María Fernanda, punto en boca. No se atrevía siquiera a rozar el tema. Ángel, sí. Ángel se enfrentó con su padre y le dijo: "Antes de nada se celebrará ese proceso público… Se habla de celebrarlo en Nuremberg. Allí los máximos acusados tendrán ocasión de defenderse. Veremos cómo se las arreglan". Ángel, en tanto que arquitecto, de buen grado se hubiera también trasladado a Alemania para estudiar las complicadas construcciones de los crematorios y las cámaras de gas. Su padre le objetaba: "Es curioso. Dentro de poco nadie se acordará de las bombas atómicas lanzadas desde el aire con la frialdad de un autómata. Se diría que aquello fueron caramelos… Dónde se celebrará el proceso contra Truman? Si te he visto no me acuerdo".
El doctor Andújar vivía jornadas de tristeza. Conocía la tesis de Nietzsche y, por azar, había leído las del teórico del nazismo, Rosenberg. No le sorprendía nada de cuanto le contaban. Hablaba con Solita. La naturaleza humana era mitad ángel, mitad demonio. El libre albedrío le permitía elegir lo peor. Basculaba entre Francisco de Asís y Tamerlán. Por supuesto, no se podía comparar la bomba atómica con los campos de exterminio. Aquélla tenía un objetivo primordial: abreviar la guerra, y si los alemanes hubieran dispuesto del artefacto lo hubieran lanzado sobre Londres. En cambio, el objetivo de los campos de exterminio era un freudiano deseo de lograr una raza superior, de reafirmar la propia personalidad, impotente en algún sentido. Seguro que en el fondo de cada culpable -por ejemplo, de las walkyrias- había un componente sexual.
Cacerola estaba anonadado. "Yo anduve por allí y no me di cuenta de nada". El padre Forteza, durante su estancia en Alemania, se olió lo que podía pasar. El general Sánchez Bravo prefería contemplar el universo a través de un telescopio.
El camarada Núñez Maza se pasaba el día escuchando la radio, especialmente, las emisoras francesas e inglesas. También estaba horrorizado, bien que él lo estaba por los dos motivos: por las explosiones atómicas y por los campos de exterminio. Sabía que las explosiones nucleares no eran caramelos y habría barrido de la lista de seres humanos a mister Harry Truman; pero lo de Alemania tampoco tenía calificativo. Él intuyó algo en el hospital de Riga, cuando un enfermo de la región de Auschwitz le habló del hedor que despedían unos hornos instalados recientemente en aquella comarca. Sin embargo, rechazó el pensamiento. Pensó que los campos lo eran de trabajos forzados, como los había en España y, por descontado, en Rusia. El resto le pilló de sorpresa y la radio facilitaba demasiados detalles para que todo aquello fuera un puro invento.
Por lo demás, si el camarada Montaraz hubiera asistido a un pleno en el café Nacional, no habría tenido más remedio que retirar su afirmación de que la gente pronto olvidaría el crimen de las bombas atómicas. Todo lo contrario! La ignominia y el espanto de aquel acto contra natura había calado hondo incluso en el camarero Ramón. Y lo de Alemania colmó el vaso. Por dos semanas consecutivas se olvidaron del anecdotario nacional y hablaron, como el doctor Andújar, de la naturaleza humana.
Matías casi se exaltó, contrariamente a su temperamento. No llegó a hablar de que "el hombre es un lobo para el hombre", porque huía de los tópicos; pero se afectó mucho, como se había afectado con la guerra civil española. Y tuvo mucho miedo. La desintegración del átomo era, a buen seguro, el comienzo de una nueva era. Quien poseyera el secreto sería el amo del mundo. Ni tan sólo tendría necesidad de amenazar a nadie. El mero hecho de poseerla -en este caso, los Estados Unidos-, le daba una preponderancia sin oposición posible. Era de suponer que otros países estudiarían en esa línea y que la espiral no tendría fin.
