Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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– Toma, esto es para ti. -Gabriel pone un papel en las manos de Leonor, rescatándola del hilo de sus pensamientos-. No lo leas ahora. Cuando te conocí quise hacerte un poema. No me salió, pero te regalo lo que escribí, sólo el principio. Pero lo lees luego, en tu casa.

Una congoja súbita arremete contra Leonor y está a punto de transformarse en lágrimas. Pero por muchas razones no quiere que Gabriel la vea llorar, y apresuradamente abandona la cueva, de retorno a la realidad. En la mano aprieta el frustrado poema como si fuera un pájaro caído que estuviera resuelta a curar y devolver al aire.

Ya en la playa, se detiene al ver cómo el poeta, en vez de seguirla hacia el camino, ha dado dos pasos hacia el agua y mira, clavado en la arena, la inmensidad del mar, que se va oscureciendo a medida que cae el crepúsculo.

– ¿Qué miras, Gabriel? -y en el acto se arrepiente de haber hecho esa pregunta, que el poeta, ensimismado, no responde. No es necesario, por desgracia Leonor sabe muy bien lo que la mirada de Gabriel rastrea entre las olas. ¿Y ella? ¿Qué mira ella? Sus ojos permanecen sobre la silueta desdibujada por el anochecer, quieren memorizar sus contornos, retenerla a toda costa porque de pronto siente que esta primera vez que se han visto y abrazado será también la última.

Pobre loco, tan solo en este mundo sin piedad.

Y pobre de mí, que lo daría todo por alargar este día.

Lo toma de la mano y tira dulcemente de él. Gabriel se resiste un instante, y la mira a los ojos.

– Contigo me siento con fuerzas para vencerla, para hacer que se vaya.

Leonor sonríe para no desbaratar la felicidad del loco, pero también calla, porque sabe que decir una sola palabra es seguirle el juego, exponerse a ser absorbida por el torbellino.

Emprenden el ascenso, de regreso a la normalidad detestada. Las sombras de la noche los custodian como carceleros que vigilaran el puntual regreso de los presos a su celda, tras el breve paseo diario al aire libre.

– A partir de mañana podremos abrazarnos más tiempo, dos días enteros. Tomás tiene previsto un viaje de negocios a la ciudad, y va a llevarse consigo al niño -propone Leonor, asombrada de sí misma, de su valor. Su corazón se ha adelantado a la razón. Simplemente, quiere volver a ver a Gabriel. Tal vez el torbellino la ha arrastrado ya.

– Te esperaré en la playa al amanecer de pasado mañana -susurra él, pletórico y tentador. Y en su voz envolvente, y en su evocadora mirada fundida con las sombras, y en su frágil respiración anhelante de ella encuentra Leonor las causas que hacen a este hombre infinitamente deseable para las mujeres que ignoran el extravío de su mente.

– Vendré a la playa al amanecer de pasado mañana -dice, mirando a los ojos del torbellino. Y luego lo mira largamente cuando por fin se aparta de ella y emprende el camino del pueblo: una figura alta y desgarbada, portadora de engañosa felicidad transitoria y de desgracia segura, que eleva a modo de despedida el brazo antes de desaparecer, tragado por la oscuridad. Un nuevo presagio negro impulsa a Leonor a apretar entre las manos el papel que Gabriel acaba de darle. «Aférralo -parece sugerirle-, tal vez sea lo único que tendrás».

Ya en la casa, y apenas concluye con sus obligaciones de esposa, las gratas de atender a Damián y abrazarlo y las ingratas de explicar al celoso Tomás dónde ha estado y de recibirlo luego en el lecho, se refugia en la soledad protectora de su dormitorio y desdobla entonces el papel, cuyo contenido lee y se dice a sí misma en voz alta, tratando de evocar, al otro lado de las sílabas, lo mejor de la mirada del poeta, lo que en él está a salvo de su propia locura, si es que hay algo:

– Todo es nada, todo es a lo sumo tiempo que fluye.

