

El soldado me traducía lo que iba contando el beduino, las cuitas de sus antepasados y de sus descendientes. Said era el hijo mayor, y Alí, el encargado de llevar a pacer el rebaño, había vuelto con las ovejas cuyo cuidado correspondía después a las hijas. Frente a nosotros, a unos cien metros de distancia y con tan certeras pedradas que ni siquiera rozaban a los animales, separaban el rebaño en tres grupos: las ovejas que había que ordeñar, los machos y las crías.

Envuelta la cabeza en pañuelos de gasa y tafetán que dejaban sólo al descubierto los ojos, trotaban las cuatro con sus trajes largos de colores vivos salpicados de adornos dorados como figuras mágicas azotadas por el viento en una danza ancestral que acompañaban con sus propias voces -”euu, auu”- a las que los animales obedecían. Las envolvía la nube de polvo de las ovejas alborotadas, o quizá fuera el viento del desierto que iba en aumento y enturbiaba el cielo cada vez más. Yo me levanté y comencé a sacar fotografías.

Mientras tanto apareció otro hijo del jefe, el benjamín Abu, con chilaba gris y pañuelo anudado a la cabeza, poniéndose una chaqueta negra con esa peculiar forma de defenderse del calor de los hombres del desierto que consiste en añadir una capa a otra, y nos sirvió café con la cafetera árabe y el minúsculo cuenco que enjuagaba antes de verter en él no más de tres gotas de un líquido oscuro y amargo con fuerte sabor a cardamomo que seguía sirviendo a cada uno de nosotros mientras no le detuviéramos haciendo oscilar el cuenco de derecha a izquierda, como me aclaró el soldado.

Llegó luego la esposa del jefe envuelta en oropeles, descalza sobre la arena y las alfombras de paja que cubrían la totalidad del suelo de la tienda y se sentó con nosotros. La posición en que yo estaba era muy cómoda, pero el soldado, que dijo llamarse Kafr o Kaf, me advirtió por señas que mantuviera como ellos las plantas de los pies contra el suelo. Y así lo hice.

Después aparecieron otras mujeres con una fuente de ciruelas verdes y cerezas, más tarde nos trajeron jarabe de granadina, té, cuencos de metal con verduras hervidas, pasta de garbanzo, maíz, pan, cordero asado con hierbas cortado en pedazos y berenjenas confitadas, que íbamos cogiendo de la gran fuente con las manos o haciendo bolsa con el pan.

Fuera, las muchachas habían logrado separar las ovejas. Las que habían de ser ordeñadas se alinearon sin necesidad de orden alguna en dos hileras, cabeza contra cabeza, y una de las chicas iba pasando una cuerda de una a otra hasta conseguir trenzarlas como si fueran una ristra de cebollas o ajos. Desde donde estaba veía la doble fila perfectamente engranada y por cada lado una chica con un cubo de estaño se agachaba tras la primera oveja, la ordeñaba con unas cuantas sacudidas firmes y pasaba a la siguiente. Se diría que estaban haciendo una carrera sin competencia porque ambas llegaron al otro extremo al mismo tiempo, sin prisas. Luego se levantaron contra el viento y llevaron el cubo a la tienda contigua más pequeña, llena de niños de todas las edades, hijos de esas mujeres tan ágiles que yo había tomado por muchachas de quince años. Ésa era la tienda donde en grandes barreños se hacía el yogur de oveja y los pequeños quesos, la mantequilla batida y el ‘samne’, que al día siguiente llevarían en el camión a vender al mercado más cercano.

– O pasarán los campesinos o los soldados y se lo llevarán -dijo el beduino.

Él no hacía nada más que hablar y fumar cigarrillos, los hijos nos servían y se servían en una especie de plácido desorden. Sin que yo le hubiera visto, llegó otro beduino, el vecino, dijeron señalando una tienda a lo lejos que no alcancé a ver por más que insistieron en indicarme el lugar, y se sentó a comer y a beber té con nosotros. Se añadieron los hijos de Said y todos los yernos del jefe. Los niños correteaban en la pieza contigua, la parte de la tienda separada por una pared de edredones y alfombras doblados y amontonados en un orden perfecto que por la noche extienden sobre las esteras y se convierte la tienda en un dormitorio colectivo del que se separan las parejas y sus hijos por cortinas colgadas del techo, los más primorosos ‘patchworks’ que aún no han descubierto los grandes almacenes de Occidente.

Los hombres poco tienen que hacer: los ancianos se sientan a fumar o a desgranar el rosario y se encargan de presidir las bienvenidas y las despedidas; sus hijos deciden dónde hay que plantar las tiendas para que estén cerca de los pozos y llevan el rebaño a pacer, impertérritos bajo el sol de justicia que se abate sobre esa tierra dorada. Son las mujeres las que soportan el peso de la familia y de la industria artesanal de la que viven.

Al final de la cena entró la anciana de la tribu, la madre del jefe, una mujer entrada en años con el rostro tatuado de las beduinas, cubierta la cabeza con un pañuelo negro a modo de toca y vestida con varias capas de refajos, negros también. Se sentó a mi lado, me saludó y me preguntó:

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