Frente a mí y sin el menor movimiento de pudor, una señora de abrigo de visón se acurruca ante un perrillo ridículo y ratoncillesco, con guardapolvo de lana roja, y le limpia el trasero con una servilleta de papel. Y todavía hay quienes hablan de una vida de perros, lo cual seguramente nada tiene que ver con los perritos de París.
El de la señora me miró con un gran desprecio, y ella ni siquiera se tomó la molestia de mirarme cuando los dos se alejaron hacia los jardines del fondo del parque.
Una familia campesina compuesta del padre -Eva no aparece en la Biblia después del accidente de la manzana- y sus dos hijos, viven en un rancho en la cumbre de un cerro. El pueblo más próximo queda a dos leguas de distancia. El mayor de los hijos fue desde niño fuerte y silencioso. A medida que el padre envejecía, todo el peso del trabajo cayó sobre sus espaldas. En cambio, Abel fue un niño débil y tardío, de cuyo nacimiento tal vez murió la madre. Teológicamente Eva tuvo que morir al dar a luz un tercer niño, que debió de ser mujer, pero este problema de hermenéutica bíblica me tiene sin cuidado. La crianza de Abel fue difícil y aunque su padre tuvo otros hijos con la nodriza campesina que llevó al rancho para que lo criara cuando murió la madre, siempre fue su hijo preferido. Cuando era todavía una criatura, le regaló un cabritillo para que jugara con él. Más tarde, y a instancias del cura -el Jehová del pueblo vecino- lo mandó a la escuela. Para que no se fatigara le prestaba el caballo, un caballo rucio y viejo que los domingos Caín llevaba al pueblo cargado de bultos de maíz.
Regresa otra vez a la orilla del estanque la señora del abrigo de pieles. El perrito corretea persiguiendo las palomas, husmeando los charcos de humedad sospechosa que encuentra en el camino, mirando a los niños que juegan con los barcos, levantando la pata ante todos los faroles del jardín.
– ¡No te vayas a perder, mi amor!
Extraje del bolsillo unos terrones de azúcar que guardo para entretener el estómago cuando no tengo qué comer, llamé al perrito y le tendí un terrón. Parado en las patas delgadas y ridículas, me pidió más.
– ¡Ven acá!… ¿Qué estás haciendo?
Yo esperaba que la señora me dijera una palabra de agradecimiento. Me levantaría de mi banco, acercaría una silla a la suya, acariciaría al perrito y lo pondría sobre mis rodillas. Le contaría a grandes rasgos que Caín estaba enamorado de una doncella que todas las mañanas pasaba por el camino que bordea el barbecho, para llevarle el almuerzo a su padre cuya estancia se encuentra al otro lado de la loma. La moza era tierna, virginal, bonita, pero estaba enamorada de Abel. Sin embargo, Caín la miraba cuando pasaba por el camino, y su ardor por ella comenzó a crecer. Ni el fuego del verano es tan voraz y abrasador como esos deseos que nacen de repente en un corazón y un cuerpo atormentados por su soledad… porque yo vivo muy solo y me gustaría ser amigo de una bella señora como usted, y tener un perrito como éste, y pasear los tres por los caminitos del parque…
– ¡Ven inmediatamente! ¡Te he dicho que no comas porquerías ni te acerques a desconocidos! ¡Vámonos!
La señora se alejó por el camino enarenado tirando de la correa al perrito que ladraba y me volvía a mirar de vez en cuando. Si en aquel momento hubiera continuado mi historia habría matado a Abel con la quijada de un asno, pero como a un perro.
1. El Señor antipatizó súbita y arbitrariamente con Caín, y sin razón alguna sus ofrendas no le placían como los sacrificios de Abel. ¿Por qué?
2. ¿Por qué los animales sacrificados eran herbívoros?
3. El castigo de Adán -"trabajarás con el sudor de tu frente"- recayó sobre Caín y no sobre Abel, quien tirado a la sombra de un árbol miraba flotar las nubes en el cielo azul. ¿Por qué?
