En la manera de moverse se le notaba al padre Melchor Forteza su larga estancia en Oriente. Parco en los ademanes, las inclinaciones de cabeza, las reverencias, formaban parte de su repertorio expresivo. Continuamente juntaba las manos y daba las gracias. La celda de su hermano, con la ropa puesta a secar y tantos cachivaches, no le causó la menor impresión. En el Japón se había acostumbrado a la promiscuidad, a lo heterogéneo. "Nuestras celdas son pequeños habitáculos donde todo tiene cabida y mucha gente vive así". Sin embargo, Nagasaki era ciudad próspera, preciándose de poseer los más grandes astilleros del Japón. "En principio creímos que Nagasaki había sido elegida por los americanos por causa de los astilleros; luego supimos que no. Fue la fatalidad. Después de Hiroshima, la segunda bomba iba destinada a Kohura, pero al encontrarse los pilotos con que en Kohura la visibilidad era escasa, optaron por lanzar la bomba sobre Nagasaki".
– La prensa española pretende que Truman eligió Nagasaki porque es ciudad católica; y Truman es protestante.
– Calumnia. Nagasaki es, efectivamente, el foco cristiano más importante del Japón. En la misión llevamos contabilizados treinta mil católicos bautizados; pero ésta no fue la causa. Fue la visibilidad, el cielo azul. Kohura se salvó gracias a unas cuantas nubes, aunque sus habitantes lo atribuyen a la intervención de los dioses…
La comunidad en pleno estaba pendiente de las explicaciones del padre Melchor. De repente a éste se le humedecían los ojos pensando en la hecatombe. El estruendo, el terrible estruendo, la elevación del hongo rojizo, la calcinación. El Japón, acostumbrado a los terremotos y a los maremotos, no había vivido jamás nada igual. En una sola zona de la urbe murieron carbonizadas cuarenta mil personas. Todos los relojes de la ciudad se pararon en el momento preciso. La radiactividad alcanzó a todos los materiales, desde el acero de los astilleros hasta las casas de bambú. Los supervivientes, que vomitaban sangre y a los que se les reventaban las encías, hicieron gala de un estoicismo inconcebible para un occidental. Personas sepultadas vivas durante días debajo de los escombros; o con una astilla clavada en un costado o en un ojo; o con quemaduras que les abrasaban el cuerpo. Los que confiaban en ser oídos por alguien se quejaban, claro que sí!; pero los demás cerraban los ojos y esperaban, sin una mueca de desesperación, que llegara el final. Los había que de pronto perdían todos sus cabellos. Todo lo cual llegó al máximo en el momento en que no cupo más remedio que apilar los cadáveres para quemarlos. Se formaron las clásicas pirámides y se les prendió fuego con una serenidad pasmosa, aun cuando figurasen en ellas seres queridos o amigos. Sin que faltaran quienes parecían principalmente preocupados, no ya por esos muertos, sino por las posibles repercusiones de la radiactividad sobre la tierra, de la que se decía que quedaría estéril, que nunca más daría vegetación ni fruto. Aunque algunos científicos opinaban lo contrario, que el suelo sería diez veces más fértil que antes…
– Y en Hiroshima? -preguntó, inquieto, el padre Jaraíz, cuya medalla militar en el pecho había llamado la atención del padre Melchor.
– Yo no he estado allí… Pero sí estaba el padre Arrupe, director de un noviciado y médico de profesión. De momento se calcula que, en Hiroshima, en el primer instante, en la primera milésima de segundo, murieron más de ochenta mil personas, a las que hay que añadir las ciento treinta mil que murieron en los días sucesivos. Por Hiroshima pasa el río Otha; pues bien, el incendio que subsiguió a la explosión fue tan pavoroso que mucha gente, para huir de las llamas, se tiró al agua. El río quedó lleno de cadáveves, que estuvieron flotando muchos días, boca arriba los de los hombres, boca abajo los de las mujeres, nadie sabe por qué…
– Volvamos a Nagasaki… -sugirió el padre Forteza-. Qué fue lo primero que viste, Melchor, al contemplar la ciudad destruida?
