José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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– ¡Esto no es un convento de monjas!

De pronto, una voz ordenó: «¡Nombramiento de sargentos y cabos!»

Los militantes se mordieron las uñas; hubo gran expectación.

Cosme Vila dio los nombres. «He tenido en cuenta los servicios prestados al Partido, la mayor o menor experiencia -algunos de vosotros han hecho ya el servicio militar- y las facultades físicas.»

Los dos brigadas de África, a uno de los cuales no le faltaban siquiera los bigotes afilados, revivían días históricos. A los sargentos y cabos que resultaron elegidos les entregaron un fusil; a los simples números un recio bastón. El brigada de los bigotes, Molina de apellido, le dijo a Cosme Vila: «Esto nos gusta porque aquí, por lo menos, sabemos que todos son voluntarios».

Surgió una dificultad: el altavoz de la Piscina. Vomitaba bailables tan estentóreamente que su ritmo era obsesionante. Segunda dificultad: los curiosos. Surgían de todas partes, sobre todo de la Piscina. -La mayoría de estos últimos eran anarquistas e iban con slip -. Destacaban Porvenir y la hija menor del Responsable, la cual exhibía este verano maillot blanco.

Pero los dos brigadas superaron aquello. «¡Alinearse… Mar!» Los doscientos cincuenta hombres obedecieron, distanciándose con el brazo. Las secciones formadas, impecables. Cosme Vila contemplaba todo aquello reclinado en un plátano milenario.

Pronto, bajo el follaje, y aprovechando los intermitentes silencios del altavoz, se oyeron los gritos marciales: «¡Un, dos, un, dos!» Por el momento la uniformidad era dudosa, y las alpargatas se revelaban demasiado ligeras para hacer crujir la arena como los brigadas hubieran deseado. «¡Media vuelta… Mar…!» Algunos continuaban en línea recta, como atraídos por el maillot blanco de la hija del Responsable. Otros se dirigían hacia Cosme Vila; los dos brigadas, que también exhibían mono azul, tan nuevo que se les abombaba en el pecho, se miraban con aire desesperado.

Vuelta a empezar, otra vez agrupados, cada uno en su puesto. «¡Un, dos, un, dos!»

De pronto, todo salió a la perfección. «¡Izquierda, mar!» Todos a la izquierda. «¡Derecha, mar!» Todos a la derecha. «¡Media vuelta…!» Los milicianos obedecieron como un solo hombre. Y entonces, ante la estupefacción de todos, se encontraron frente a frente de una formación idéntica a la suya, pero compuesta de caballos.

Los brigadas enmudecieron. Nadie acertó a explicarse qué había ocurrido. ¿De dónde salieron? ¿Cómo? ¿Quiénes eran los jinetes? El sol y el sudor emborrachaban y nadie acertaba a distinguirlo.

Cosme Vila permanecía impasible. Había visto aparecer los caballos a la entrada de la Dehesa, a trote más agresivo aún que el del comandante Martínez de Soria cuando daba vueltas al circuito. «Ahí va el regalito de Julio García…», se dijo. Y, en efecto, a no tardar reconoció los gorros de los guardias de Asalto.

La caballería. La prometida y esperada caballería. El teléfono de la Piscina había comunicado con Jefatura y ante la escalofriante noticia de la Milicia Popular, las autoridades exclamaron: «¡Es el momento! No hace falta ni siquiera el ultimátum». Allí estaban ahora los animales relinchando, mirando a los milicianos con ojos acuosos, siendo mirados por éstos con una expresión que iba transformándose de sorpresa en cólera y deseo de que un rayo cayera sobre sus crines, a medida que descubrían de qué se trataba.

El momento fue de intenso desconcierto. Dos secciones de guardias a pie habían hecho su aparición envolviendo a la Milicia. Los milicianos se sentían ridículos, formados de aquella manera, con el bastón en el hombro; los que llevaban fusil sabían que estaba descargado; y algunos se alegraban de ello dada la expresión del oficial de Asalto que se había apeado de su caballo.

