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Alfredo Conde: Los otros días

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Alfredo Conde Los otros días

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Premio Nadal 1991 Estudió Naútica en la Escuela Superior de la Marina Civil en A Coruña y Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago de Compostela. Trabajó en la marina mercante y como profesor de varios colegios privados en Pontevedra. En su carrera política, fue miembro del Parlamento de Galicia y Conselleiro de Cultura en la Xunta. Posteriormente, ha sido miembro del consejo de administración de la Compañía de Radio Televisión de Galicia. Ha sido colaborador entre otros periódicos de El País, Diario 16, ABC o Le Monde, y columnista diario primero en La Voz de Galicia y posteriormente en El Correo Gallego. Entre los numerosos premios literarios que ha obtenido, destacan el Nacional de Literatura en narrativa en 1986 y el Nadal en 1991.

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A partir de entonces fui el reumático más famoso y venerado de la Legión y mi nombre comenzó a traspasar las fronteras del frente de batalla. El hecho de que fuese el último en regresar y que siempre lo hiciese erguido, unido al del episodio del capitán, es cierto, fue suficiente hazaña como para conseguir con ella que nadie se acordase de que era también el último en avanzar; y así mi miedo me indujo al valor de forma tan temeraria como reconocida; que de tal modo se escribe la historia en tantas y tantas ocasiones.

Recordar esto, al tiempo que contemplaba a un mirlo dando saltos al otro lado de la ventana, fue uno de los primeros ejercicios de evocación que realicé en la Casa de la Santa. ¡Ah, qué tiempos los del Aaium! Pensar que, gracias a esta supuesta hazaña, conseguí reintegrarme a mi vida cotidiana no dejó de causarme estupor, en el momento de estar contemplando los desplazamientos del mirlo de pico tan de color naranja que resultaba insultante. Tan insultante al menos como la enfermedad extendiéndose por mi cuerpo en sentido inverso a mis deseos de vivir. Casi igual que en los tiempos del Aaium.

Capítulo segundo

Tanto si se trata de la abeja como de nosotros mismos, llamamos fatal a todo lo que aún no comprendemos.

Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas , Libro Segundo, Cap. VI.

Me quedé dormido sobre el sillón del cuarto de estar. Cuando desperté habían pasado muchas horas, tantas como para que uno de mis primeros movimientos conscientes fuese el de buscar a través de la ventana, brincando entre las flores rojas, al mirlo que habitaba en la camelia. Pero antes necesité desentumecerme; me había quedado frío, a pesar de que era indudable que la calefacción funcionara, al menos, durante gran parte de la noche, y necesitaba ahuyentar de mí la humedad que me había penetrado hasta los huesos. Me incorporé del sillón con más optimismo del que, de tanta soledad, cabía esperar. El mirlo no ocupaba su lugar en mi ventana; y sin embargo la camelia lucía hermosa. Tenían sus hojas ese brillo especial que el amanecer les presta cuando la luz del sol incide, con intensidad levemente creciente, sobre la humedad que, en ellas, depositó el rocío.

El mirlo se había ido y mis fámulos no habían llegado. Lo hicieron un par de horas después de que yo me despertara, cuando ya había recorrido toda la casa, inspeccionado todas las dependencias y decidido algunos extremos concernientes a la distribución de los espacios, la colocación de algunos muebles y el uso debido de algunas pertenencias. Incluso había cogido alguna fruta de la nevera y calmado con ella el hambre que acusaba mi estómago, vacío desde el mediodía anterior.

Al contrario que una buena colección de música en reproducciones analógicas y digitales, lo que no había, ni hay, son muchos libros, ciertamente. Tendré que irlos comprando poco a poco hasta llenar las estanterías vacías. Tendré que ir llenando las paredes con más cuadros de los que vi en mi primer recorrido por la casa.

Al lado de la vivienda principal está la que es propiamente la Casa de la Santa. Llegué a ella, una vez que hube salido al jardín, enarbolando las llaves que encontré para abrir la puerta con cierto temor infantil que me conmovió e hizo sonreír.

Ya habían estado en ella y me agradó el orden y la limpieza que habían dejado. No encontré el olor que esperaba hallar ocupándolo todo y deduje que, donde la santa había reposado, era en la única habitación que permanecía vacía y toda ella blanca, sin ningún adorno en las paredes; tan sólo una hornacina en una de las exteriores, aprovechando un hueco que debió de ser, en algún tiempo, el que ocupaba una ventana.