– La nada, la muerte… -el padre Melchor volvió a juntar las manos-. Y pronto supimos detalles, referidos al epicentro de la explosión. A menos de quinientos metros la muerte fue instantánea. Entre los quinientos y los mil metros, los afectados sufrieron daños gravísimos, que en muchos casos desembocaron en una pronta muerte. De los mil a los dos mil quinientos metros la radiactividad fue dejando sus huellas, cada vez más tenues. Así, pues, las posibilidades de morir o de enfermar se midieron por metros. Las afecciones más corrientes fueron, en primer lugar, la leucemia. Luego, los vómitos, las diarreas, los keloides o desgarraduras de la carne, los japoneses las llamaban "garras del diablo", el temor a la esterilidad y un sinnúmero de molestias que lo mismo se presentan en seguida como un poco más tarde. Lo terrible es eso: cuáles serán, a largo plazo, las consecuencias de la radiactividad. Las madres gestantes tienen miedo a que salgan niños malformados. Y es que la radiactividad tiene sus caprichos. Por ejemplo, aquellas personas que en el momento de la explosión se encontraban en las piscinas, debajo del agua, resultaron indemnes. Abundaron, desde luego, las mutilaciones y las deformaciones. Personas a las que arrancó de cuajo una oreja. O cuyas manos o pies se empequeñecieron. O cuyo cuerpo, por el contrario, se hinchó increíblemente. También se produjeron abundantes casos de ceguera. Y otra cosa: el envejecimiento de la naturaleza y su alucinante alteración molecular. Las altísimas temperaturas habían hecho temeridades con la materia, habían jugado con ésta a placer. Las piedras, los metales, los vidrios habían sufrido extrañas mezclas y parecían, según la versión corriente, "llorar" o "sangrar". Lo vegetal quedó en gran parte extinguido y en cuanto a la pequeña vida animal, ofrecía singulares sorpresas. Muchas especies habían desaparecido, como, por ejemplo, las ratas. Los pájaros habían emigrado en masa y se ignoraba si regresarían algún día. En cambio se salvaron, quién pudo predecirlo!, las moscas y las hormigas, y hubo un caballo herido que galopó jadeante durante muchos días por entre las ruinas, como si fuera un fantasma, hasta que por fin murió.
El silencio en el convento era total. Y el padre Melchor no daba muestras de cansancio; por el contrario, se tenía la impresión de que aquello era un desahogo para él.
– Los supervivientes, padre Melchor, qué hicieron?
– Emigraron. Buena parte de la población salvada emigró. Todos los días, hombres y mujeres abandonaban lo que fue Nagasaki e Hiroshima para dirigirse a otro lugar. No llevaban más que un hatillo y el horror reflejado en el rostro. No se detenían sino en los toriis sintoístas que les salían al paso, donde alternaban las inclinaciones de cabeza con la elevación de la mirada al cielo, como interrogándolo sobre su porvenir y sobre el porqué de todo aquello. Hasta que, inesperadamente, en medio de las ruinas, se produjo el clásico milagro japonés: florecieron con matemática puntualidad algunos de los cerezos que habían quedado intactos. El asombro fue indescriptible. La noticia circuló de boca en boca, trasmudando la situación. La vida era, por tanto, posible! Viejos y jóvenes vencieron su miedosa expectación o su apatía y no sólo regresaron, sino que se aprestaron a reencontrar de nuevo sus casas, a reconstruirlas, sin pedirle permiso a nadie, con madera talada de los bosques cercanos…
– Y cómo se organizaron los servicios de sanidad?
– Ésta fue otra de las sorpresas. La sanidad funcionó muy mal. Parecía lógico suponer que los heridos y enfermos obtuvieran preferencia, pero no fue así. Si algo se hizo en este sentido, se debió a la iniciativa privada. Tal vez ello se explicara por el estupor que reinaba en todas partes y por el desconocimiento de la realidad en que vivía el resto del Japón, ya que las autoridades nortéamericanas prohibieron, durante un tiempo, divulgar detalles e incluso emplear la palabra átomo. Por contraste, otros servicios se reanudaron con diligencia. Por ejemplo, una semana después del ataque ya llegaban a Hiroshima periódicos de fuera y a los veinte días justos salió el primer número del más importante periódico local, el Chugoku Shimbun. También se reorganizaron en un tiempo relativamente breve servicios como el agua, cuya falta se había traducido en uno de los martirios más penosos…
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