Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte
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Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.
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Julián señala los círculos blancuzcos que aquí y allá, al lado de la rampa de salida y junto a las botellas, cerca de la mesa y del camastro, destacan sobre las baldosas de pizarra negra como rayas de tiza trazadas por un niño enfadado. Relatan los giros y más giros de la silla de ruedas y el progresivo enloquecimiento de Humberto, su conciencia del abandono y su rebelión contra la muerte encerrada a solas con él en la bodega. Puede que gritase, aunque sus gritos no se oyesen. Tal vez gritó durante los dos días que pasé en el sofá, ante la puerta. O tal vez, como hizo Sebastián, se entregó a un enmudecimiento depresivo y resignado, una revisión lúcida del daño que pudo haber hecho a Vera y que acabó por llevarle a esta condena y ejecución. Bastian comprende que puede haber más versiones de lo que ocurrió en la bodega, y surgirá una nueva cada vez que su mente lo evoque.
– ¿Cuál fue tu papel el día del asalto? -se decide por fin a preguntar a Julián.
También esta pregunta parece suponer en sí misma un juicio contra el ex policía, que la escucha como si fuera una sentencia junto al esqueleto de la silla de ruedas, y luego se deja caer sobre el jergón instalado contra la pared que nunca antes había estado allí. Vera debió de traerlo para que su marido durmiera en él. Julián inspira con melancolía, el cansancio parece estar adueñándose otra vez de su espíritu. Sentados uno junto al otro, el esqueleto y el ex policía parecen obscenamente hermanados por la muerte. El primero es un cadáver ya viejo, experimentado y veterano; el segundo, ensaya para llegar a serlo algún día no demasiado lejano.
– Mi papel fue uno que no había hecho antes en toda mi vida. El papel de padre. Cuando Vera vino a proponerme su plan me quedaron claras dos cosas: que quería mi ayuda y que deseaba ver muerto a Humberto, por lo menos bien jodido. Dijo que ayudarla era una deuda que tenía con ella, y puede que en parte tuviera razón. Lo del odio a Humberto no llegó a decirlo, pero me di cuenta yo. Y ya ves, no me equivoqué.
– Llevaba diez años sin verte, aparece y te pide que la ayudes a cometer un atraco. Así, sin más. ¿No te pareció raro?
– Al contrario, era un círculo que se cerraba. Ese dinero negro, en realidad, llevaba diez años siendo el único vínculo entre Vera y yo. Ten en cuenta que yo ya había trabajado, por mediación de Humberto, para sus jefes, y cuando la parejita se fue seguí trabajando para ellos. Sin ir más lejos, si yo sabía que en ese apartamento pasaban la noche los recaderos del dinero es porque ese apartamento lo buscamos juntos Humberto y yo. Estábamos todos en el mismo ajo. No me pareció raro que volviéramos a unirnos justo por eso. Fue natural, justo, Vera y yo. En alguna parte al otro lado de ese dinero, al otro lado de esos negocios, yo sabía que se encontraba ella. Y de pronto, un día, fue ese dinero el que me la trajo de vuelta. Quedamos a las afueras de Padrós, en una playita a la que solía llevarla de pequeña. Yo para entonces había ascendido, era muy conocido en el pueblo. Me convenía el sitio discreto que propuso. Fui de paisano, no me apetecía exhibirme con el uniforme. Y allí nos vimos, en la misma arena, tantos años después, frente a frente. El tiempo que todo lo jode. No me abrazó, no me dio un beso, no me dijo ni hola. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo tampoco lo intenté. Me pidió ayuda para el día del atraco y un escondite para Humberto. A cambio, me ofrecía el treinta por ciento, un diez por el escondite y otro veinte por ayudarla contra Amir, o como se llamase. El diez por ciento que te llevaste tú era lo que tenía presupuestado para el escondite desde el principio, supongo que te das cuenta. Sabía que el golpe era el viernes siguiente por la mañana, pero no volví a tener noticias de ella, incluso pensé que había desistido. Pero ese viernes algo me llevó a la torre de apartamentos. Antes os había visto remolonear por el pueblo, y me di cuenta de que te estaba liando para que fueras tú quien la ayudase. Ya te dije que me sonabas de vista, y pedí informes sobre ti. Un mindundi, un tipo normal, mediocre. Con escrúpulos. Imposible que sirvieras para el atraco. En cambio deduje que el escondite para Humberto tenía que ser tu propia casa sin que tú lo sospecharas. Intuí que todo seguía su curso, y me preocupé. Aquel viernes me aposté a primera hora cerca de los apartamentos, como un padre responsable. No es broma, fue la preocupación por Vera lo que me llevó hasta allí.
