Tercero: Rectificar un juicio de hace un momento. Evidentemente, yo no sé cómo hablarían en el Nuevo Mundo tanto en los medios cultos como en los populares. En más de siglo y medio, el castellano en América se ha transformado mucho y sería otro dislate histórico el poner a hablar a mis personajes como si fueran ciudadanos que han volado en avión o lo han visto volar.
Después de algunos vagos circunloquios el capellán del Centro de Estudiantes me invitó a que le contara mis problemas y mis proyectos. Es un hombre bien plantado, simpático, afable, que inspira confianza desde el primer momento, entre otras razones por no usar sotana como los curas de mi tierra, sino pantalones y chaqueta como cualquier ciudadano.
– Lo que usted quiere -me atreví a decirle-, es que yo me confiese.
– ¡En manera alguna, mi querido amigo! Lo que yo quiero es que usted me cuente sus cuitas y no sus pecados. Su Cónsul, que es una persona encantadora…
– Permítame que lo contradiga…
– Su Cónsul me dijo que usted… navega, flota sería mejor, en plena crisis económica. Eso nada tiene de vergonzoso. Centenares de muchachos que han pasado por aquí, y ahora son mis amigos, han tenido dificultades de dinero. A algunos les hemos conseguido becas. A otros los hemos colocado en puestos… ninguna maravilla, claro está… pero han podido defenderse y continuar sus estudios. ¿Entiende, ahora sí, cuál es mi propósito?
Al Padre le interesaron mis proyectos de escritor y lo conmovieron mis penurias de estudiante.
– Te voy a conseguir alojamiento en una residencia de la Ciudad Universitaria. Vivirás -insensiblemente había comenzado a tutearme, con una costumbre propia de los jesuitas- vivirás entre amigos, con estudiantes. ¿No te sientes muy solo?
Desde hace años estoy acostumbrado a un eterno monólogo interior, a un diálogo entre la realidad y mi imaginación, y a veces me cuesta trabajo salir de mí mismo para alternar con los demás. No valía la pena hablar de estas cosas con alguien a quien apenas conozco y que me conoce todavía menos. La soledad no me espanta. Puedo deambular días enteros por las calles de París sin desplegar los labios, pero sin dejar un solo momento de hablar, y hablar, y hablar conmigo mismo. El aislamiento físico me deprime a veces y me empuja a buscar la presencia puramente material de una mujer cualquiera, o de un portero de cabaret, o de un farmacéutico vulgar como mi vecino de la Avenue Port-Royal; pero por lo general estar conmigo mismo me basta.
El Padre me preguntó si todavía me quedaba algún dinero. Al contestarle sinceramente que estaba viviendo casi de milagro, me prometió conseguirme alojamiento en la residencia de estudiantes desde esa misma noche, y algún trabajo que me permitiera vivir, mientras -esto me hizo pensar que el Cónsul le habría hablado de mí más de la cuenta- llegaba mi repatriación.
Y en efecto, me fui a vivir a la residencia de estudiantes que España tiene en la Ciudad Universitaria, en un ambiente austero pero alegre y estimulante. Por el contrarío de lo que nos sucede a los hispanoamericanos -huraños, versátiles, desconfiados, introvertidos- los españoles viven hacia afuera y se entregan generosamente al primer venido. Como por unos pocos francos en un restaurante estudiantil de la esquina del Boul' Mich' con la rue de Monsieur le Prince. Nada interesante que anotar. Los países felices no tienen historia.
