José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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– Yo no entiendo, se lo aseguro -dijo Antoine-. No hace una semana que declaré. ¿Qué más quieren ustedes?
– Ah, ah -el Comisario sacó un papel de alguna parte-. Sin prisa, señor Ferrens. Las cosas han cambiado. Desde la última vez que usted nos visitó, usted se ha movido bastante, nos ha dado trabajo, cierto trabajo…
– ¿Trabajo?
– Trabajo, sí. Corríjame usted si me equivoco en lo que voy a decirle. El último lunes fue usted a visitar al doctor Lorca, que le practicó un reconocimiento médico.
– Sí, es cierto.
– El doctor Lorca se negó a extender el certificado que usted le pedía. Le dijo algo así como: "Yo no estoy acostumbrado a hacer esas cosas. Por desgracia, hay compañeros míos que lo hacen, y usted ha debido confundirme con uno de ellos". ¿Fue así?
– Sí -Antoine asintió-. Algo así.
– Usted, entonces, quiso saber quiénes eran aquellos compañeros. El doctor, dignamente, se negó a facilitarle los nombres…
Antoine calló. Estaba muy pálido. O era tal vez el desaseado aspecto de su cara el que le hacía parecer viejo o enfermo.
– Pero, todo eso… -empezó.
– En vista de ello -prosiguió el Comisario, sin hacerle caso-, usted inició una serie de averiguaciones. En su torpeza, señor Ferrens, llegó incluso hasta el mismo Colegio Médico, y pretendió sobornar a uno de sus oficiales administrativos. Por supuesto, nos dieron cuenta de ello, aunque ya era innecesario, pues estábamos tras usted.
– Sobornar, no -dijo Antoine-. Pretendí, simplemente…
– Claro -atajó el Comisario, sin interés-. Más tarde, el miércoles, usted trotaba poco menos que de consulta en consulta, hasta que una indiscreción lamentable le llevó hasta el doctor Carvajo. Le conocemos. Y también a su hermano. Carvajo es un médico con muy pocos escrúpulos…
– Perdone -atajó Antoine, completamente pálido.
– Con muy pocos escrúpulos -repitió, sin inmutarse, el Comisario-. Y aun cuando advirtió su enfermedad, se avino a extender un certificado de buena salud.
El Comisario sacó un papel y leyó, con voz aflautada:
– "…y en el examen practicado no se han advertido indicios de enfermedades infecto-contagiosas". El doctor Carvajo tiene un singular concepto de las enfermedades infecto-contagiosas, me parece. Se avino a ello mediante la entrega, por su parte, de mil pesos. ¿Me equivoco en la cantidad? ¿No? Perfectamente. Una vez en su poder el certificado, el doctor Carvajo le advirtió que su sífilis estaba en un grado muy avanzado, que prácticamente había que desechar la idea de un tratamiento con resultados positivos, y que muy probablemente la dolencia lesionaría muy pronto su cerebro… Hasta incluso le advirtió que habla ya signos de una debilidad mental que muy bien podía tratarse de los primeros ataques de la enfermedad a…
– Por favor -Antoine abrió la boca-. No siga.
– No es preciso. Ya he terminado. Usted nos obliga a una serie de trabajos a cuál más desagradable, señor Ferrens. El procesamiento del doctor Carvajo, y los interrogatorios que en breve iniciaremos con usted… Todo molesto, todo desagradable.
– Yo deseaba volver a Bruselas -dijo Antoine, débilmente.
– ¿Por qué?
– Yo soy belga. He fracasado en este país…
– ¿Huye usted de algo?
– No, no. Todo el mundo ama su país, es un deseo natural.
– Ah, señor Ferrens. ¿Qué hubieran opinado las autoridades sanitarias belgas de nosotros si…? Imposible, imposible. ¿No le gusta esta tierra?
– Oh, sí.
– Es un país hermoso. De los más ricos de América.
– Sí, señor.
– Usted vino aquí por su propia voluntad, nadie le obligó a ello. No vaya a pensar que nosotros, los americanos, tenemos deseos de que vengan extranjeros a nuestro país. El nuevo gobierno, le advierto, tiene en estudio un sistema restrictivo, un sistema de cupos de inmigración… Así son ustedes, los europeos. Poco importa de qué parte de Europa… Luchan por entrar y, cuando ya están dentro, se quejan si no pueden marcharse con facilidad…
El Comisario había hablado de prisa, casi con pasión. Se tomó tiempo para recuperar aliento y se produjo un silencio desagradable. Solamente la lluvia no cesaba, ni el ruido monótono de su choque contra el alero metálico.
– Pero, realmente -añadió el Comisario-, todos pueden abandonarnos en cualquier momento… salvo usted. No me negará que posee circunstancias muy singulares, muy particulares…
– ¿Se refiere a mi enfermedad?
