José Gironella - Los hombres lloran solos

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«José Maria Gironella publicó en 1953 su novela Los cipreses creen en Dios, con la que alcanzó un éxito mundial. En 1961 Un millon de muertos, que muchos críticos consideran como el más vibrante relato de lo acaecido en España durante la guerra civil (en los dos bandos). En 1966 culminó su trilogía con Ha estallado la paz, que abarca un corto período de la inmediata posguerra.
Hoy lanza al público su cuarto volumen, continuación de los tomos precedentes, decidido a convertir dicha trilogía en unos Episodios Nacionales a los que añadirá un quinto y un sexto volumen -cuyos borradores aguardan ya en su mesa de trabajo-, y que cronológicamente abarcarán hasta la muerte del general Franco, es decir, hasta noviembre de 1975. La razón de la tardanza en pergeñar el cuarto tomo se debe a dos circunstancias: al deseo de poderlo escribir sin el temor a la censura y a su pasión por los viajes, que se convirtieron en manantial de inspiración para escribir obras tan singulares como El escándalo de Tierra Santa, El escándalo del Islam, En Asia se muere bajo las estrellas, etc.
Con esta novela, Los hombres lloran solos, José María Gironella retorna a la entrañable aventura de la familia Alvear en la Gerona de la posguerra, a las peripecias de los exiliados y del maquis, sin olvidar el cruento desarrollo de la segunda guerra mundial. Los hombres lloran solos marcará sin duda un hito en la historia de la novela española contemporánea.»

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El gobernador decidió actuar. Hizo un viaje a Madrid para entrevistarse con su amigo Girón -a éste la boda le había sentado de maravilla- y regresó con la promesa de que don Eusebio Ferrándiz sería relevado. "Piensa que Gerona es provincia fronteriza y que necesitamos un hombre fuerte".

El relevo no se hizo esperar. A mediados de octubre don Eusebio Ferrándiz fue trasladado a Guadalajara, adonde se marchó acompañado de su hermana, Genoveva. Y llegó en sustitución don Isidro Moreno, superviviente del Alcázar, donde perdió a su mujer. Don Isidro Moreno se presentó con su segunda esposa, Francisca Iglesias y se instalaron en el piso que don Eusebio Ferrándiz dejó vacante.

Don Isidro Moreno tenía cuarenta y cinco años. Policía de profesión, gracias al camarada Montaraz acababa de ascender a comisario. "He de agradecérselo a usted?". "No, no, de ningún modo. A mi amigo el ministro Girón".

Talla mediana, cabello rubio, ojos fríos, de una frialdad que recordaba la de los ojos de Himmler. También llevaba gafas de montura de plata. Se apoyaba en un bastón, cuya empuñadura era una rana. Oriundo de Santander, había entablado amistad con el camarada Dávila, el ex gobernador de Gerona, el cual le había contado muchas cosas. Tenía fama de hombre duro. Trabajador infatigable. Las largas patillas le ocultaban dos verrugas simétricas en las sienes, que le hubieran afeado el rostro. Un tanto grosero, lo mismo en el verbo que en los ademanes, guardaba del Alcázar, además de una herida cicatrizada, una pequeña piedra que llevaba siempre en el bolsillo a modo de talismán. Franquista hasta la médula, se inclinara Franco por la Falange o la dejara en la estacada. Al enterarse de que el gobernador descascarillaba cacahuetes, dijo: "Mi hobby es limpiar la pistola". Al enterarse de que el general Sánchez Bravo decía tutti contenti, barbotó: "Yo prefiero soltar algún rotundo taco español". Al saber que el obispo se había desmayado en pleno Te Deum, comentó: "A lo mejor en el asilo tendría un puesto fijo".

Al tomar posesión de su despacho, preguntó:

– Quién era aquí el comisario antes de la guerra civil?

– Un tal Julio García… Un bicho, masón, pero inteligente y con mucha garra.

– Y qué recuerdo guardan de mi predecesor, don Eusebio Ferrándiz?

– Inmejorable. Buenísima persona.

– Tal vez un poco blando?

– Tal vez…

– Pues yo en el Alcázar vi muchas películas del Oeste y sé como las gastan…

El hombre entró en Gerona como el caballo de Troya. La brigadilla Diéguez le gustó. No le gustó que María Fernanda fuera monárquica, y que lo fuera el alcalde! "Aquí habría que hacer un barrido…" Mateo se puso a su favor. "Creo -le dijo a Pilar- que es el hombre que nos hacía falta". Mateo dijo esto ignorando que don Isidro Moreno había exclamado: "Cómo! Ese falangista divisionario amigo de Núñez Maza? Tendrá cojones! Pues sí que estamos apañados".

Don Isidro Moreno parecía gozar descubriendo los defectos de los demás. Encontró que la ciudad -sobre todo, el Oñar- estaba sucia. Por lo tanto, las promesas del camarada Montaraz, "partidario de la higiene", habían fracasado. Visitó la cárcel y se mostró decidido a hacer trabajar a los presos. "No se puede tener a los hombres así, tumbados todo el día como lagartos. En Guadalajara temamos imprenta y taller de carpintería". Visitó la Barca y Montjuich. "Un nido de piojos y de navajas cabriteras… Por favor, fuera gitanos". Pero para desalojar a los gitanos necesitaba el permiso del gobernador.