Cuando lo descubrí con su abrigo raído, sus ojos de perro hambriento, su mancha de bigote sobre el labio hinchado y blando, resulta que estaba ahí desde hacía mucho tiempo. Me había conocido en alguna reunión de estudiantes, o en una fiesta patria, o en una manifestación anti-algo, o en un café extraño a donde fui a parar alguna noche de juerga y acabé conversando animadamente, en la madrugada, con unos tipos misteriosos que bebían Pernod en una mesa del rincón. Lo conocí sin saber a qué horas. Cuando se enteró de que frecuentaba el Instituto de la rue Saint-Guillaume no con la idea de graduarme, sino con la de escribir una novela hispanoamericana, se interesó súbitamente en mí. Al observar la tupida colcha de lana que le cubría la cabeza, y al percibir al través de los peculiares olores del café -el del radiador caliente, la cerveza agria, el café frío, los abrigos mojados por la lluvia- su aroma racial, su efluvio personal a negro que no se ha lavado en muchos años, sentí una gran repugnancia. Parece inverosímil que una noche hubiera dormido con una negra que tenía el pelo así y cuyo cuerpo destilaba un sudor que olía a negro. De pronto me dijo:
– ¿También caíste en las redes del Padre de la rue d'Assas?
– Ha sido excepcionalmente generoso conmigo.
– Son sus métodos, los viejos métodos jesuitas de persuasión.
Al hablar con él hacía un penoso esfuerzo, como el de quien se expresa en una lengua que conoce mal, para no decir tú ni usted. Si le dijera de tú, sería aceptar un plano amistoso e igualitario en el que no me quería colocar, y si lo tratara de usted, cuando el muy insolente me trata de tú, sería rebajarme a sus pies.
– ¿No has viajado durante los años que llevas en esta ratonera de París?
– Si todas las ratoneras fueran como París…
– Es una ratonera que atrapa a los ingenuos como un queso imaginario.
– Si yo pensara así, no viviría en París.
– Yo vivo aquí, pero viajo continuamente. Soy periodista y tengo el proyecto de escribir, no una novela indo-americana, sino sobre Indoamérica, que no es lo mismo.
– ¿Por qué una novela hispanoamericana no es lo mismo que una sobre Hispanoamérica? Y ¿qué es eso de Indoamérica y no Latinoamérica, por ejemplo?
– No es una cuestión de matiz, sino un juicio de valor como diría tu amigo el brasilero. Aunque el escritor sea ruso, o francés, o norteamericano, o español, y escriba dentro o fuera de su país sobre un tema de los que llaman local o regional, está inscrito en una época determinada y enfrentado por eso a problemas que torturan por igual a todos los seres humanos. Además la era de los nacionalismos, los colonialismos, los imperialismos, está superada.
– Eso tiene gracia en labios de… (en el grueso hocico de un negro)… en labios de un comunista.
– Soy un hombre libre que simpatiza con cualquier ciudadano que luche por la paz y por la libertad.
– Yo también. Por eso me interesa la libertad de Hungría, por ejemplo.
– Me interesa un sistema político que elimine las desigualdades nacionales, raciales, sociales, estatales…
– El nacionalismo renace en África y en Asia. Imperialismo es el de Mao cuando trata de apoderarse de los países vecinos; el de Rusia, cuando avasalló una serie de naciones libres en la Europa central.
– Los americanos hablamos de lo que no entendemos. Volviendo a la novela te repito que la obligación del escritor en nuestro tiempo es desarrollar dentro de cualquier escenario, en cualquier lengua, en cualesquiera circunstancias… ¿Me entiendes?… el tema de la revolución, la libertad y la paz. No podemos detenernos a lamentar la violencia de los medios cuando el proceso histórico conduce inevitablemente a la paz, la justicia y la libertad.
Me indigna esta monserga comunista. Hay tres tipos de insolencia que no puedo soportar: la de los negros que se sienten blancos, la de los jóvenes que se creen inmortales y la de los comunistas que se consideran depositarios de una verdad revelada por Marx. Y este tipo es negro, joven y comunista.
– Alguien me habló de una novela histórica que estás escribiendo sobre América Latina. ¿Prefieres que diga América Latina?
– Mi novela se desarrolla en la época de la independencia americana.
– Una revolución fracasada, como sabes. Los libertadores buscaban la independencia política de nuestros países pero no querían la revolución social. La Independencia fue una guerra internacional hecha por las élites, no una revolución social porque no la hizo el pueblo.
Читать дальше