Morales leía cólera en su semblante, no desánimo.
– Si me permites, te hablaré de una sugestión que nos han hecho…
Cosme Vila le miró.
– ¿Qué sugestión…?
– Tal vez pudiera ser una solución…
Cosme Vila alzó los hombros.
– He de advertiros que la solución se encontrará de todas maneras.
Morales prosiguió, mirándole con fijeza y como dudando de la acogida de sus palabras:
– Se trata de los anarquistas.
Cosme Vila arrugó el entrecejo.
– ¿Cómo de los anarquistas?
– Déjame hablar -cortó Morales-. En Barcelona opinan que podríamos sacar partido de dos cosas: del estado en que se encuentra el Responsable y del hecho de que los campesinos de Barcelona sean anarquistas. ¿Por qué no conseguimos que el Responsable pida ayuda a éstos, les pida víveres? Vasiliev cree que probablemente los obtendría. Entonces podríamos hacer algo común en la Cooperativa. Nosotros prestar al Responsable los camiones… ¡En fin! Sin necesidad de que los afiliados se enteraran. O informándolos, lo mismo da.
Cosme Vila oyó aquello en silencio. Al pronto la sugestión le pareció absolutamente grotesca. ¡Unirse al Responsable! ¡Se quedaría con los víveres y, si pudiera, hasta con los camiones!
No obstante, su sentido realista se imponía. Algo quedaba claro, gustara o no gustara: el apoyo anarquista, dadas las circunstancias, podía ser verdaderamente eficaz… ¿Por qué no pensar en el asunto? ¡Y por otra parte algo debía hacerse!
No dijo nada. Sería preciso estudiar aquello.
Vio a Morales y Gorki pendientes de la expresión de su rostro.
– Ésta u otra, mañana os daré una solución -dijo. Abrió un cajón del escritorio y sacó de él un bocadillo.
Cosme Vila cambió de humor. Temía que su reacción contra Barcelona hubiera quebrantado en los delegados el sentimiento de unidad.
– ¡Bien, bien! -exclamó, mordiendo el panecillo-. De modo que habéis visto al camarada Vasiliev en persona…
Gorki dijo:
– Hora y media hablando. Ni más ni menos.
Cosme Vila añadió:
– Le dolería no poder ayudarnos…
– Estaba desolado, desde luego.
Cosme Vila asintió con la cabeza.
– Explicadme cómo andan las cosas en Barcelona.
Morales se sintió a sus anchas.
– Andan bien -dijo-. El POUM es duro de roer, pero el Partido conserva una disciplina de hierro. Los socialistas ceden, hasta en Izquierda Republicana tenemos militantes. En fin, lo sabes mejor que nosotros.
Cosme Vila se interesó por los dirigentes de Barcelona que habían asistido a la Asamblea en el Albéniz.
– ¿Y el camarada Hernández…?
– Ha mandado su mujer a Rusia. Quiere aprender el ruso para traducir a Gorki.
Cosme Vila asintió complacido.
– ¿Y el manco…?
– El manco… de momento se queda en Barcelona. Dice que nuestra revolución campesina es ejemplar y que deberá tenerse en cuenta en su día. En fin, nos ha rogado que te felicitáramos.
Cosme Vila formuló aún una pregunta:
– ¿Y armas?
– Vasiliev te hablará de ello.
El jefe no quiso prolongar más la entrevista. Hablaba, pero su pensamiento continuaba fijo en la negativa del dinero. ¡Algo debía hacerse! Veía desfilar ante él los irónicos ojos del Responsable y la ondulada cabellera de Porvenir.
Se levantó bruscamente, como era su costumbre.
– Bueno, de acuerdo. Esta tarde tendremos reunión del Comité en pleno. Ahora hay que ir a trabajar.
– ¿Qué hay que hacer?
– Pues… vosotros al periódico. Reseñad vuestro viaje a Barcelona. Dad impresiones sobre aquello. Que salgan en el número de mañana.
– ¿Y lo de la Dehesa, qué…? -preguntaron Gorki y Morales, antes de salir del despacho.
– Nada. Unos cuantos tiros sin intención.
Ignacio llegó de Barcelona contento, por las notas que llevaba en el bolsillo. ¡Segundo curso! Ante la familia y Marta, reunidos en torno a la mesa, habló de las facilidades que había encontrado en los exámenes.
