Eduardo Calderón - El Buen Salvaje

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Premio Eugenio Nadal 1965
En El Buen Salvaje, Eduardo Caballero Calderón, acostumbrado a escribir obras de corte campesino, en el que describe un mundo agrícola arraigado a sus raíces y viejas costumbres colombianas, nos muestra, al situar su acción en París, a un joven que pretende escribir allí una novela, saliéndose así del contexto de injusticia y violencia de Colombia en que generalmente escribía sus historias. Es así como podemos observar esta nueva faceta de Caballero Calderón, demostrando así su versatilidad al escribir obras. En El Buen Salvaje, se capta esa esencia de "malicia" con la que la cultura latinoamericana vive constantemente, se nos muestra la capacidad de supervivencia de un hombre al cual el sentido de pertenencia por la moral clásica (honor, respeto, trabajo, etc.) es casi que nulo, ya que se aprovecha de la buena intención de las personas; es de este modo que Eduardo Caballero Calderón exporta al viejo mundo la problemática Latinoamérica pero a menor escala, reducido a un hombre un tanto conflictivo que termina por ceder ante la tentación del alcohol.
El protagonista de esta obra experimenta en el cambio repentino y desordenado de su nivel social. Al inicio de la obra, se le puede describir como un ex – estudiante aspirante a escritor. En esta etapa oscila entre la clase Baja – Baja y Baja – Alta, es decir, cuando pide prestamos y le llega el poco dinero que envía su familia, puede subir su status económico muy fácilmente. Aquí se relaciona con gente como El Farmacéutico (de la media – baja), Pabliño (baja – alta), Juanillo (media – media), Chantal (baja – alta), o el Marroquí (elite, ya que es representante gubernamental en la UNESCO). Luego al desarrollarse la historia, conoce a Rose – Marie (alta – alta), quien es sin duda, la persona que lo lleva a aparentar algo que no es. Es con ella y con su circulo social, que se relaciona con la Elite, como el Embajador de Chile, aunque ya tuviera una relación no muy cordial con el Cónsul. Las personas que conoce en la Facultad de Estudios Latinoamericanos (El Negro Comunista, Marsha, Las lesbianas, El Judío Argentino, etc.), son extranjeros que tienen su vida sumida en estudios y consideraciones sociales, su status social esta entre la Baja – Alta y la Media – Alta. Ya al final de la obra, el protagonista decae por completo en la pirámide social, luego de huirle al encuentro con los padres de Rose – Marie (unos aristócratas pedantes como él los describiría), empieza a vagar sin rumbo por todo París, internándose en lo profundo de las vías del tren subterráneo y redescubriendose a sí mismo, es en este estado que llega a experimentar lo burdo y trágico que puede ser caer a la base de la pirámide, caer al Lumpem Proletariado, convirtiéndose en un "clochard" o indigente. Es así como podemos observar como ha sido el tránsito de dicho personaje a través de la escala social, viviendo en carne propia los rigores de la pobreza y a la vez los lujos y comodidades de la Élite.

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Me sentí un desgraciado como aquella tarde en que vi rodar por el barranco, saltando de trecho en trecho, una copa de las ruedas delanteras del automóvil de Miguel.

Por lo menos he perdido ocho días por causa de tropiezos con la policía que finalmente se arreglaron cuando llevé al Consulado mi certificado de inscripción como alumno libre en la Facultad y mi matrícula en el "Centro de Estudiantes" de la rue d'Assas. Más que el Consulado, cuyo ambiente se había vuelto para mí de una frialdad glacial, me ayudó el Centro a resolver problemas que me tenían muy preocupado. Conocí además gente distinta de la que había tratado hasta entonces, y no tardé en relacionarme con muchos estudiantes latinoamericanos en el café de La Coupole del Boulevard Montparnasse. Lo que me mortificó más durante aquellos días fue una desagradable carta de Miguel en respuesta a una en que yo, en un acto de humildad y de arrepentimiento del que todavía me avergüenzo, le relataba con toda clase de detalles el accidente de su automóvil. Había hecho, naturalmente, unas cuantas modificaciones necesarias.

No hay cosa más difícil que contar algo, aun el hecho más insignificante, tal como realmente sucedió. Sería difícil averiguar si se trata de una distorsión de la realidad producida por los prejuicios y la imaginación de quien relata, o de una incapacidad del lenguaje para expresarla y reflejarla tal cual se presentó ante sus ojos.

Me hice la consideración de que el Cónsul ya le habría escrito al padre de Miguel contándole lo que decía la policía y sobre todo lo que él sospechaba que había sucedido, aunque la policía no se lo hubiera contado. Miguel le creyó más al Cónsul que a mí, tal vez presionado por su padre, al través del cual han pasado París y la cultura occidental "como un rayo de sol sin romperlo ni mancharlo".

Esta imagen del Catecismo de Astete es una de las más hermosas que puedan concebirse, y yo la utilizo con frecuencia.

No me creyó Miguel, o fingió no creerme. "Siempre tuve la sospecha de que eres un vil fabulador, -me decía-, lo cual se confirma con tu intención de escribir una novela que, con seguridad -pues conozco tu inconstancia-, no terminarás jamás."

