Proust sólo pudo escribir en primera persona. Su sensibilidad era monstruosa como esas flores tropicales que devoran pájaros e insectos y destilan un perfume enervante que en el libro se riega a lo largo de centenares de páginas. Dios escribió la novela de la humanidad en tercera persona y no la ha podido terminar. Le pasa lo mismo que a los verdaderos novelistas, que dominados por sus personajes ya no saben qué hacer con ellos. Balzac lloraba cuando tenía que matarlos.
Tema para un apólogo: Dios creó al hombre con un designio egoísta y misericordioso a la vez: para gozar de un espectador sumiso de su obra y para hacer participar a alguien distinto de Él mismo de los halagos del paraíso terrenal. Pero el personaje se revolvió contra su Creador y comenzó a vivir y trabajar por su cuenta. El paraíso le aburría: era demasiado retórico y académico. El epílogo de ese relato podría ser la bomba de hidrógeno lanzada por el personaje, con la consiguiente destrucción en cadena de todo el universo; o la solución clásica del juicio final, con una amnistía general dentro del estilo de las novelas rosa. Si esto no corresponde a la palabra evangélica de "Muchos son los llamados y pocos los escogidos", sí cabe dentro de esta otra: "Los últimos serán los primeros".
Qué es más real desde el punto de vista literario: “El estudiante sentado a la mesa del café, no en la terraza, sino en el interior pues el frío ha barrido de turistas y de hojas secas la plaza de Saint-Germain des Prés, llama al camarero para pedirle un Ricard”; o simplemente esto.
– Por favor…
– ¿Señor?
– Un Ricard.
El problema de optar entre la primera y la tercera persona, entre comportarse frente a los personajes como un dios impersonal o meterse dentro de uno de ellos para mirar a los demás desde el castillo interior de la primera persona, es cosa que resolveré cuando me ponga a escribir. El pueblo judío no se ha dejado devorar por su Dios unipersonal de la dura cerviz. La lucha entre el Jehová que habla en primera persona y los judíos que no se resignan a esa deprimente forma literaria, no ha terminado todavía. La solución del Estado de Israel me parece antihistórica y escandalosamente provisional.
El joven ex-estudiante, o el futuro novelista -cualquiera de estos dos calificativos puede servir- levantó la cabeza, dejó la pluma en reposo sobre la mesa, miró distraídamente hacia la calle empañada por la niebla y una llovizna pertinaz, y le pidió al camarero un segundo vaso de Ricard. El camarero es viejo, calvo, de sienes salpicadas de nieve y un sector de circunferencia, que es la boca exangüe y proletaria, parte horizontalmente el rostro mal afeitado. Al través de los cristales se ven dos o tres taxis en primer plano. Un torrente de vehículos se desliza sobre el asfalto húmedo. En el atrio de Saint-Germain des Prés una vieja vende castañas calientes, envuelta en un manto de plástico. El plástico es una de las invenciones más desapacibles. Hasta una bella mujer, con abrigo y capucha de plástico, recuerda un talego de ropa sucia.
Los clásicos se complacían en describir, pues en su tiempo no existían las películas documentales, ni las revistas ilustradas, ni los carteles de propaganda, ni otros puntos de referencia. La descripción de lugares y de personas le resta velocidad al relato. El lector deja de entender y pierde el hiló por quedarse observando a la vieja de las castañas enfundada en su abrigo de plástico, o la boca del camarero que recuerda un sector de circunferencia. Lo ideal sería no describir y fiarse en la memoria topográfica y en la imaginación fisonómica del lector. O podría apelarse a lo que ahora se llama "medios audiovisuales para la difusión de la cultura y la lucha contra el analfabetismo". Se trataría de inventar una novela ilustrada a semejanza de las tiras cómicas.
Acaba de detenerse un taxi -dejar su descripción para lectores de países subdesarrollados donde no haya taxis- salta a la calle una mujer envuelta en plástico de la cabeza a los pies. Es rubia y sus piernas son elásticas, rematadas en capiteles lobulados, duros, altos, insolentes… Es la americanita de ayer.
Sí yo fuera rico intentaría en este momento un acercamiento tangencial, o me sentaría tranquilamente a su mesa para decirle (forma dialogada, pues en la vida real la forma relatada sólo se emplea para contar algo que en el presente no está ocurriendo):
– Supongo que usted es americana. Yo soy un periodista hispanoamericano…
– ¡Oh! ¡Muy interesante!
– Nos podemos tomar un Martini, un whisky, un Ricard. Ricard es lo que tomamos los escritores en Saint-Germain des Prés.
