Gabriel ignora si es más prudente callar ante este peligroso perturbado o tratar de convencerle de su inocencia. Pero ¿cómo demostrar su inocencia cuando no ha sido acusado de nada? El borracho, unos metros más allá, se ha dormido junto a la orilla y ronca pesadamente, como un pedrusco con los pulmones irritados. Mientras, el hombre encadenado escucha con la cabeza gacha al guardia, que se ha acercado a él y le increpa con arrogancia autoritaria y en un momento, inesperadamente, levanta la mano y le suelta un bofetón que el otro acepta en silencio, sometido y humillado. Pero en parte Montaña tiene razón. Estoy aquí por el mar. Sin el mar estaría muerto hace años.
– Fue más o menos a los tres meses de llegar a España… Estaba construyendo mi caserón del acantilado, y también la escuela nueva del pueblo, que la pagué entera yo. ¿Sabes que se llama así, escuela José Sánchez, en homenaje a él? Pues te decía que llevaba yo más o menos tres meses en España cuando llegó José. Supongo que a un cadáver le puede llevar ese tiempo cruzar el océano nadando, ¿no? Tres meses. ¿Tú que crees?
Gabriel, estremecido, no responde. ¿Cómo no va a creer él, precisamente él, que en el fondo del mar todo lo imposible puede ser posible, y todo lo inimaginable real?
– Un pescador aseguró haber visto un cadáver flotando a unas millas de la costa. En Padrós no se había ahogado nadie por esos días, ni tampoco en los pueblos cercanos, y el rumor pronto se apagó. Pero yo sabía que era José. Es natural que quisiera volver a su pueblo. En América me lo repetía a menudo. «Tomás -me decía-, si me muero aquí júrame que me llevarás para que me entierren en Padrós». Quería mucho a este sitio, es lógico que volviera. Yo había sido muy honrado con su dinero. Lo primero que hice fue entregar la mitad de todo cuanto traía a la madre de José y a su hermana. Y no sólo eso. Conté las aventuras que habíamos vivido, exagerándolas. José me salvó la vida una vez, cuando asaltaron la diligencia que custodiábamos. Mató al forajido que estaba a punto de dispararme a mí. Yo conté que había matado a tres, que en América era un español muy conocido, una leyenda. Hice muchas cosas en su memoria. Pagué mucho de mi bolsillo para que el ayuntamiento le pusiera una plaza. La plaza Indiano Sánchez, la principal de Padrós, es para él. Y ahora estaba aquí… Había vuelto. Yo sabía que vendría a visitarme en cualquier momento. Y, en efecto, una noche vino a mí. Nos abrazamos largamente, lloramos los dos. Él tenía la carne y la piel muy frías, y ni junto a la chimenea entraba en calor. Tampoco con el coñac que le di. Aquella primera noche fue muy dura, muy dolorosa, muy triste. Me contó lo solo que se sentía en la muerte… También me dio las gracias por cuidar de su madre y de su hermana, y por todos los honores en su memoria. Hablamos toda la noche, y al amanecer se dispuso a marcharse. Yo le dije que podía quedarse en casa, que le construiría una habitación en la casa que me estaba haciendo, que le haría una planta entera, pero no podía ser. Me dijo que tenía que volver al mar, que ése es el lugar de los ahogados. ¿Sabías que allí están todos los ahogados que ha habido? Claro, dónde si no iban a estar… Además, José no quería que nadie lo viese muerto, tan frío y consumido, él, que había sido tan guapo. Pero prometió que volvería. Entonces, antes de salir, se volvió junto a la puerta. Me miró a los ojos y dijo… «Tomás, ¿por qué no me salvaste? Era dar un paso más, cogerme de la mano… ¿Por qué no me salvaste, Tomás?». Y se fue. Recuerdo cómo me estremecí y lloré, desesperado por la culpa, acorralado por mi cobardía, mi infamia. Los culpables debemos pagar, ¿no crees, poeta? Yo llevo años pagando, y todavía debo pagar más, para siempre. Porque entiendo a José, está solo en la muerte, y viene para sentirse acompañado. ¿A cuánto asciende la deuda que uno tiene con la persona