En el tercer edificio importante, más pequeño que los otros dos y que, antes, había estado ocupado por el lagar y servido igualmente de bodega, había ordenado que me tuviesen dispuesto un taller de carpintería completo. Si no a componer música sí, al menos, quería dedicar mis días a construir instrumentos musicales, cellos, violines, contrabajos; incluso, y acaso sin saberlo de una forma definitiva, tenía la extraña intención de construir reproducciones de los que están en actitud de tañer los ancianos del Pórtico de la Gloria. Ya que no me era dado componer ni interpretar la música, quería construir los recintos de los que ella pudiera surgir.

Al menos eso era lo que yo quería reconocer en mi intención inicial, pero lo cierto es que se debiera, más probablemente, a un cierto afán, no sé si ingenuo, de disciplinar mis movimientos, de someter mi cuerpo a un rigor producto de la ocupación manual o, lo que es lo mismo, a creer que así sobreviviría más tiempo. Como si eso fuese tan importante.

Observé todo dispuesto en el interior del recinto, a través de una de las ventanas, sin decidirme a entrar, pues quería ir a recoger el resto del equipaje. En ese momento sentí el ruido que hacía al elevarse el portalón existente entre la casa del servicio y la mía, el que da acceso al jardín en el que nacen las hiedras que trepan a los huecos abiertos de las ventanas; al jardín desde el que trepa la buganvilla que va hasta el recinto de entrada.

Eran los criados. Los dejé que entrasen con la furgoneta y que cerrasen la puerta exterior, antes de hacer del todo evidente mi presencia; presencia que ellos ya habrían podido adivinar por la del coche aparcado delante de la casa. Así lo hicieron, entraron, pero ya con los gestos nerviosos y apresurados de quienes se saben objeto de una más que posible observación.

Eran esbeltos. Contrariamente a lo esperado, eran esbeltos. Se me había metido en la cabeza que, lo más seguro, era que fuesen bajos y de complexión fuerte, pero no era así. Ella incluso era hermosa y, esa condición, me produjo el bienestar que causa la contemplación de la belleza. La mañana a partir de aquel momento era distinta; la temperatura, amena; los colores, tamizados por una luz que llegaba hasta mis ojos afectada de no se sabrá nunca qué alteraciones químicas; todo era distinto y sentí un hálito de vida invadiendo mi cuerpo tembloroso.

Fue ella la que se dirigió a mí, tan pronto como me vio:

– ¿Don Joaquín?

– Sí.

– Nadie nos avisó de su llegada.

Me acerqué y le extendí la mano, queriendo que no me temblase, pretendiendo que al estrechar la suya pareciese firme y serena, llena de un vigor que había ido desapareciendo poco a poco; quería que mi mano fuese fuerte y dudo que lo lograse.

En seguida fue él quien se acercó:

– Se nos hizo tarde y dormimos fuera. Lo siento.

E inmediatamente me dio cuenta pormenorizada de todo cuanto habían hecho.

Le escuché atentamente, permaneciendo de pie a su lado, mientras sacaba de la furgoneta cosas tan diversas como una cortadora de setos, cajas de semillas, bebederos e, incluso, gallinas. Había ido por ellas no a una granja sino a la casa de unos amigos.

– Son del país y no están alimentadas con piensos como lo estarían de ser de alguna granja. Todo maíz, verduras y el pico en tierra.

Asentí sin dejar de observarles. Habían estado en Alemania, me explicaron, trabajando en una granja dedicada a la desintoxicación de drogadictos. Parecían tener prisa en explicarme estos extremos y en clarificar una serie de cuestiones que yo había delegado en mi tío Álvaro.

Habían tomado la casa como suya y ordenado todo con inteligencia y tacto. Dinero no les había faltado para ello, ciertamente, y la casa estaba dispuesta para recibirme de acuerdo no ya con mis indicaciones, que apenas las había insinuado, pero sí con mis deseos; deseos que mi tío debía conocer o, al menos, imaginar… ¿Qué años tendría Álvaro? ¿Noventa? ¿Noventa y…cuántos? Pregunté por él.

– Está bien, le envía recuerdos.

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