Fue aquel el primer enfrentamiento entre los dos hombres.

– Cómo que no se pueden desalojar? Si usted quiere, mañana mismo…

– Son gente… Son personas. Adonde los llevaría usted?

– A los hombres, a trabajar en las canteras; a las mujeres, a limpiar los cuarteles… En, los gitanos! Si los conoceré yo…

El camarada Montaraz preguntó, simulando sonreír:

– Actuaría con ellos… como actuó Hitler?

– Alto el carro! Yo no he dicho eso… Pero que son un cáncer para la sociedad… vamos! -y se tocó la piedra del Alcázar que llevaba en el bolsillo.

En casa mandaba él. A su mujer, Francisca Iglesias, la tenía asustada con sus raptos de cólera. Era muy exigente, sobre todo a la hora de comer. Un temor: quedarse ciego. Continuamente iba al oculista a que le revisaran los ojos y le graduaran de nuevo los cristales. Cuando conoció a Lourdes, la mujer de Cacerola, le dijo a éste: "Es lo peor que puede ocurrir". Cacerola le agradeció el interés y desde entonces defendió a ultranza al recién llegado.

No comprendía el problema catalán. No comprendía que la gente hablara catalán. El alcalde y su mujer! Podía ello consentirse? Tampoco comprendía el misterio de la Santísima Trinidad. Y que hubiera personas que tocaran el saxofón. Y que el general Sánchez Bravo mirara con telescopio las estrellas.

Algo en su haber: sentía una inmensa ternura por las mujeres solteras. Por ello apreció a Marta. Y a Solita. El doctor Andújar opinó de él: "Unos centímetros más y tendríamos un paranoico. Yo prefería con mucho a don Eusebio Ferrándiz".

* * *

Mosén Alberto le había recordado a Carmen Elgazu que el 8 de septiembre, al ir a misa, se acordara de rezar un padrenuestro por el alma de Quevedo, en el tercer centenario de su muerte. "Quién era Quevedo?", le preguntó Carmen Elgazu. "Un escritor. Un clásico… Ignacio aprendería mucho de él".

Al bajar la escalera de su casa Carmen Elgazu resbaló en el último tramo y fue rodando hasta quedar inmóvil en el suelo. En seguida notó que se había hecho mucho daño. No en la cabeza ni en los brazos, pero sí en una pierna. Era la pierna derecha. Terribles punzadas de dolor. Era el pie. Lo que le dolía era el pie derecho. Eloy, desde arriba, desde el piso, oyó los lamentos y también los oyeron las vecinas. Los teléfonos funcionaron y todo el mundo se movilizó. Al cabo de media hora escasa la mujer se encontraba en la clínica Chaos, donde le sacaron las correspondientes radiografías: fractura del metatarso del pie derecho. El propio Moncho la escayoló, mientras llegaba, sudoroso, en un taxi, Matías.

La rotura revestía cierta gravedad. Mes y medio, tal vez dos, con el pie inmovilizado. De momento, unos días en la cama; luego tendría que aprender a andar con un par de muletas; luego con una sola. Hasta que los huesos se soldaran y adquiriera seguridad.

Aquello fue un mazazo para la familia. Salvando las distancias, todos recordaron su estancia en la clínica a raíz de la extirpación de los órganos genitales, por culpa de un tumor. Carmen Elgazu, al mediodía, se encontró tumbada en la cama -la escayola le llegaba hasta la rodilla-, rodeada de rostros amados. Matías, que pocas veces se azoraba, en esta ocasión andaba por el piso como si hubiera perdido la brújula. "Caray con Quevedo", comentó Ignacio. Moncho, con las radiografías en la mano, les dio su palabra de que no quedarían huellas de la rotura. "Esto, entre los esquiadores, es de lo más corriente". Las fechas exactas de la recuperación no se podían precisar. Dependían de la "calidad" de los huesos de Carmen Elgazu y de su fuerza de voluntad. "Sí, ya sé, esto último está garantizado".

Carmen Elgazu no se hacía a la idea. Tanto tiempo inmovilizada, sin poder andar, sin poder salir de casa! Todo se arregló de la mejor manera. Pilar y Ana María acudirían por turnos a echarle una mano. También Matías, que servía para algo más que para pescar. Quedó demostrado que la mujer tenía muchos incondicionales en la vecindad. Fue un desfile de visitas. Los dueños de las tiendas de la Rambla se ofrecieron para llevarle la mercancía. "Un telefonazo y ahí estamos". Carmen Elgazu descubrió más que nunca la importancia del teléfono, el cual, mediante un suplemento, le llegó a la cabecera de la cama. Telefoneaba a la familia -incluso a Bilbao- y a las amistades. Hubiera querido telefonear a santa Teresita del Niño Jesús, pero tuvo que contentarse con obligarle a Matías a hacer una novena y a ponerle un cirio en la iglesia del Mercadal.

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