a la que ha dejado morir? ¿Lo sabes tú? La deuda con la persona a la que uno ha asesinado. Porque asesiné por abandono, ¿no te parece? Es una deuda incalculable, infinita. José lo sabía tan bien como yo, y yo le recibía y atendía sabiendo que era mi deber. Venía a menudo, algunas épocas todos los días. Y me daba mucho a cambio de mi amistad. Me aconsejaba, me advertía de la gente que me quería mal… Dejó de venir hace tres años más o menos, cuando apareció mi amada Leonor, la mujer que has venido a robarme. Con Leonor me sentí limpio. Es tan hermosa, tan llena de amor y bondad. Me sinceré con ella, le hablé de José. Leonor fue mi consuelo, mi salvación. Me preguntaba, con ese inmenso cariño suyo, cosas sobre mi pasado y sobre mi culpa. Me intentaba curar de la culpa. Yo le contestaba con el corazón en la mano. Y hablando llegaba a respirar liberado, podía dormir, sentirme limpio… La amo, y con ella fui feliz el primer año. Todo el tiempo pensaba en verla contenta, le daba todo lo que tengo, vigilaba que no le faltara de nada, cuidaba de que nadie se atreviera a robármela. Porque había hombres en Padrós que la deseaban, y me aterraba que pudiera enamorarse de otro. Me asustaba tanto cuando iba sola a cualquier sitio… Le pedí que dejara de hacerlo, que fuera siempre conmigo o con alguien de mi confianza. Para protegerla, sólo para protegerla. Pero fue inútil. Cuando quedó embarazada se apartó aún más de mí, comenzó a eludirme, me esquivaba. Ya no era mi consuelo, ni mi sostén. ¿Qué había pasado? Cada noche la he visitado en su lecho para mostrarle mi amor. Y todo se derrumbó cuando nació su hijo, este bebé que yo creía que era de mi sangre, que yo creía hijo mío… Pero por suerte para mí, entonces volvió José. Y ahora, gracias a él, sé que todo es por tu culpa. Llevas meses viéndola, acostándote con Leonor a escondidas. Robándomela. Dónde os encontrabais, di. ¿De qué manera os ocultasteis, que ninguno de mis espías os ha podido pillar?
– Pero si yo acabo de conoceros a tu esposa y a ti… No hace ni una semana… Nunca había estado antes en Padrós… -susurra apenas Gabriel, sintiendo cada sílaba más débil, más desolada. Montaña es un demente, y él está a su merced. ¿Acaso importa otra cosa?
– Claro, claro… ¿Tú qué vas a decir? No vas a aceptar tu culpa… Es inútil que lo niegues. José me ha contado la verdad. Y gracias a él todo encaja. Sé muy bien, no lo niegues, que llevas dos años viéndote a mis espaldas con Leonor. Sé muy bien que su hijo, este bebé que creía mío y lleva mis apellidos, es tuyo.
– No… -comienza Gabriel a explicar. El miedo y la angustia le ponen lágrimas en los ojos. ¿Tiene algún sentido decirle a este demente que nunca se ha acostado con Leonor, que apenas la ha abrazado unas horas, que lo único que ha hecho con ella es leerle su novela? Va a intentarlo, pero antes de hablar calla, consciente de la inutilidad de cualquier intento para salvarse. Sólo le queda esperar un milagro. Y mira suplicante hacia el mar. Entonces ve una ola lejana, más grande y de espuma más blanca que las otras, y su mente, desde el delirio del dolor, comienza a imaginar un plan.
– Yo siempre soñé con ser un hombre bueno. Y tú me has hecho adentrarme en el infierno. Mira esta nueva desgracia, poeta. Mira cuánto daño has traído a mi vida.
Entonces Tomás Montaña se arrodilla junto al caído Gabriel, deposita sobre la orilla el cuerpo del bebé y aparta la ropa sucia de arena que lo cubre de forma que pueda verse el rostro. La carita, avejentada y envilecida por un rictus seco de muchas horas, es una máscara fea de boca deforme, torcida a un lado tras el último aliento, y ojos muy abiertos, aterradoramente obstinados en escrutar la nada. La piel es de color leche agria. Y si alguna vez hubo alma en este cuerpecillo debió de huir despavorida ante la llegada de la muerte.
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