4. Caín era el trabajo manual, el arado construido con la horqueta de un árbol, el hacha de piedra aguzada en una roca de granito… En cambio Abel era la poesía, era la imaginación que se fuga hacia las estrellas que el pobre Caín no tenía tiempo de mirar. El trabajo manual era Caín, y la especulación intelectual era Abel. Caín era el esclavo y Abel era el señor, y ahí comienza esa monstruosa inversión de las primogenituras que reapareció mucho más tarde, cuando mediante un engaño que aceptó el Señor, Jacob, revestido con una piel de cordero, se hizo bendecir por Isaac -ciego, como todos los padres- y le arrebató los derechos de primogenitura a su hermano mayor.
5. Caín nunca acaba de asesinar a Abel, el preferido del Señor, y vaga por el mundo hambriento y perseguido. Lo asesinan en el Congo y en el Vietnam, muere de hambre en la India, se ahoga en la China, lo roen la ignorancia y la miseria en la América del Sur. La víctima expiatoria es eternamente ese pobre Caín. A mí, Caín me produce una lástima infinita.
¿Dónde pondré a vivir a Caín y a Abel? ¿En un país del norte de Sudamérica? ¿En un país del sur? ¿En un páramo de los Andes? ¿En una ardiente playa del Caribe, con palmeras al fondo? Pensar en todas estas cosas; no escribir nada sin pensarlas muy bien.
En la rue de la Sorbonne, donde se encuentran las oficinas de la revista, tenía una carta con un cheque de ciento veinte francos. Fría e insolente, la carta decía que mi colaboración quedaba suprimida a partir de la fecha, y la administración de la revista esperaba mi recibo del cheque para efectos de contabilidad. Lo cambié en la administración de la Ciudad Universitaria y, aplazando para el día siguiente toda reflexión económica, decidí llevar a mi amigo el brasilero -víctima de un ataque agudo de pesimismo existencialista- al taller de las hermafroditas desveladas. Allí encontramos a los amigos de siempre: los pintores, el judío argentino, la americana, los artistas geniales y el novelista negro. Le conté a éste que había perdido mi única fuente de recursos y desde el día siguiente comenzaría a estudiar las páginas del "Figaro" en busca de una colocación. Contra lo que presumía, el negro se preocupó seriamente y me prometió un trabajo en las revistas en que él escribe para algunos países de América del Sur. Se trataría de traducciones de artículos escritos en francés. Me pagarían en dólares y podría conseguirme un adelanto sobre mi trabajo. Llegue a encontrar agradables sus carcajadas estridentes y vulgares, sus ojos saltados y sus labios de color violeta. Además, le encantó mi idea de la novela de Caín, lo mismo que a la walkiria americana quien, a partir de aquel momento, comenzó a mirarme con ojos tiernos y brillantes. Si hubiera tenido algún interés en conquistarla, no me habría costado mucho trabajo conseguirlo. Al conocer mi plan, el negro afirmó que era absolutamente necesario que yo asistiera como delegado latinoamericano al Congreso de Juventudes en Varsovia. Allí se iba a organizar una campaña juvenil universal en favor de la paz y por el desarme de las grandes potencias. Yo debería estudiar sobre el terreno las realizaciones de los kolhozes a fin de dar en mi novela fórmulas nuevas sobre el problema agrario, raíz de todas las injusticias que se cometen con los Caínes de nuestro continente. Tendría pasaje gratis y unos viáticos modestos que me permitirían, sin embargo, viajar por varios países del paraíso comunista.
– Te convendría visitar Israel para conocer los kibutz -dijo el argentino.
– No quiero comprometerme con nadie ni con nada en mi novela. Me gustaría asistir al Congreso de Juventudes aunque nunca me ha preocupado la política y no estoy muy seguro de cuáles son mis ideas para hacer felices a los hombres. En cuanto escritor de novelas reclamo para mí una absoluta libertad de creación, una total independencia de espíritu.
– Estás equivocado. La novela contemporánea debe ser un acto de compromiso intelectual. Tenemos que ser afirmativos. El Caín de tu novela tiene que blandir resueltamente contra Abel la quijada del asno.
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