Y Julián, tras confesar este sentimiento, se detiene esperando acaso algún aplauso moral de Bastian, la constatación, aunque sea mínima, de que hubo en ese gesto algún grado de reivindicación de su esencia y dignidad paternas. Antes de continuar alza la mano para echar el flequillo de pelo cano que le cae desde la frente a la ceja, pero apenas lo ha colocado en su lugar vuelve el flequillo a descolgarse e inicia a la altura de los ojos un suave aleteo, como si estuviera vivo y flotara en el aire. Bastian repara en ello sin darle importancia.
– Al poco -continúa el ex policía-, llegasteis en tu coche. ¿Lo recuerdas, verdad?
– Como si fuera ahora. Para mí era el fin. Había llegado el momento de la realidad, y la realidad traía el fin. Tú acabas de decirlo: no sirvo para vuestro mundo. A mí, eso de robar a unos criminales, primero me pareció una broma, luego, cuando Vera insistía, la broma se volvió de mal gusto y pesada. Y después, cuando entendí que hablaba en serio, supe que nunca sería capaz de mezclarme en ello. Tú dices que es cobardía, a mí me parece sentido común. Puedes hasta llamarlo rutina de vivir tranquilo y dentro de la ley, lo que quieras. Pero en mis planes jamás entró meterme en algo que luego pudiera traerme lo que precisamente me trajo. La víspera del golpe, el jueves por la noche, todo fue para mí una despedida. Follar con Vera, abrazar a Vera, dormir con Vera, despertar junto a Vera. De todo eso llegaba el fin. Nos levantamos para ir hacia el edificio, yo había prometido llevarla hasta allí. Luego pensaba marcharme, verla bajar del coche y alejarse e irme. Cuando paré, a una distancia discreta del edificio, sacó el arma que había traído de la ciudad. Por el arma supe que todo era cierto, que no iba a despertarme de ninguna pesadilla, que ella y yo nos encontrábamos en la realidad. La agarré de la mano, fue mi momento de mayor valor. Le dije que se quedara conmigo, que volviéramos a casa, le dije que lo que yo tenía era suyo, que no se metiera en esa aventura que sólo podía acabar mal. Se me quedó mirando, creo que valoró mi propuesta y creo que hasta se emocionó. Tú te reirás, pero yo estoy seguro de que por un momento logré emocionarla.
– Pero bajó del coche.
– Sí, bajó del coche. La vi alejarse, esperé a que entrara en el edificio y eché mano a la llave para encender el motor y marcharme. Pero no pude. No podía ayudarla, ni quería hacerlo. Pero tampoco podía abandonarla. Ni quería hacerlo.
Me quedé esperando. No sabía qué esperaba. Tal vez que reapareciera y aceptara mi propuesta. O que saliera corriendo con el dinero y me necesitase. Sólo sé que me quedé. Horas, hasta que me comieron los nervios y decidí esperar en mi casa. Y hasta hoy.