Este juicio no se debe a malevolencia de Miguel, sino a ignorancia e ingenuidad. Tolstoi tardó siete años en escribir "La Guerra y la Paz", Leonardo veinte en pintar la Gioconda, Einstein diez y siete en descubrir la ley de la relatividad. Leía mis cartas en el café de La Coupole, mientras conversaba con dos amigos sobre los problemas que presenta para un europeo una interpretación exacta del continente latinoamericano. Todos los latinoamericanos soñamos en la unidad continental cuando nos encontramos en Europa. Dentro de América, ni siquiera tomamos estas cosas como un tema de conversación. Debí de ponerme colorado hasta las orejas, pues alguno de mis amigos me preguntó qué me pasaba.

– Estoy demasiado cerca del radiador -dije, y cambié de sitio y pedí una cerveza.

Más que esa desagradable carta de Miguel, me impresionó la de mi hermana, a quien éste había llamado para contarle el accidente. Sin suavizar la brutalidad del juicio y la vulgaridad de la expresión, me decía que soy un sinvergüenza… ¿Cómo se me ocurría perder en un momento, por estupidez, la amistad de un hombre tan bueno como Miguel? ¿Ahora qué pensaba hacer? Mi hermana no le había contado naturalmente nada a mi abuela, cuyo santo caerá uno de estos días.

Nota: Marzo, santo de mi abuela. Recordar la fecha y escribirle cuatro palabras.

"Miguel me prometió ayudarme a conseguir tu repatriación en la Cancillería, donde tiene muchos amigos. Hace esto no por ti, sino por mí, y la idea no fue mía, sino suya, y le vino espontáneamente a los labios cuando le conté la situación en que estamos. Si no lo traemos a la fuerza, no volverá jamás, me dijo."

Conseguir una repatriación es cosa muy difícil, pues al Ministerio llegan centenares de solicitudes no sólo de París, sino del mundo entero, me dijo el Cónsul alguna vez. En todo caso es una puerta que Miguel sería capaz de abrir si se lo propusiera.

Acabo de releer las treinta primeras cuartillas de mi novela, con espíritu crítico e imparcial, como si las hubiera escrito otra persona, y encuentro entre otras una escena que me duele arrojar a la canasta. Es un diálogo entre dos soldados que sirven refrescos en el salón de baile, y al salir de allí escurren las copas de brandy y de vino en el corredor, antes de llevarlas a la despensa.

Diálogo vivo, rápido, natural, espontáneo, pues me resisto a creer que en esa época heroica los hombres hablaran con la lentitud y la solemnidad con que los ponen a dialogar los historiadores académicos.

Los soldados comentan sus impresiones militares: su miedo mortal cuando el silbido del primer disparo rasgó el silencio del campo de batalla, el rumor de la sangre en los oídos, el relincho de un caballo desbocado, el lamento de un hombre herido, la orden confusa de un oficial que pasa al galope del caballo frente al pelotón de los infantes parapetados detrás de una cerca de piedra. Un soldado padece de diarrea desde el día en que bebió agua estancada en un caño de Casanare, y al menor descuido pierde el control y se va del seguro sin sentirlo.

Cuando los españoles se repliegan y termina la acción, el teniente ordena su gente por escuadras, la cuenta, y le tiende la mano al soldado para felicitarlo. Su compañero no había podido disparar porque se le había encasquillado el arma.

Para este par de héroes bisoños, que se habían batido con arma blanca cuando se les acabó el escaso pertrecho que llevaban, la batalla fue una agitación disparatada, una sucesión de imágenes incoherentes, un estruendo ensordecedor, un griterío infernal, una cacería implacable de fugitivos, unas órdenes contradictorias que nadie podía entender o ejecutaba al revés.

Intercalaba dentro de este diálogo el que los soldaditos podían seguir, a retazos, cuando entraban en el salón lleno de parejas jóvenes o en la biblioteca donde Bolívar conversaba con los oficiales de su estado mayor. Las muchachas del salón preguntaban a los jóvenes héroes qué se sentía al hincar las espuelas en los ijares del caballo para entrar en batalla; cómo se peleaba con la infantería; qué se hacía con los heridos enemigos que quedaban tendidos en el campo…

– ¿Qué se hace con ellos? ¡Rematarlos! -exclamó un gigante al parecer manso y bonachón, que lucía tres presillas en las charreteras.

En la biblioteca donde los personajes importantes comentaban la batalla, se escuchaban palabras exóticas para los soldaditos, naturalmente analfabetos. Bolívar se paseaba por la estancia como un tigre enjaulado. A veces se detenía ante la chimenea, donde ardían unos leños, y extendía las manos o se ponía un momento de espaldas para calentarse. Bolívar era friolento, o por lo menos así lo pinto yo en esas primeras páginas de mi novela. Y todo eso, cuya lectura me dejó realmente satisfecho, se desplomaba ante el hecho absurdo desde mi punto de vista literario, de que al otro día de la batalla del Pantano de Vargas y la víspera de la de Boyacá, que señaló el ocaso del Imperio español en América, no podía haber baile. A veces pienso si no tendría la culpa de todo la lectura de "La Guerra y la Paz" que terminé hace unas noches, y el recuerdo de una vieja novela de Stendhal. El baile es de inspiración tolstoiana. La idea de mirar la batalla con los ojos de dos soldaditos ignorantes, es de Stendhal y no mía. El toque naturalista del soldado que ensucia los calzones al escuchar el primer 'disparo, no es mío, sino de Remarque en su novela "Sin Novedad en el Frente".

Primero: Mientras escribo, no leer ni recordar novelas.

Segundo: Soslayar escenas y situaciones históricas para no cometer anacronismos.

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