Manolo y Esther recibieron a mister Edward Collins como a un huésped de honor. No era la primera vez que el cónsul cenaba en su casa. Estaban acostumbrados a sus ademanes, a su voz un tanto chillona y a su peculiar acento inglés. Esther recibió de sus manos un precioso obsequio: un jarrón de cristal de Bohemia.
La cena discurrió amablemente, hablando de las novedades locales -se acercaba la Navidad y Esther andaba ajetreada buscando el correspondiente abeto y elaborando con sus manos las figuritas del belén-, y mister Edward Collins haciendo hincapié en la flema británica ante la adversidad y, asimismo, ante la obligación de rendir honores a los héroes: mister Churchill había perdido las elecciones y actuaba ya desde la oposición.
A la hora del café pasaron a la sala de estar y Manolo le ofreció al cónsul cigarrillos británicos. Inmediatamente le acribillaron a preguntas. Realmente las víctimas podían contarse por millones? Cómo funcionaban las cámaras de gas? Cómo se hacía la selección de los que podrían seguir viviendo? Aparte de los judíos, qué otras etnias fueron las más perseguidas? Y los niños? Y los experimentos llevados a cabo por los médicos SS? Era cierto que en Dachau habíait inoculado malaria a mil prisioneros para estudiar su evolución? Etcétera.
Mister Collins, casi halagado por tanta curiosidad, se tomó el último sorbo de la taza de café y empezó a explicarse. De entrada, les mostró las fotografías, ante las cuales Manolo y Esther palidecieron. Luego les dijo que, aparte los judíos, los más afectados habían sido los católicos, los zíngaros o gitanos y muchos prisioneros rusos.
Al llegar al campo, en camiones o vagones de ganado, eran alineados a golpes de matraca y los condenados tenían que someterse, en efecto, a la formalidad de la selección. La palabra "simpático" daba derecho a la vida; la palabra "no simpático" significaba la muerte. Unos a la derecha, otros a la izquierda, sin preocuparse de ningún estado, edad o sexo… Y esta elección arbitraria, completada con un gesto displicente del látigo, era sin remisión.
Pronto estaréis todos "reunidos", declaraban los comandantes del campo. Y era verdad. Mientras los condenados desfilaban, la banda militar del campo interpretaba la clásica tonada de los Cuentos de Hoffmann. La orquesta estaba compuesta por detenidos; sobre todo, violines y acordeones.
Las cámaras de gas que él había visto tenían capacidad suficiente para amontonar tres mil víctimas. Después de cada ejecución, se subían en ascensor los muertos hasta los crematorios construidos en la superficie. Una sesión de incineración necesitaba un promedio de quince minutos. Pero los crematorios, los hornos, resultaban insuficientes. No permitían quemar más de seis mil cadáveres en veinticuatro horas. Entonces se cavaron "fosas de fuego" o se levantaban hogueras. Una contrafosa recogía durante la combustión dos kilos de grasa humana y proteínas por cadáver. Estos productos, metidos en toneles, eran expedidos a las fábricas de jabón. Este jabón se llamaba "flotante" a causa de su poca densidad. El laboratorio anatómico de Dantzig se encargaba de la buena marcha de esta fructífera industria basada en la utilización de residuos humanos, y la Europa ocupada se lavaba -sin saberlo- con las materias grasas recogidas en Polonia.
Muchos niños. Muchos niños fueron gaseados y quemados así. Sólo dos categorías de niños eran indultados y se libraban del horno crematorio: los mellizos y los enanos, quienes vestidos con la indumentaria rayada de los presidiarios eran destinados a servir de cobayas para los experimentos biológicos de los médicos de las SS sobre la gemelidad, el enanismo y el gigantismo.
