La circulación se interrumpió. Algunas mujeres se mezclaron entre los militantes. Los balcones se abrieron.
Dos guardias quedaron escoltando a Cosme Vila y los tres restantes, con las porras en alto, esperaron la acometida de los militantes. El oficial tocó el pito, pero ningún otro agente apareció por los alrededores.
A la vista de las porras los militantes no se decidían a avanzar. De pronto de la parte trasera de uno de los camiones salió una piedra que dio de lleno en el hombro de uno de los guardias. Éste cayó al suelo.
– ¡Animales! -gritó el oficial. Y sacó su pistola.
Los demás guardias le imitaron. Se oyeron tres disparos.
El pánico fue indescriptible. Algunos militantes se refugiaron detrás de los camiones, otros se dispersaron. En las ventanas no había quedado nadie.
Súbitamente, el primero de los camiones puso el motor en marcha y arrancó, de prisa, sorteando a los guardias. Se arrimó a Cosme Vila. El conductor gritó, dirigiéndose a éste: «¡Sube, sube!» Y había abierto la portezuela.
Cosme Vila dudó un momento.
– ¡No! -rehusó-. ¡Pero concentraos en Comisaría!
Los guardias, al advertir la inclinación de Cosme Vila, supusieron que iba a subir y dispararon contra los neumáticos.
Cosme Vila se volvió furioso.
– ¡Ya está bien, ya está bien!
El camión huía a toda velocidad. En la puerta de Telégrafos había aparecido Matías Alvear con bata gris y lápiz en la oreja. Pero, al oír los disparos, volvió a entrar.
Cosme Vila prefería ser llevado a pie, ahora que todo el mundo estaba alerta. La valenciana asomaba a lo lejos, seguida de una patrulla de militantes. Se veía su inmenso escote. El guardia herido se había incorporado por sí solo. Era preferible que fuera así.
– ¡Andando!
El trayecto fue lento, pues era preciso sortear continuamente montones de basura. La huelga de barrenderos y de los encargados de la recogida continuaba. La ciudad hedía, y algunos parajes iban resultando inaccesibles. Se hablaba de que la tropa se encargaría del servicio. Perros famélicos iban por aquí y por allá, parecidos al que siguió a César en la calle de la Barca.
No existía periódico derechista para poner al corriente a la opinión. No obstante, las noticias se filtraban por misteriosos conductos. El intento de Cosme Vila de constituir la Milicia Popular llenó aún más de zozobra a todo el mundo. ¿Qué pasará ahora? ¿En qué parará la intervención de las autoridades?
Todo ocurría con lógica implacable. Cosme Vila argumentó ante Julio y el Comisario que no pretendía sino entrenar a sus afiliados para desfilar. Dio pruebas nada triviales: casi todo eran bastones, los fusiles estaban descargados. ¿Qué puede intentarse con fusiles descargados?
Julio llamó al oficial de Asalto. «Enséñenos esos fusiles.» Eran viejos, inservibles. Cosme Vila sonrió.
Afuera se había estacionado la masa gritando: «¡Viva Cosme Vila!»
Julio consultó con el Comisario. Decidieron soltarle.
– Pero renuncie usted a la Milicia -dijo Julio en tono categórico-. Si intenta usted concentrar de nuevo a los milicianos, dormirá usted en la cárcel al lado de don Jorge y procederemos a la clausura del local.
Luego el Comisario añadió:
– Y prepárese a recibir otras noticias.
Cosme Vila salió, pero había dejado de sonreír. Estaba preocupado y cansado. Ordenó a los que le esperaban que se dispersasen. Se fue a su casa, quería dormir. «Mañana hablaremos, mañana hablaremos.»
A los muchos que entendían que Julio se mostró débil éste les contestaba: «¡Ya está bien, ya está bien! Esto, para Cosme, era básico. Además, ya veis que no avanza un paso. Se desgastará, se desgastará inútilmente».