– Temía que surgieran tropiezos y no ha sido así. Los catedráticos muy correctos, todo muy bien. Contesté y me aprobaron. -Miró a su padre-. ¡Ya soy medio abogado! -Matías contestó:
– Neumáticos Michelín.
Las palabras de Ignacio alegraron el corazón de todos.
– ¿En la pensión, qué…? -preguntó Carmen Elgazu.
– Pues… todo muy bien. Cama de dos colchones y vista a un jardín. -Luego añadió-: Y una sirvienta estupenda.
Marta hizo un mohín coqueto.
– Me alegro mucho.
Carmen Elgazu estaba segura de que su hijo ocultaba todo lo malo. Se lo agradecía, pero en el fondo estaba inquieta. Le preguntó si todo lo que había visto en Barcelona era tan agradable como la sirvienta.
Ignacio cambió de expresión.
– Pues en realidad yo iba a lo mío. -Luego añadió-: ¡Bueno! Ocurren cosas inexplicables, desde luego.
– ¿Por ejemplo? -interesó Marta.
– Por ejemplo… en el tren de regreso -dijo Ignacio-. Un soldado quería saltar por la ventanilla y el cristal no obedecía. Creo que era en el Empalme. Con toda tranquilidad se echó hacia atrás y lo rompió de una patada. Luego, claro está, tampoco pudo bajarse a causa de los trozos de vidrio que habían quedado. Entonces volvió a sentarse sin decir nada, y sin que ocurriera nada.
La familia guardó silencio. Ignacio también. Se había colocado al lado de Marta y de vez en cuando le estrechaba la mano bajo la mesa.
El detalle había puesto sombrío a Matías.
– ¿Qué consideras más peligroso? -preguntó a su hijo-. ¿Barcelona o esto?
Ignacio contestó con decisión:
– Barcelona, desde luego.
Marta intervino.
– ¿Por qué? Más que esto no puede ser.
Ignacio miró a todos.
– Barcelona es más peligroso -explicó- por la sencilla razón de que es mayor. Todavía hay más mezcla de todo, de toda clase de gente. Aquí es imposible matar a alguien y pasar inadvertido. Esto es aún una ventaja.
Luego explicó que tuvo que ir a llevar una carta… a un tal J. Campistol, y que le pilló en mitad de la calle un tiroteo espantoso. Tuvo que refugiarse en un café, detrás de un mostrador.
Carmen Elgazu se santiguó. «¡Jesús, hijo, con qué tranquilidad hablas de tiros!»
A Matías le pareció recordar que J. Campistol era el Jefe de Falange de Barcelona y le pidió a Ignacio explicaciones sobre la carta.
– Es bastante imprudente llevar cartitas a estas alturas, ¿no te parece?
Había olvidado que Pilar estaba presente. La muchacha al oír aquello enrojeció. Todos miraron hacia ella. Se le habían humedecido los ojos y el pensamiento de todos voló hacia Mateo.
Matías dijo:
– Vamos, vamos, Pilar, no te pongas así.
Ignacio intervino.
– Estamos hablando de los falangistas de Barcelona.
Pilar había sacado el pañuelo. Agradeció la ternura de todas las miradas.
Marta le dijo a Pilar:
– No te preocupes, mujer. Esta noche, Mateo se trasladará a casa de Pedro. Allí estará seguro, de veras. Y además tal vez todo esto dure poco. -Luego añadió, mirando a Ignacio-: Somos muchos los que luchamos para que esto dure poco.
Ignacio se había puesto nervioso.
– Si lo dices por Falange… -contestó.
– ¿Qué ocurre?
Ignacio se vio obligado a continuar. -¡Nada! He conocido unos cuantos en la Universidad.
– ¿Y qué…? -insistió Marta.
– Pues… ¡qué sé yo! Vanidosos. Provocando… En fin, unos chulos de marca mayor. Marta se puso seria.
– Bueno -dijo-. ¿Y cómo conociste que eran de Falange?
– Por la camisa azul.
– Es raro que la llevaran. Lo tenemos prohibido, excepto en ocasiones excepcionales.
– Pues se ve que allá hay ocasiones excepcionales todos los días.
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