El pueblo, el pueblo llano, la gente de a pie, las mujeres en el mercado, los hombres en los cafés y las barberías, reaccionaron como Matías. Tuvieron miedo. Aquella serpiente de siete colas se introdujo también en sus hogares. Los fantasmas de la guerra civil volvieron a ocupar su pensamiento y, por ejemplo, Alfonso Reyes, volvió a acordarse, como si se tratara de ayer, de los barrenos en el Valle de los Caídos. Miedo difuso, miedo latente, en el interior de cada cual. Miedo al miedo. La Navidad no podía ser feliz. Entre las familias y la cueva de Belén se interponían millones de vidas sacrificadas, inocentes en su mayoría, hipnotizadas en pos de una bandera o huyendo de la persecución.
José Luis Martínez de Soria era el triunfador. Nada le hubiera sido más fácil que recabar para sí el nombre de Satán, que exhibirlo como un triunfo personal. Se abstuvo de ello y Gracia Andújar se lo agradeció pensando: "Es un detalle por su parte".
Caso peculiar era el del doctor Chaos. Los dos ayudantes del ex cónsul Paúl Günther habían desaparecido, dejando vacantes las plazas. El doctor Chaos hubiera entregado su clínica a cambio de poder visitar los campos de exterminio. Y se preguntaba qué habrían descubierto los médicos en sus estudios biológicos. Lograr, mediante injertos, hermanos siameses! A lo mejor la miopía de los vencedores hacía tabla rasa de tales científicos, con lo que la humanidad perdía la gran oportunidad de dar un paso adelante. A él no le importaban los agonizantes sin remedio, ni los locos, ni los subnormales profundos. Creía en la eutanasia como creía en el mundo cainita. El hombre era cainita y los Abel de turno caerían en sus garras por los siglos de los siglos. Habló con el doctor Andújar sobre el particular. Fue un diálogo tenso y demoledor. El doctor Andújar terminó convencido de que, en el caso de haber nacido en Alemania, el doctor Chaos hubiera desollado a los seres vivos para observar sus reacciones y anotar lo que ocurría. "Y también Solita -decía el doctor Andújar- se trasladaría gustosa a Hiroshima y Nagasaki para analizar los efectos radiactivos en las especies animal, vegetal y mineral. El doctor Chaos, ya en la Facultad, pedía permiso para intervenir en las autopsias".
Doña Cecilia, la mujer del general, negaba rotundamente que lo de los campos nazis fuera cierto. "Ese mister Collins, y los periodistas extranjeros, con tal de atacar a Franco son capaces de cualquier cosa".
Entretanto, el Consejo Mundial Judío agradecía a Franco públicamente la ayuda prestada por España al pueblo errante de Israel durante la guerra mundial.
RÍO DE JANEIRO, 18 de octubre de 1945 Querida Ana María:
Perdona la tardanza en contestar a tus cartas. No estoy acostumbrado a escribir y además ando muy ocupado. Ya me conocéis. Invento negocios incluso donde no los hay. He alquilado un despacho con un par de mecanógrafas y también un piso amueblado en la avenida Camoens, 1498. A partir de ahora escríbenos a estas señas. Y para que lo sepas, debo decirte que el servicio de Telégrafos funciona muy bien.
No me ha gustado nada, pero que nada, que os vendierais el chalet de San Feliu y el yate. Yo os los dejé para que los disfrutarais vosotros. Eso de querer vivir modestamente es posible que satisfaga a Ignacio, pero tú, Ana María, estás acostumbrada de otra manera. Me temo que a la larga esas renuncias serán una carga para ti. Ni siquiera me gusta que continuéis viviendo en Gerona. Qué puede hacerse en Gerona? Dormir y escuchar las campanas de la catedral. Lo único que me consuela es que los compradores hayan sido los hermanos Costa, porque de este modo cuando yo regrese recuperaré mi patrimonio.
Estuve en Washington, con Julio García. Este hombre es un íipazo. Tiene mucha influencia. Se ha nacionalizado americano, lo mismo que Amparo, su mujer. Yo creo que tiene influencia incluso en la Casa Blanca, en cuya construcción al parecer se utilizó piedra de una cantera de un pueblo llamado Macael, en la provincia de Almería. Curioso, verdad? Julio García continúa con su sombrero ladeado y su boquilla irónica. Su mujer es muy simpática, aunque le cuesta mucho aprender inglés. Yo creo que se llevaría bien con tu madre, la cual en Río se aburre hasta el punto de que querría irse a vivir a los Estados Unidos. De momento no puedo. He montado mi tinglado en el Brasil y lo primero es lo primero.
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