Llegados a este punto, el padre Melchor palideció. Se sintió mareado. Todos se asustaron. Y si era un efecto retardado de la radiactividad? Ni siquiera él podía contestarlo. Se recuperó pronto, pero lo mismo su hermano, que el padre Jaraíz, que los demás jesuítas del convento, decidieron dejarle tranquilo. Tratándose del primer contacto, no estaba mal. Lo importante era decidir si convenía que diera algunas charlas en Gerona sobre el tema. Sería útil?
Las autoridades, con el camarada Montaraz a la cabeza, prefirieron que él mismo eligiera. El padre Melchor, visiblemente fatigado, prefirió no presentarse en público, pero sí escribir una serie de reportaje escuetos, breves, que Amanecer iría publicando. A Mateo aquello le encantó, porque demostraba de lo que habían sido capaces los americanos. Y la persona más impresionada de Gerona fue Manuel Alvear, el seminarista, aspirante a misionero… El hecho de tener en la propia ciudad un testigo de excepción le dio alas para volar. Valiéndose de mosén Alberto consiguió hablar con el padre Melchor, quien le recomendó al muchacho que tuviera calma. "Estudia, deja que pasen los años… Yo me volveré a Nagasaki dentro de quince días, una vez visitadas las tumbas de mis padres en Palma de Mallorca. Podemos estar en contacto y si perseveras en tu vocación, allí te esperaré…"
A Manuel Alvear se le iluminaron los ojos.
– Ya he empezado a estudiar medicina! Tengo seis láminas a todo color…
– Bien, hijo, bien… Continúa por ahí, que en Nagasaki la aportación de la medicina es lo que va a hacer falta.
No pudo evitarse que el padre Melchor celebrara una misa en la catedral en memoria de las víctimas de Nagasaki e Hiroshima. Asistió incluso el obispo. El padre Melchor, al ver atestado el templo, improvisó una plática, en la que, abreviadamente, facilitó los datos que se le antojaron de interés general. Carmen Elgazu asistió. Ya llevaba unos días sin la escayola y apoyándose con un solo bastón. Mateo la llevó en coche hasta la entrada norte, para evitarle subir las escalinatas. La ceremonia constituyó una manifestación religiosa de singular intensidad. Incluso el doctor Gregorio Lascasas pareció reanimarse y desechar los pesimismos que tanto le afectaban. "En los momentos cruciales, los creyentes suelen responder".
No cabía la menor duda de que aquel momento era crucial. El obispo fue a la sacristía a felicitar al padre Melchor, cuya extraña palidez le desconcertó. Dios, qué confusión! Qué significaba "su" amago de angina de pecho comparado con la hecatombe que el padre Melchor les acababa de describir? Nada. "Señor, perdóname. Señor, acepta mi sentimiento de culpa y dame fuerzas para seguir adelante sin miedo a lo que pueda ocurrirle a mi persona".
* * *
Mister Edward Collins, el cónsul británico, tenía cincuenta y seis años. Desde que una bomba mató a su mujer no lo podía remediar: detestaba más aún a los nazis y en noches de insomnio los perseguía. Por ello le interesó especialmente el tema de los "campos de exterminio". Al acercarse la Navidad pidió permiso para visitar a sus hijos, que estudiaban en Cambridge, y una vez en Londres obtuvo la debida autorización para trasladarse a Alemania.
En Alemania se horrorizó. Sin cesar iban descubriéndose nuevos "campos", o bien anexos, o bien fosas comunes, y los detenidos, de la Gestapo o de las SS, estos últimos a las órdenes de Himmler, empezaban a desembuchar la verdad de lo acontecido, algunos confiando en que de este modo salvarían el pellejo, otros con una increíble sangre fría.
Los hechos objetivos empezaban a perfilarse: varios millones de víctimas. Era posible que el mundo no diera crédito a las cifras, pero las cifras estaban ahí. De momento, se tenía la impresión de que la nación más castigada había sido Polonia -y no sólo por el ghetto de Varsovia-, y por lo general las regiones más cercanas a Rusia, pues al empezar la guerra muchos judíos emigraron hacia el Este, de buen grado o a la fuerza.