Al día siguiente, El Proletario atacaba duramente a Julio. Publicaba un clisé en el que se veía a dos agentes disparando sus pistolas contra el camión, que huyó a toda velocidad. Los ánimos de los militantes se habían exaltado lo indecible con todo aquello, pues la posibilidad de disponer de armas y de encuadrarse de una manera orgánica les había entusiasmado.
Cosme Vila acudió al despacho temprano. No sabía si había enfocado bien o mal la Milicia. Tal vez cometiera algún error. Al parecer la voz popular aseguraba que disponía incluso de morteros. Su mujer le había dicho: «Hagas lo que hagas, en seguida te calumniarán, diciendo que pretendes esto o lo otro.»
Estaba preocupado y los que le rodeaban se dieron cuenta de ello. Sin embargo, era imposible detener la marcha de los acontecimientos. Víctor se le acercó.
– Oye una cosa. Perdona que escoja este momento…pero la gente se queja.
– ¿Qué gente?
– La que va a la Cooperativa.
– ¿Y pues…?
– Se les reparte siempre lo mismo. Querrían un poco de carne.
Cosme Vila le miró.
– Ya hablaremos de eso luego.
Víctor salió y entró en el despacho el conductor del primer camión de la víspera.
– Oye. Ayer, con todo aquel jaleo, no pude decírtelo. En el campo piden las bases.
Cosme Vila acabó enfureciéndose: «¡Dejadme solo! ¡Hasta que regresen de Barcelona Gorki y Morales no puedo tomar ninguna determinación!»
Ésta era su preocupación principal. Según las noticias que trajeran los dos delegados, todo estaba resuelto, y los fusiles, aunque descargados, se volverían contra Julio. ¡Sobre todo, el dinero era lo que más falta le hacía!
– Id a la estación a esperarlos y que vengan en seguida.
Gorki y Morales llegaron en el tren de la mañana, en el mismo tren que Ignacio. Nada más verlos aparecer en el umbral de la puerta del despacho, Cosme Vila comprendió que traían noticias medianas.
– Sentaos. ¿Qué hay?
Los dos delegados se pusieron a hablar atropelladamente.
– Nos han recibido como si fuésemos ministros.
– Que insistamos, sobre todo, en la formación de células en los cuarteles…
– Nos han dicho que…
Cosme Vila les interrumpió.
– ¡Resultados prácticos, resultados prácticos! -clamó-. ¿Qué hay del dinero?
Gorki contestó:
– Dinero… algo darán, pero peco.
Los ojos de Cosme Vila perdieron el color.
– El Partido tiene poco dinero -justificó el perfumista-. Y naturalmente, todas las provincias lo necesitan.
Cosme Vila se quedó de una pieza. Visiblemente comprendía que el golpe era duro y sus consecuencias graves.
– ¿Y Vasiliev? -interrogó-. ¿Qué ha dicho Vasiliev?
Al verle en aquel estado, Morales intentó dar argumentos.
– Vasiliev… habló con mucha lógica. «Puedo pedir la suscripción a Rusia -ha dicho-. Pero tendré que hacer el informe, mandarlo, allá tendrán que preparar la opinión… y ustedes lo que necesitan es ayuda inmediata.» A mí me ha parecido…
Cosme Vila pegó un puñetazo en la mesa.
– ¿Pero dan algo o no dan algo?
Gorki tomó asiento frente a él.
– Vasiliev vendrá el sábado, él en persona, y algo traerá. Pero desde luego será poco.
El jefe no se hacía a la idea de que aquello era una realidad. ¿Cómo luchar contra la ofensiva que se desencadenaba desde todas partes contra la huelga? Pensó que debía de haber ido a Barcelona él personalmente. Imposible que no se hubieran hecho cargo de la situación. ¡La partida estaba ganada a condición de resistir dos meses más! En vez de esto, se perdían en excusas casi burocráticas. Cosme Vila tomó asiento pensando en el fanatismo de la masa que le seguía, en el esfuerzo de los campesinos. ¡Imposible defraudarlos! Él era el jefe, los llevaba por el camino de la revolución proletaria. Si claudicaba y los obreros, sin protección, se veían obligados a presentarse uno por uno al patrón en demanda de ser readmitidos, le maldecirían hasta la muerte.
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