– Tú no habrías sido de ninguna ayuda, pero cuando vi que te quedabas en el coche comprendí que Vera pretendía enfrentarse sola a un pistolero profesional. Entré al edificio por la puerta de atrás. Ella subió en el ascensor, y se me adelantó unos pocos minutos. No sé con exactitud qué pasó dentro del apartamento, pero cuando abrí la puerta de la escalera de servicio salían ella y Amir, él encañonándola. Era un profesional, lo que pretendía era matarla en otro sitio para no quemar el escondite del apartamento con una muerte. Intervine entonces. Por supuesto, había llevado mi arma, y pude sorprender a Amin y desarmarlo. Pero ahí mi suerte ya estaba echada. Él entendió que yo, el policía municipal de Padrós que colaboraba con su gente, era el cómplice del robo, tal vez incluso quien lo había planeado. Ya no había marcha atrás. Vera se me quedó mirando. No me atrevo a estar tan seguro como tú de que se emocionase. Pero al menos vi sorpresa en su rostro. Y creo que le dio todo su valor al hecho de que la salvara. Pero enseguida volvió a lo suyo. Volvió al apartamento a por el dinero y salimos, de nuevo por la puerta de servicio. Vera insistió. Parece que te conocía un poco y no le apetecía que siguieras allí esperando, como en efecto estabas, y nos vieras salir. Subimos al coche de Amir, él y yo detrás y Vera conduciendo. Cuando nos alejamos te vimos al tomar la calle principal, ahí seguías como un pardillo. Amir trató de convencerme de que lo dejara libre, incluso se ofreció a olvidarlo todo si lo dejábamos libre y devolvíamos el dinero. Yo lo habría hecho. Vera, por supuesto, no. Lo tenía en el asiento, a su lado, todo para ella. Y fue entonces cuando dijo que había que matar al pistolero. Supe que hablaba en serio, se notaba en la voz, en la mirada. En su sangre fría. Iba a hacerlo, y yo me dejé llevar por el impulso. Cuando estábamos cerca de la plaza ordené a Amir que bajara, le arrojé al suelo el arma que le había quitado y le pegué tres tiros en el pecho. Nos alejamos a toda velocidad, pero él aún tuvo fuerzas para dispararnos hasta vaciar el cargador, fueron todos esos tiros los que aquella mañana alteraron la paz de Padrós, aunque fue poco revuelo en comparación con la llegada de Amir a la plaza, desangrándose. Maté a un hombre, el primero y único de mi vida, para proteger a Vera. Ese impulso me perdía para siempre, pero no pude evitarlo. No sé si ella reparó en lo que acababa de hacer para salvarla, ni sé si lo pensó más tarde. No tenía tiempo que perder. Me miró, sería la última vez que lo hiciese, y me dijo: «Gracias por salvarme. Lo mejor es que te bajes». Sólo eso, ni media palabra más. Tenía sus planes bien pensados, vaya si los tenía. Y en ellos no entraba yo, ni tú, ni por supuesto éste, que estaría mordiéndose las uñas en su silla de ruedas, pensando que su mujercita venía a recogerlo para cuidar de él el resto de su vida. «¡Bájate!», repitió, esta vez gritando. Había terminado su décima de segundo de ternura. Lo hice, me bajé en la primera esquina. Tenía una extraña paz, ganas de dormir. Había matado a un hombre y me había buscado la ruina. Y no lograba sentir remordimiento, ni ansiedad, ni siquiera excitación. Sólo aquella paz, aquellas ganas de dormir. Vera pisó el acelerador. Nunca he vuelto a verla. Regresé a casa, pensando cómo esquivar el terremoto que se me venía encima. No era fácil, pero tenía que intentarlo. Me puse el uniforme, fui a la plaza diciendo que había oído los tiros, ayudé a levantar el cadáver… Allí te vi por casualidad dos días después, cuando huías en coche hacia Madrid. Tenías cara de fugitivo, ¿sabes? De acojonado. Tal vez sabías algo más, y por eso busqué informes sobre ti. Entre otras cosas, supe que habías comprado tres móviles unos días antes, todos de prepago, para no asociarlos a ninguna cuenta y dejar rastros. Pensé que Vera estaba contigo, que se habría quedado uno de ellos. Fue fácil conseguir que me dieran los números, y probé a llamar a los tres. En uno acabaste por contestar tú.
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