Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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Va a morir de la forma que siempre temió él, solo y desnudo bajo la lluvia, en una desapacible noche solitaria.

Y luego, al amanecer, vendrán los lobos.

33

Cuando Bastian pulsa el interruptor en la bodega, los tubos fluorescentes del techo parpadean con insistencia, como si se desperezaran tras un largo sueño, y acaban por bañarlo todo con un zumbido sordo de abejas encerradas que adquiere protagonismo sobre la propia luz blanca, fría y fea. Alguien le explicó una vez que esa luz es inadecuada para el vino, lo maltrata en vez de mimarlo. Si hubiera escuchado, sustituyendo los tubos por una penumbra más adecuadamente cálida, no estaría viendo ahora con tanta claridad la espalda del ex policía, los hombros caídos, derrotados, y todo el peso del cuerpo ladeado sobre el bastón. La ancha gabardina, como un telón teatral, le impide ver lo que su cuerpo oculta, pero en el suelo, junto al extremo del bastón, reconoce Bastian huesos que podrían ser humanos y tener la forma de un pie sobre el que se estira hacia arriba el hueso largo de la pantorrilla, tibia o peroné, sugiriendo que al otro lado del cuerpo de Julián se halla un esqueleto sentado, o al menos una de sus piernas.

El ex policía no se ha girado al sentir el fogonazo de luz, y Bastian, sin osar interrumpir su enigmática concentración en el silencio, avanza tímidamente por las baldosas del suelo y se adentra en el hogar del cadáver, esforzándose por hallar detalles que le permitan fijar su atención sobre ellos para distraer la mente, para no pensar que ese esqueleto puede ser el de Vera. En el suelo, junto a la pared de la izquierda, la reservada a los caldos más caros y antiguos, aún se ven restos de botellas rotas. Vera y él, la última vez, las estrellaron contra la piedra agarrándolas por el cuello, una tras otra, mientras jugaban al despilfarro orgiástico de echarse el vino sobre el cuerpo para que la lengua del otro lo lamiera. De nosotros sólo quedan esos vidrios rotos. Y, seguramente, tu esqueleto.

A la derecha de él, la vieja y pesada mesa de roble sigue estando en el lugar de siempre, aunque la diferencian ahora los elementos desconocidos que reposan sobre su superficie, abandonados allí mucho tiempo atrás. Son los objetos personales del muerto, y Bastian no puede evitar que su mente evoque la imagen cinematográfica de los reos que vacían sus bolsillos antes de ingresar en prisión. Hay lápices y cuadernos, un ordenador, papeles, también cigarrillos de la marca que fumaba Vera. El detalle es inquietante, pero queda eclipsado por el impacto que supone para Bastian reconocer sobre la mesa el teléfono móvil de Vera, de un color rojo inconfundible, gemelo del que Bastian guarda en el fondo del cajón más secreto de su refugio en Madrid. Ya tenía asumido que ella le mintió en varias ocasiones y también que su interés por la bodega era ajeno a su supuesto amor por él. Pero el móvil certifica que ella estuvo allí en alguna otra ocasión, tal vez en varias ocasiones, presumiblemente con Humberto, al que sin embargo tanto odiaba, según Julián. Peor aún, todo parece indicar que olvidó el teléfono el día del disparo, y que por tanto estuvo aquí oculta mientras él la aguardaba arriba, desesperándose por momentos. ¿Por qué? Si su teléfono está ahí, y esto es aún peor, quiere decir que el cuerpo sobre el jergón puede ser, muy probablemente, el de ella. Sobre la mesa está también el cargador del móvil, todavía enchufado a la corriente eléctrica. Es más prudente ocultar el hallazgo y examinar el móvil a solas, más tarde, de lo contrario corre el peligro de que Julián quiera quedárselo, pero la impaciencia es demasiado poderosa, y no puede evitar conectar el teléfono a su cargador. Una lucecita comienza a parpadear débilmente en la parte superior de la carcasa. La energía comienza a reanimar el móvil, y con él resucitarán las verdades desnudas contenidas en su interior. Algunas de esas verdades resultarán ser mentiras, Bastian lo sabe. Sólo se pregunta cuántas. Y cuáles.

– Chico… Ven aquí.