Este oficial era un gigante parecido a Teo, con menos ángulos en la cara. Parecía llegar dispuesto a no perder tiempo. Se dirigió a Cosme Vila: «De orden del Comisario va usted a entregarme los fusiles y venirse conmigo. Y disuelva en el acto la formación».

Cosme Vila le escuchó. El altavoz de la Piscina había parado. «¡Camaradas, no entregar nada! ¡Corriendo a vuestras casas!»

Los milicianos no esperaban aquello. Sin embargo, como tocados por un resorte se quitaron el gorro y echaron a correr en todas direcciones. Por otra parte, los guardias de a pie desplegaron y a cincuenta metros escasos les obstruyeron el paso. Los del bastón se rindieron sin resistencia apenas, aunque ninguno cedió el arma sin acompañar el gesto de una sonrisa irónica. Los del fusil forcejearon con dureza, pero a la postre quedaron indefensos.

El oficial ordenó a todos: «¡Andando! ¡Y poco ruido!» Algunos obedecieron. Otros miraron a Cosme Vila y se hacían los remolones. Varios, con franca insolencia, sacaron las tabaqueras del bolsillo. «¡Andando, o habrá jaleo!» E indicó las porras de sus agentes. La prudencia se apoderó de los milicianos. Lentamente empezaron a dispersarse. «¡Andando!» Los agentes los persiguieron porras en alto y los milicianos, por último, pusieron pies en polvorosa.

Cosme Vila había quedado allá, escoltado por un grupo de guardias.

– Usted se viene conmigo a Comisaría -repitió el oficial.

Cosme Vila no se inmutó.

– ¿Me llevarán a caballo o a pie?

– A pie. -El oficial enfundó su pistola-. ¡En marcha!

Ordenó a los jinetes que se volvieran al trote y a la casi totalidad de los de a pie los mandó regresar por el otro lado. Sólo cinco agentes quedaron escoltando a Cosme Vila.

Echaron a andar. Cosme Vila dio unos pasos más adelante. Alguien entre los curiosos gritó: «¡A la cárcel!»

Cosme Vila meditaba su situación. La avenida central de la Dehesa era larga. Las botas de los guardias resonaban con más contundencia que el calzado de la Milicia Popular. El jefe consideraba que Julio cometía un error llevándole a pie. Según el itinerario que siguieran al entrar en el casco urbano la masa de afiliados se daría cuenta de lo que ocurría y organizaría lo que hiciera falta en su defensa. ¡En línea recta sería preciso pasar ante el local del Partido!

Por el momento, sin embargo, se había quedado sin defensores. Los curiosos que se iban agrupando más bien le eran hostiles. «¡A la cárcel!», se oyó otra vez.

En la Catedral dieron las siete de la tarde. Ya los caballos habían desaparecido. Cosme Vila irrumpió en la calzada que conducía a la Plaza de Telégrafos. En todo lo que alcanzaba su vista no se veía concentración alguna de militantes.

– Tal vez más adelante. Los milicianos habrán avisado a alguien. Todavía no da tiempo.

De pronto, el panorama cambió. Al llegar al Puente, en el que convergían varias carreteras de entrada a la población, oyeron a su espalda una algarabía infernal. Gritos, ruidos de motores y bocinazos.

Cosme Vila volvió la cabeza, y los guardias lo mismo. ¿Qué ocurría? Un camión, y luego otro y luego otro. Cosme Vila comprendió: entraba en Gerona la caravana de víveres procedente de Bañolas. «Víveres para los huelguistas de Gerona.» Pedían paso a través de los transeúntes. Iban cargados de ajos y en las cúspides aparecían sentados felices militantes.

Cosme Vila no perdió un momento. Se irguió sobre sus pies, miró en dirección a los camiones y luego levantó el puño con energía estremecedora.

Los militantes, desde sus torreones de ajos, le reconocieron en seguida. Vieron a los guardias. ¡ Detenido! Llevaban al jefe detenido. El grito se escapó de sus gargantas. Las bocinas sonaron al unísono en colosal estruendo. Los militantes saltaron desde los camiones al suelo y en actitud suicida se dirigieron de frente hacia los guardias. Algunos, faltos de otra cosa, llevaban manojos de ajos en las manos.

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