Pero la frase, que ella esperaba cargada de sentimiento amoroso, la desconcierta por su oscuro pesimismo, por su fatalidad imposible de casar con las expectativas que ella había dejado fluir. Siente que ha descrito Gabriel las tristezas de su vida, intuidas por su sensibilidad de poeta. Probablemente es incapaz de adentrarse más allá en el terrible mundo de mentiras donde a ella la han coronado reina contra su voluntad. Tomás Montaña asegura que la ama sin límites, y que ella es lo más importante de su vida. Sin embargo, percibe desde hace tiempo su rechazo permanente, el asco que crece día a día dentro de su cuerpo y de su espíritu, y por ello se ha aprovechado de su inmenso poder en Padrós para armar alrededor del matrimonio un gigantesco entramado teatral. Allí donde va, glosa en voz alta y arrogante el gran amor que siente por su esposa, y cómo ella le corresponde. Y los sumisos habitantes del pueblo, a fin de agasajarle la imaginación, representan pegajosamente la pantomima de que envidian su felicidad, la perfección de su matrimonio y el amor inabarcable que se profesan. Leonor, violada cada noche por el hombre que dice morir de amor por ella, sale cada día al balcón de este reino de la mentira y saluda a sus súbditos porque no tiene otro lugar al que ir, y teme represalias que podrían acabar por hacer daño al pequeño Damián. Tal vez Gabriel, con su frase, ha querido mandar unas palabras en su auxilio, una idea al rescate de su esperanza. ¿Habrá querido decir que sus desdichas acabarán por pasar? ¿Le sugerirá que para ser feliz es preciso vivir el momento presente, y es su verso inacabado una invitación a abrazarle sin pensar en mañana? En cualquier caso, es la frase que este hombre loco e inútil para la vida ha escrito pensando en ella.

¿Es necesario más?

El papel, por su peripecia de humedad y sudor en el zurrón de Gabriel y luego en la mano y en el regazo donde Leonor lo ocultó al llegar a casa, muestra la tinta desdibujada en algunos de los trazos, y le hace sentir urgencia por copiar el ininteligible verso para ponerlo a salvo. Tal vez así lo entienda algún día. Se acerca al escritorio, toma papel de carta y pluma y, con su letra mejor dibujada, se aplica en transcribir una por una, como si compusieran un reto contra el mundo, las palabras de Gabriel.

Todo es nada, todo es a lo sumo tiempo que fluye.

Luego, mientras deja reposar la tinta, contempla su obra, y lo hace tan fijamente que la frase, como si tomara confianza, parece relajarse ante sus ojos y comienza a mostrar su hasta ahora oculto sentimiento amoroso. Son palabras exclusivas para ella.

¿Es necesario más?

Dobla el papel y lo guarda bajo llave en su cofre favorito, pequeño y de madera de roble, con adornos de cuero repujado. Inexplicablemente, siente que esos trazos de tinta son un seguro de pervivencia, lo que quedará del abrazo de Gabriel y Leonor más allá de la muerte, un enigma seguramente indescifrable para quien, hallándolo en el futuro, se pregunte quién escribió esas palabras y por qué.

Se mira Leonor al espejo. La hermosa joven reflejada sonríe vagamente, y hace que ella se anime por dentro. Y fortalecida por la complicidad de la mujer del espejo, Leonor se acerca a la cuna, besa a Damián y lo arropa, y luego se acuesta mirando al dosel sobre ella antes de cerrar los ojos.

Pasado mañana al amanecer, en la playa.

¿Por qué no?

22

– Sí, te vi matar gente en esta plaza -repite Julián apenas se han acomodado en una de las mesas junto a la ventana del café.

Llueve otra vez, y el aire gris parece vibrar levemente por el viento humedecido. Al otro lado de la cristalera esmerilada, en el ángulo opuesto de la plaza, puede verse, desnuda y sin cobijo, la esquina al aire libre donde estuvo la mesa en la que Vera le habló de Humberto y pidió su colaboración en el robo. Hoy, piensa Bastian, no brilla como entonces el sol ni tiene él frente a sí a la mujer deseada. Vera, difusa y sostenida sólo por su recuerdo, podría ser un espectro aterido que busca refugio de la lluvia y el viento bajo los soportales. A pesar de la calefacción del café, a Bastian le desasosiega el frío. Tal vez es que desde la calle otro fantasma a la intemperie, el de Sebastián Díaz, le envía las vibraciones de su tiritona. Pero ahora la atención de Bastian pende de un hilo que sostiene Julián, cuya frase ha evocado escenas de muerte en la plaza sin citar a Amir o Amin, como quiera que finalmente se llamase el hombre ensangrentado de cuatro años atrás.

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