– ¡Oh!
Tengo que tomar las cosas con seriedad. Si me distrae de mi novela la primera muchacha que pasa por la calle envuelta en plástico, como un filete de ternera… A las mujeres bonitas les va muy bien el plástico transparente. Es una forma de exhibirse al través de una vitrina portátil.
A veces me tienta el teatro y he pensado seriamente en hacer una comedia en vez de una novela. El teatro es más directo y sobrio que el relato y rehúye toda descripción innecesaria.
Primer cuadro: Rincón de café en la plaza de Saint-Germain des Prés. Un camarero viejo entra por el foro, cuya puerta se supone que comunica con el restaurante. Trae en la mano una bandeja con unas copas, una botella de Ricard, una botella de agua Perrier.
La muchacha -y esto ya no es suposición teatral o fantasmagoría literaria- llamó al camarero, me miró con una mirada azul y jubilosa que iluminó súbitamente este día sucio y gris, señaló con el dedo mi vaso de Ricard y pidió lo mismo para ella.
Si no puedo evitar las descripciones a las cuales fueron tan aficionados nuestros primeros padres los clásicos, ni dispongo de medios audiovisuales para intentar una revolución tipográfica, por lo menos trataré de soslayar el escollo. Partiré de la base de que el lector posee la suficiente imaginación, o la cultura necesaria, para ver las cosas que yo apenas mencionaré al poner a andar mis personajes a lo largo de mi novela. El lector transitará por ella como un pasajero en la plataforma de un bus, atento a la conversación de dos señoras, una insignificante y otra rubia, de ojos azules, posiblemente americana. Esta le cuenta a la otra cómo llegó a París en busca de aventuras, pues en Kansas se aburría en una deprimente atmósfera de millones de dólares y discriminación racial.
Hoy no puedo escribir. Lo que quisiera contar nada tiene que ver con mi novela y este cuaderno no es un diario, sino una plataforma de despegue de mis cohetes interliterarios.
Hoy tampoco puedo escribir. Si me lo propusiera podría inventar pensamientos como uno cualquiera de esos moralistas que se sentaban ante su mesa de trabajo a pensar pensamientos. Pascal era otra cosa. Pascal anotaba ideas para que no se le fueran a olvidar. A lo mejor, más que un enfermo agobiado por dolores físicos y preocupaciones metafísicas, el pobre era un desmemoriado como yo…
Lluvias matinales, viento frío del nordeste, sol brillante por la tarde. Acodados al parapeto del Pont-Neuf miramos pasar los "bateaux-mouches" cargados de turistas.
Éstos no han caído en la cuenta de que las orillas del Sena se ven mejor desde los puentes que a bordo de un vapor: amantes pegados entre sí por un beso, pescadores pegados al río por una caña, mendigos pegados al suelo por el cansancio y el sueño.
Hoy volvimos a comer en un bistrot de la calle de Monsieur le Prince. Ni ella habla francés, ni yo hablo inglés.
Tonterías en "franglais". Nada…
Todo o nada.
Nada.
Todo y punto final en el Hotel d'Albe, plaza de Saint-Michel, esquina de la calle de la Huchette con la calle de l'Harpe.
CUADERNO No. 2
Me pasaban sombras por los ojos cuando me detuve ante las vitrinas de Hermes, en la calle del Faubourg Saint-Honoré. Había un bello despliegue de carteras de cuero, unas fustas de jinete, unas pañoletas de seda con dibujos de cacería o salpicadas de hojas amarillas, sienas y de color marrón. A mí no me produce ni frío ni calor contemplar en la vitrina de una tienda de lujo cosas que no puedo comprar. Me encantan las vitrinas de las tiendas de antigüedades, por el placer solitario de contemplar un mueble que quisiera tener en el salón de mi casa si mi casa tuviera un salón o si yo tuviera una casa con un salón digno de albergar ese mueble. Y los biombos de laca, y los relojes, y las tapicerías del Renacimiento con príncipes que van a la caza y llevan un halcón en la mano, o el rey Asuero que se inclina para escuchar a un mercader. Me intrigan las galerías de pintura siempre desiertas. Un hombre o una mujer meditan en un rincón oscuro. En la vitrina se exhiben dos o tres cuadros que en mi respetuosa ignorancia de la nueva pintura no me atrevo a juzgar. Las vitrinas con ropa de mujer me apasionan. Puedo permanecer media hora delante de ellas rellenando imaginariamente de carne femenina, suave y tibia, los sostenes, las fajas, las medias de seda que se estiran y ondulan como serpientes.
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