Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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– Has estado en mi casa, ¿no es verdad?

Gabriel se desconcierta ante la pregunta de Montaña, que sabe muy bien la respuesta. Él mismo ordenó que le llevaran en el carruaje al pueblo. ¿Qué pretende con esa pregunta? Otro hebillazo le explota sobre el hombro. Éste, por inesperado, le hace chillar.

– ¡Contesta cuando te pregunten! -le grita el guardia tras golpear-. ¡Y rápido, mira que te mato a hostias!

– Sí -silba una voz aflautada por el miedo. Gabriel se asusta. La voz parece haber salido de su garganta, pero él no la ha reconocido. Tengo más dientes rotos, toda la boca hecha astillas. Aun así se esfuerza en seguir explicándose-. Cuando la velada literaria. ¡Sólo esa vez!

– Mentira -se limita a susurrar Montaña. Hace una pausa y el universo entero parece detenerse por su aliento contenido-. También has estado en la habitación de mi esposa. Y no una vez. Varias veces.

– ¡No es cierto! -intenta articular Gabriel. Otro golpe, tan pegado a sus palabras que parece haber sido convocado por ellas, cae sobre la mitad de la espalda impactando contra la columna vertebral. El dolor es un escalofrío largo, interminable, que alcanza hasta la última terminal nerviosa de su cuerpo.

– ¡El señor Montaña sólo dice la verdad, cabrón! -grita el guardia. Gabriel se fuerza a callar, hundido en la desesperación. ¿Para qué intentar exculparse? Tal vez alguien lo vio escabullirse con Leonor hacia la caverna. ¿Quién iba a creer que entre ellos no ocurrió nada sexual, excepto el abrazo interminable por el que sintieron que eran y querían ser uno para el otro?

– ¿Te has fijado en la letra sobre la entrada de mi casa, la gran eñe de metal? Encima del portalón de hierro.

– Sí -se apresura Gabriel, y aunque tensa instintivamente el cuerpo para prevenir el nuevo latigazo, éste no llega. Dios no castiga siempre, sólo cuando le place.

– Es la letra de mi apellido, la eñe de Montaña. Con esa eñe marco todas mis propiedades. ¿Sabes por qué?

– No -casi monta Gabriel su monosílabo encima de la última palabra del otro. Alza el antebrazo con todo el cuerpo tensado para proteger la cara, pero también esta vez el castigo elige no venir.

– De muy joven emigré a América. Hace veinte… No, casi veintidós años, en mil ochocientos ochenta. A mis dieciséis, un crío. Fuimos José Sánchez, mi amigo de siempre, amigos desde niños, y yo. Trabajamos en cosas de todo tipo. Con ganado, trayendo y llevando manadas de reses de aquí para allá. Terrible. Mucho trabajo, poco salario. También fuimos vigilantes de diligencias. Y mineros, buscadores de oro. «Montana -me decían, porque a mí me llamaban así…-, Montana, todo el oro de este país ya lo han sacado otros». Pero nosotros acabamos por encontrarlo, mucho oro. Me llamaban Montana por el estado que tienen allá con ese nombre. Nadie sabía pronunciar la eñe de mi apellido. Por eso yo quise ponerla en mi casa, bien grande. Un hombre tiene que saber quién es y hacer que los demás lo sepan también. Vendimos la explotación, nos metimos en otros negocios, ganamos mucho más. Éramos muy jóvenes y muy ricos, y nos disponíamos a volver a casa cuando José murió asesinado. ¿Sabes quién lo asesinó? Lo asesinó el mar. Murió aquí -se interrumpe Montaña para señalar enigmáticamente el mar que le lame los botines-. En este mar. Porque todos los mares son un solo mar, ¿sabes? El mismo mar, uno solo. Yo lo odio. Es una trampa de agua que ha puesto el mundo para que se ahoguen los hombres. ¿No te parece, poeta?

– Sí -se atropella de nuevo Gabriel, tan presto para responder a ciegas, sea lo que sea, que no ve que el otro, sin reparar siquiera en la sumisión de su voluntad rota, habla para sí, a solas con sus espectros, a los que parece estar convocando.

– Los poetas deberíais hacer poemas contra el mar, desenmascararlo. ¿Por qué le escribís versos y novelas y os inventáis cualidades que no tiene? Os engaña a todos. Pero no a mí. Sólo vale para matar, créeme. Para hacer sufrir -y se interrumpe para mirar al bebé inmóvil y mudo, al que con todo amor sigue refrescando con agua salada. Los ojos rojos se le humedecen de nuevo. Montaña inspira despacio, largamente, como si sus diablos interiores necesitasen mucho oxigeno y se abasteciesen a través de sus pulmones. Gabriel no puede evitar entender a Montaña. ¿Acaso el mar no ha sido también una maldición para él, una maldición todavía viva y cercana?