En las cámaras de gas, ventiladas después de cada ejecución, los cuerpos eran ante todo rociados con agua de lejía por medio de mangueras. Un equipo compuesto de barberos y dentistas se esmeraba entonces para recuperar el pelo y la dentadura, cuyo empleo se revelaba útil para la economía de guerra alemana. Molinos de motor trituraban los huesos y el polvo procedente de la operación era vendido como abono químico a los granjeros de la región. Día y noche salía de la chimenea de los crematorios un hollín gris e impalpable, que a cien kilómetros a la redonda lo cubría todo con el polvo de la muerte. En la reja de entrada del campo de Auschwitz un letrero decía: "El trabajo es libertad".
Antes de ser ejecutados, los condenados debían despojarse de sus prendas y de todos los objetos personales. Los relojes, joyas, monedas y cosas de valor, cogidas a las víctimas, al igual que los zapatos, gafas, coches de niños, maletas, muñecas, juguetes, etc., eran seleccionados en las llamadas "Cabanas del Canadá" y enviados, con los dientes de oro, bien a Alemania para los siniestrados de los bombardeos, bien al frente, para ser distribuidos a título de recompensa a los soldados que cumpliesen actos de valcu. Se calculaba que fueron toneladas de dientes de oro. Los cabellos de las mujeres, rasuradas después de la ejecución, eran expedidos a las fábricas y servían para hacer medias de fieltro y zapatillas de descanso.
En Auschwitz un médico llamado Mengüele formó, mediante injertos progresivos, "hermanos siameses", sin que se supiera la utilidad del experimento.
El hambre era tal que en los sectores reservados a los prisioneros de guerra rusos se dieron frecuentes casos de canibalismo. El hígado de muchos cadáveres fue devorado crudo por hombres en el umbral de la tumba a los que el hambre volvía antropófagos.
En Mauthausen se liquidaba a los enfermos inyectándoles Lysole o eran colgados a los acordes de unos valses de Strauss. En Dachau muchas mujeres fueron colgadas por los pies y, en esta posición, fecundadas por inseminación artificial. Después de cuatro meses de gestación vigilada, se provocaba el aborto y los fetos pasaban de la matriz a un recipiente, a fin de ser sometidos a estudios biológicos. Las madres eran en seguida conducidas a los hornos crematorios, a pie, desnudas y perdiendo sangre.
En Buchenwald, que significaba "campo de hayas", había especialistas en la reducción de cráneos, médicos nazis confeccionaban momias y obligaban a las mujeres a cruzarse con enormes perros y monos procedentes del parque zoológico. Previo pago de los gastos, a veces las familias tenían derecho a recibir los restos de los desaparecidos -cenizas- en una caja de puros…
Llegados aquí, Esther hizo un gesto, se levantó y se fue al lavabo, convencida de que iba a vomitar. No llegó a tanto, pero el último pitillo le había repugnado y sentía una intensa molestia abdominal. Al regresar pidió perdón. También mister Collins se lo pidió por la crudeza del relato. No se dio cuenta de que la pasión que puso en el mismo podía provocar esa reacción. Por su parte, Manolo se mostraba también muy afectado y entre todos acordaron dejar el tema para mejor ocasión.
Comentaron, eso sí, que difícilmente podría encontrarse parangón con lo ocurrido en Alemania y territorios ocupados. Comparado con aquello, el episodio de las fosas de Katyn eran una pura bagatela. Claro que posiblemente los rusos tenían también sus campos de exterminio, pero tratándose de uno de los pueblos vencedores jamás lograría conocerse la verdad.
Manolo era jurista. Y como tal, se sentía desbordado. Cómo actuar para 'hacerse con el mayor número posible de culpables?
– Perdona, Esther, pero permíteme hablar de esto. Ahora empezarán las denuncias en cadena, la búsqueda de pruebas, las confesiones. Sin duda éstas serán forzadas, y las exageraciones abundarán. La papeleta no es fácil y no la desearía para mí…
Mister Collins miró a Esther. Le hubiera gustado verla sonreír, pero todavía no había llegado el momento. Estaba pálida y con una infinita tristeza en la mirada. Nunca el cónsul la había visto así. No obstante, contestando a Manolo añadió:
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