Mi lucha, el libro de Hitler, texto de cabecera para los jerarcas del III Reich, evidenciaba, como era sabido, que los judíos eran la obsesión del Führer. Les consideraba la hez de la humanidad, que emponzoñaban la sociedad entera. En la nueva civilización que Hitler preconizaba, los rabinos y sus fieles seguidores no tendrían cabida. En un principio, sin embargo, al parecer la idea no era matarlos, exterminarlos; más bien se pensaba en trasladarlos a todos a algún lugar del planeta, por ejemplo, Madagascar o la Patagonia. Pero una vez desencadenada la tormenta, los lacayos y secuaces del Príncipe del Mal -José Luis Martínez de Soria aplicaba este calificativo a Hitler-, le achucharon para que se inclinara por el genocidio, en aras de la selección y pureza de la raza. Mister Edward Collins, una vez oídos varios militares ingleses, llegó a la conclusión de que la mayoría del pueblo alemán ignoraba la existencia de los campos de la muerte, aunque este extremo no se podría verificar jamás.
Mister Edward Collins visitó preferentemente algunos de los campos que estaban siendo conservados casi intactos para que su análisis fuera exhaustivo y pudiera, poco a poco, establecerse la escueta verdad. Por los interrogatorios se supo que la mano de obra utilizada la constituyeron, por regla general, los propios detenidos. También se supo que hubo judíos que delataban a sus "hermanos" intentando salvarse. Muchas mujeres alemanas, algunas de ellas jóvenes y de gran belleza, pertenecientes a la SS, demostraron una gran crueldad, bien utilizando el látigo, bien contemplando la lenta agonía de las víctimas o disparando contra éstas a placer. Algunas walkyrias encuadernaron sus libros con piel humana o remataron sus muebles con huesos elegidos entre los esqueletos.
Todo cuanto veía iba quedando grabado en la memoria de mister Edward Collins, quien no cesaba de pensar en su mujer y en que algún día sus hijos deberían también visitar tan inmensos cementerios. Igualmente pensaba en sus amigos de Gerona, que eran, en primer lugar, el cónsul americano, mister John Stern, y a seguido Manolo y Esther. Por cierto que, desde Alemania, e incluso desde el propio Londres, Gerona le parecía un oasis de paz, dijeran lo que dijeran los enemigos de Franco. El hotel del Centro, qué descanso! Limpio, rebosante de vida gracias a los huéspedes, sin trazas de bombardeos ni de fosas comunes. El viejo Churchill tenía razón: España se había salvado de la guerra y además cuando el desembarco aliado en África ayudó de forma decisiva a las tropas inglesas.
* * *
Llegado a Gerona, mister Collins llamó por teléfono a Manolo y Esther. Quería hablar con ellos, necesitaba desahogarse. Le invitaron a cenar; antes, empero, el cónsul se dio el gustazo de pasearse un rato por el barrio antiguo. Su calma, su silencio, le impresionaron mucho más que de costumbre. Los campanarios de San Félix y la catedral parecían proteger a aquellos seres que durante varios años habían sido obligados a saludar brazo en alto, a gritar heil Hitler! Incluso ahora, cómo lo harían para enterarse de lo ocurrido? Seguro que la férrea censura los mantendría en la ignorancia. Él se había traído consigo algunas fotografías espeluznantes, de seres cadavéricos agarrados a unos barrotes, con cables de alta tensión a medio metro de sus caras o de sus manos. Y los documentales! Por toda Europa, y por supuesto en los Estados Unidos, empezaban a proyectarse películas tomadas por Dios sabe quién: algún corresponsal, algún prisionero, algún guardián que querría luego refocilarse con ellas en casa o presumir entre las amistades. Nada de eso conocerían los gerundenses. Los gerundenses sólo sabrían que "desde el año 1939 se habían construido en España cuarenta pantanos" y que el arzobispo primado Pía y Deniel había declarado: "La guerra es justa cuando es necesaria".
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