Entonces, Montaña hace un gesto con la mano en el aire, ordenando al guardia que se aleje de ellos. Sólo continúa hablando cuando se hallan ambos a solas, con el bebé como testigo único de su conversación.

– El mar, este mar que es el mismo mar, un diablo único que se disfraza de muchos mares para confundirnos, para hacer que bajemos la guardia, fue el que mató a mi amigo. Ocurrió en California, en una playa solitaria por la que ni siquiera teníamos que pasar. Éramos ricos, ya no necesitábamos nada. No necesitábamos a California, no necesitábamos a América. José no necesitaba bañarse. Hablábamos de nuestro regreso a Padrós convertidos en millonarios. ¡Cuántas cosas grandes íbamos a hacer por nuestro pueblo! Él quería construir una escuela. Pero entró al mar a bañarse, aquel día. Yo le esperé fuera, sobre la arena. Nunca me gustó el agua. No sabía nadar, ni tampoco he aprendido. Con el sol sobre la piel, con toda la vida por delante para hacer cosas… Me sentía feliz. Quería ayudar a la gente. Ya te he dicho que soñaba con ser un hombre bueno. Todo era hermoso, plácido, todos nuestros esfuerzos habían merecido la pena. Como si estuviera dentro de mi cabeza, pensando lo mismo que yo, José me saludó desde el agua, levantando el brazo y agitándolo. Le respondí. José, el mejor amigo que un hombre puede desear, qué gran suerte haberlo tenido a mi lado en América. El mar estaba tranquilo como el agua de un barreño. Volvió a saludarme, esta vez con los dos brazos, agitándolos mucho, con una urgencia rara. Me alarmé, corrí hacia la orilla. José alzaba los brazos una y otra vez, todo lo alto que podía, y luego los volvía a hundir. De pronto desapareció de la vista, tragado por el agua, y volvió a aparecer al cabo de unos segundos. Chillaba. Pedía auxilio. Comprendí que se estaba ahogando. El mar lo asesinaba delante de mis ojos. Impunemente. Intenté entrar al agua no sé cuántas veces. Juro que lo hice, hasta que me cubría por encima del muslo, y José quedaba ahí mismo, a tres metros de mí, hundiéndose y volviendo a salir. Extendía el brazo hacia mí. Y lloraba como un niño. ¿Crees que un hombre no puede llorar mientras se ahoga? Pues puede, te lo digo yo. Pero no fui capaz de acercarme. Mi pánico al mar, ni de niño me bañé en esta playa. Me alejaba cuando los demás chavales se metían al agua. José asomaba de pronto, como si brincara desde el fondo, desesperado, y luego volvía a hundirse, pidiéndome ayuda. Yo veía que cada vez estaba más muerto. Sí, cada vez que asomaba había muerto un poco más. Al final, quien saltaba y pedía ayuda era ya su cadáver. Y no pude hacer nada. Sólo correr por la orilla, llamarle, pedir socorro a gritos, tratar de entrar una y otra vez al agua y echarme atrás a los cuatro pasos. Mi amigo se ahogó a dos metros de mí. Si le hubiera dado un ataque al corazón en tierra habría tardado un segundo en estar junto a él. Pero el miedo, sí, mi miedo, me obligó a contemplar cómo moría ante mis ojos. El mar conocía mi debilidad, ¿no crees? Y nos tendió esa trampa a los dos. Quiso matarme a mí también. Destruirme. Allí permanecí horas, llorando de rabia y pena por mi amigo, llorando de impotencia. Yo también quedé un poco muerto. El cuerpo de José se hundió, desapareció bajo el agua y al cabo de un rato muy largo lo volví a ver otra vez a lo lejos, su piel blanca brillando al sol como un pez grande panza arriba. Luego se hundió de nuevo. Y se acabó. No he vuelto a dormir desde entonces. Volví a España, y nunca conté nada a nadie de la muerte de José, ni en América ni aquí. Sólo a una persona, sólo a mi esposa. Ella escucha, ella es buena. Ella sabe escuchar. Tú eres el segundo en saberlo. Creo que es justo que lo sepas porque he leído tu libro, poeta. Y te he descubierto. Sé que eres un enviado del mar, un sicario de este enorme hijo de puta de agua. No intentes negarlo, no servirá de nada. Se que has venido para quitarme lo mejor de mi vida. Me lo has quitado ya.

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