En el reloj del palacio del Senado son apenas las diez y media.
Me gusta el jardín de Luxemburgo con su verja de hierro pintada de verde y sus lanzas doradas. Es injusto que sólo las palomas disfruten de estos prados, dóciles al tacto como un retazo de terciopelo o como el vello imperceptible que cubre la nuca de Chantal.
La pobre es insensata. Un aborto provocado puede producir daños irreparables, me dijo el farmacéutico.
Por los caminitos del parque pasean unas ancianas solas y silenciosas apoyadas en su bastón. Me produce calofríos la soledad de los viejos en París. Yo no querría llegar a vieio en París. Bajar todas las mañanas seis tramos de escalera, con las coyunturas y las articulaciones crujientes y dolorosas. Hacer la compra del día, arrastrarse por calles hostiles, por avenidas insolentes, por plazas cuya visión produce desaliento y fatiga. Y la angustia de no alcanzar a cruzar el bulevar cuando el semáforo da paso a los peatones y un torrente humano se precipita de un lado a otro, dejando a los viejos atrás como pobres insectos con las patas lastimadas. Y subir otra vez, deteniéndose a descansar en los rellanos, una escalera cada vez más larga y más pendiente. Y en el cuarto de la mansarda el frío, y la soledad, y la angustia de ser arrojado de allí porque ha llegado un cliente mejor, y la soledad, y el temor de no recibir la pensión a tiempo o la ayuda que envía algún pariente olvidadizo, y la soledad, y las noches eternas sin encender la lámpara por temor a despertar a un vecino gruñón, y la soledad, y viejas memorias olvidadas que de pronto afloran a la conciencia como fantasmas, y la soledad, y el miedo del infarto, del ataque, del cólico, del dolor en medio de la noche, en un mundo hostil, y la soledad, una soledad espesa y pegajosa que produce una tremenda, una agobiadora, una amarga melancolía…
Un par de enamorados se arrullan en un banco. Un señor que luce la Legión de Honor en la solapa arroja migajas de pan a las palomas. Llueven sobre él en un remolino tornasolado. Los personajes de Balzac terminan, en la última página, con la roseta de la Legión de Honor en la solapa. Todos los funcionarios de cierta edad a quienes observo en el metro o en el bus, están condecorados. He llegado a pensar que los franceses usan la Legión de Honor para distinguirse de los extranjeros. Un agente de policía -el kepis, la capa, los guantes, corresponden maravillosamente a los balcones de hierro forjado y a las mansardas grises- pasea su aburrimiento a la orilla del estanque. Una vieja encorvada y envuelta en un informe bojote de trapos le cobra al señor condecorado cincuenta céntimos por ocupar su silla de metal, aunque haya centenares de sillas vacías. Yo siempre tengo la precaución de sentarme en los bancos.
Los niños juegan con los barquitos de vela mientras las mamás tejen interminablemente bufandas de lana. Me gustaría alquilarle al hombre de los barquitos el velero número 17 que tiene las velas amarillas. Me paraliza la timidez. Es un sentimiento absurdo, pues en París puede uno hacer lo que quiera sin que a nadie le importe nada. Pero echar un barquito de vela a navegar en el estanque es algo que yo, aunque perezca de envidia con los niños que los dirigen con su pértiga desde la orilla, no me atrevería a hacer.