Julián se ha hecho a un lado, y ahora resulta brutalmente rotundo el espectáculo arácnido del esqueleto desbaratado. Carece de calavera, como si la cabeza hubiera sido arrancada de golpe por el estertor último de la muerte, que además quebró el resto del cuerpo en una postura grotesca de piernas estiradas y brazos retorcidos.

¿Y estos huesos tristemente solos es todo lo que queda de ti?

– Justo lo que imaginaba -dice Julián en tono otra vez vigoroso, incluso exultante-. Es el cabrón de Humberto. Terrible final, ¿eh? ¡Me encanta verlo así!

– ¿Humberto? -Bastian, todavía aturdido, no es capaz de asimilar y procesar la buena noticia, pero su intuición le alegra instintivamente al captar el rejuvenecimiento casi literal, físicamente perceptible, del ex policía, que sólo puede deberse a su convicción de que el cadáver no es el de Vera. Bastian siente también que la vida retorna a él.

– Sí. Es Humberto. Como yo pensaba.

– ¿Por qué estás seguro? Es un esqueleto. Sin cabeza.

– Chico -Julián sonríe hacia Bastian con cierta conmiseración irónica-, ¿te has fijado dónde está sentado?

El desmadejamiento de huesos muertos yace sentado en una silla de ruedas. Bastian no puede evitar sonreír abiertamente. Julián le imita. Vera podría seguir viva, no hay nada en la bodega que certifique lo contrario, y esa expectativa es suficiente para unir por un instante a los dos hombres que de alguna manera rivalizan por su recuerdo.

– Ahí tienes el arma -añade Julián señalando hacia la zona del suelo situada a la derecha del esqueleto.

Hay un revólver a medio metro de la rueda de la silla. Es idéntico al que Bastian lleva consigo. Cierto, Vera fue a la ciudad a por las armas, siempre habló en plural. Uno de los revólveres lo dejó en el bolsillo de la americana de Sebastián. El otro, al parecer, era para Humberto.

El ex policía une los dedos índice y corazón de su mano derecha, simulando el caño de un revólver, y lo hunde bajo la barbilla de Bastian:

– Apoyó aquí el cañón y apretó el gatillo. Es la mejor forma de matarse, la más segura. Se voló la cabeza, ya lo has visto. Y aquí al lado tienes la cabeza, lo que queda de ella.

La calavera, azarosamente caída sobre el suelo, parece un trozo quebradizo y gris de cáscara de huevo, con huecos donde debieron de estar los ojos y restos de dientes sujetos aún al recuerdo carcomido de lo que fue la mandíbula. El disparo desintegró toda la parte trasera del cráneo, y el resto que permanece, la frente y los pómulos, casi tiene la forma de una máscara de carnaval vieja y cubierta de polvo.

– Humberto se suicidó… -el susurro que surge de los labios de Bastian no es una pregunta, sino la verificación estupefacta de que si eso es cierto, y obviamente lo es, él lleva cuatro años ocultándose de un muerto.

– Así parece. No soportó el juego de Vera. Ignoro qué pasó entre ellos dos, pero cuando Vera tuvo a su marido en silla de ruedas, a su merced, pensó que había llegado el momento de hacerle pagar.

– ¿No pudo haber sido ella quien disparase?

– No podemos estar seguros de nada, ni lo estaremos nunca. Pero mi versión es que el tiro que oíste aquella mañana, antes de salir pitando como un conejo, lo disparó Humberto contra sí mismo, en este mismo sitio donde sigue desde entonces. Lo entendió todo y enloqueció. Se desesperó. Habían pasado dos días desde el golpe y se encontró aquí encerrado, acuérdate de la reja echada, y abandonado para morir de hambre. Pero lo peor sería su duda: ¿Vera vivía y era ella quien lo había dejado aquí atrapado, huyendo con el dinero? ¿O Vera estaba muerta y no podía venir a rescatarle? Bonito panorama, ¿eh? Yo voto por la primera opción. Vera, en cuanto tuvo el botín en sus manos, vino aquí, te dejó tu parte mientras tú seguías como un gilipollas esperándola en la puerta del edificio de apartamentos, y antes de largarse con todo lo demás debió de bajar para despedirse de Humberto y dejarle bien claro que lo abandonaba aquí, inválido, encerrado y condenado a muerte lenta. Ésta es mi versión. Seguro que hay otras, pero ésta es la mía. ¿Has visto esos surcos en el suelo?

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