El sol juega en la arena con las sombras fugitivas que proyectan las palomas al levantar el vuelo, y aviva el verde del prado que pisotean los pájaros, y restalla en la visera charolada del agente de policía, y cabrillea en el estanque, y enrojece la cintita roja que mi vecino lleva en la solapa. Estoy metido de cabeza en un cuadro de los impresionistas. Por pura presión atmosférica, me convierto en uno de esos caballeros barbados y de cuello de pajarita que levantan solemnemente la chistera al paso de una carreta cargada de un ramillete de señoritas de flores. (Quería decir: cargada de señoritas que recuerdan un ramillete de flores, pero la frase incorrecta es más impresionista e impresionante). La imaginación me está funcionando al revés, como la memoria de Marcel Proust. Gilbertas, Albertinas, Odettes, marquesas de Villeparisis, duquesas de Guermantes, encaman en los personajes del parque. Entre Proust y yo se abre un profundo abismo de cincuenta años, pero en los jardines del palacio de Luxemburgo, donde el tiempo se estanca milagrosamente como en "A la Recherche du Temps Perdu", Proust y yo nos volvemos a encontrar. El reloj del palacio está dando las doce y me tengo que ir…
El Cónsul me recibió con un bufido. El relato liso, sin diálogos, sería de una vulgaridad deprimente.-
– Le contesté que usted no había vuelto por aquí desde hacía meses, y no sabemos dónde se hospeda. Hace ocho días recibí un nuevo cable, ya no de su hermana, sino de la Cancillería,
– He estado enfermo durante un mes y sólo hoy he podido levantarme. Estoy seguro de que en una de esas cartas me avisan el envío de un giro, pero como hoy es sábado y no hay bancos… Un momento, señor Cónsul, un momento… Como hoy es sábado y están cerrados los bancos tal vez alguien pudiera prestarme hasta el martes unos doscientos o trescientos francos. Tengo que hacer un abono en la pensión… (Aquí enumeración de cosas ciertas e imaginarias que estoy en la obligación de realizar.) Estoy terminando mi tesis y necesito algunos datos que usted puede suministrarme. Es un estudio sociológico sobré los estudiantes extranjeros que viven en París y el problema que representa, desde el punto de vista pedagógico, su extrañamiento del hábitat natural.
El Cónsul se mordió los labios y me alargó un billete de cien francos.
– El Ministerio me pregunta cuándo saldrá usted de regreso.
– El giro que me hicieron de la casa para pagar el pasaje se me fue en este mes de enfermedad… Usted comprende…
En ese momento apareció a la puerta de la oficina mi amigo Miguel, el único que he tenido en París y a quien no veía hacia por lo menos un año. Por ser muchacho rico y de familia conocida, en el Consulado goza de un fuero especial. El Cónsul se levantó a saludarlo. Pero Miguel, en lugar de dirigirse a él, me abrió los brazos y me costó trabajo desprenderme de ellos. Es hombre generoso y emotivo a quien le estorban sus millones y está empeñado en hacérselos perdonar de todo el mundo. Es fuerte, bien plantado, elegante, con la apariencia de un "gringo" y un ligero acento, pues en realidad ha vivido más en los Estados Unidos que en su propia tierra.
Nota: Etnográficamente, el hispanoamericano es un ser, sorpresivo. Cuando se abren las puertas de una Embajada el día de la fiesta patria, nadie sabe a qué atenerse. Puede entrar un gigante rubio, hijo de padres alemanes y nacido en el sur de Chile; o un actor de cine italiano que es un funcionario de la Embajada argentina; o un africano del Congo Brazzaville, que es un ministro dominicano; o un sacerdote budista vestido a la moda occidental, que es un millonario boliviano; o un estudiante como Miguel, en cuyos ojos aflora un remoto abuelo africano, y en el cutis el tinte hepático de los aborígenes andinos de la región ecuatorial.
El Cónsul me dio una palmadita amistosa y familiar en la espalda y cambiando el usted áspero de hacía un momento por un tú más cordial, me dijo:
– Tienes que cuidarte. Una convalecencia en invierno es muy peligrosa. El martes hablaremos de tus problemas. Ya veré cómo arreglamos tu viaje para lo más pronto posible.
Miguel me miró sin comprender lo que pasaba.
– Espérame cinco minutos y almorzaremos juntos. Nosotros también nos vamos, y quiero hablar con el Cónsul un asunto muy breve sobre mi certificado de estudios.
– ¡Todo el mundo está de regreso!, exclamó el Cónsul. Las noticias son cada vez peores… El dólar continúa subiendo a saltos… Otra vez se habla de un golpe de Estado, de una revolución, de una dictadura, ¡qué sé yo! Desde que me conozco jamás he recibido buenas noticias. No me extrañaría que alguien me dijera en alguna carta: "El que desgraciadamente está muy bien y completamente curado de algo que no era un cáncer sino un falso diagnóstico, es Fulanito…"
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