El otro le miró con ostensible sorpresa.
– ¿A qué otra cosa podía referirme?
– Cierto, a ninguna.
– A menos que, durante los interrogatorios, surja algo nuevo, algo distinto a lo que conocemos. ¿Temía algo así, acaso?
– No, claro que no. Pero usted habla de interrogatorios, se ha referido ya dos veces a ellos… ¿Qué es esto, si no es un interrogatorio?
– Se lo suplico -y el Comisario hizo ademán de alguien injustamente vejado- ¿Llama a esto un interrogatorio? ¿A una conversación cordial, a un cambio de impresiones preliminar?
Antoine sintió frío. ¡Si tan siquiera no lloviera!
– ¿Qué otra cosa pueden hacer conmigo? -preguntó, con voz honda.
– "Hacer conmigo…" No, se lo suplico. Usted está nervioso, se altera demasiado pronto.
– Pero van a interrogarme.
Un frío interés iba apareciendo en el rostro de Méndez, a medida que la angustia del detenido aumentaba.
– ¡Ah, eso sí! Es lo que…
– ¿Por qué? ¿Por haber obtenido un certificado?
– Exactamente, no. Más bien, por lo que el certificado significa.
Antoine tragó saliva. Tenía la garganta áspera.
– ¿Qué significa?
– Que usted ha tratado de abandonar el país por medios y con motivos no muy claros…
– Le dije que deseaba volver a mi patria.
– Lo dejaremos, entonces, en "por medios poco claros", si así lo prefiere. ¿Está conforme?
– Sí -dijo Antoine, sin saber a lo que asentía.
– ¡Bien! -el Comisario se levantó. Méndez bostezó debajo de sus bigotes-. Ésta, me parece, es nuestra última entrevista. Usted pasará ahora a una jurisdicción distinta…
– ¿A quién?
– Al B. A. S., naturalmente. Nosotros no somos propiamente policías, se lo dije en otra ocasión… Espero que le vaya bien.
Antoine se levantó con gesto forzado. Tenía miedo. El Comisario suspiraba y sonreía como si allí terminara para él un pequeño y enojoso asunto. Pero "para él", no para Antoine. Para Antoine, seguía el asunto. O peor: tal vez empezaba allí mismo, en aquellos momentos en que Méndez recuperaba un poco de vida y esbozaba movimientos de acompañarle hasta la puerta, de conducirle a alguna parte, de hacer algo positivo y eficaz. El Comisario tocó un timbre y luego le tendió la mano.
– Es que -dijo Antoine- ¿podía irme mal?
Se abrió una puerta y entró una señorita. El Comisario le hizo un breve gesto, una sonrisa que quería decir: "Un segundo. Ahora mismo estoy con usted…". Luego miró a Antoine.
– Yo no se lo deseo, señor Ferrens. Usted me ha caído simpático, créame. Me ha mentido, a veces, pero casi todo el mundo miente alguna que otra vez…
– Sí -dijo Antoine-. Adiós, entonces.
La señorita se sentó. Era bonita. El Comisario buscó en sus bolsillos una cajetilla de cigarrillos americanos.
– Adiós, señor Ferrens -dijo luego, con voz sonora.
Pero se veía bien claramente que su atención se había ya trasladado a la muchacha, que en aquel momento iniciaba, con negligente lentitud, el cruce de sus piernas.
VEINTINUEVE
Tal vez el culpable no fuera Jaramillo, como Angulo suponía, sino el propio Donald. Angulo llevaba media hora esperándole, con los zapatos llenos de barro, bajo el paraguas con el que se defendía del aguacero. Era idiota que Donald le hubiera citado al amanecer, y en el Jardín Botánico. También era idiota que le hiciera esperar, en un día como aquel, retrasándose de aquella manera. Estaba disgustado. Miró casi con rabia a Donald, que abría la portezuela del taxi que le acababa de traer y se espantaba -adivinó muy bien el gesto de espanto en su cara delgada-, al comparar el suelo barroso y encharcado con sus zapatos, negros y brillantes, de puntas afiladas. Donald vaciló. Pagó al conductor y esperó con parsimonia el cambio. Luego, con infinitos cuidados, abrió su paraguas desde el interior del taxi, asomó un pie y lo mantuvo durante un segundo en el aire, escogiendo la parte del suelo menos encharcada. Llevaba un abrigo de color rata, con el cuello extrañamente blanquecino. Tenía un aspecto demasiado pulcro. Avanzó hacia Angulo con infinitas precauciones, con saltos ridículos y bien calculados. Sí, era sin duda el propio Donald quien tenía una tendencia absurda al melodrama, al juego de espías. No era solamente Jaramillo. Primero le había visitado de noche, como un conspirador de opereta, y ahora, para acentuar aún más los tintes de su drama, le citaba en el Jardín Botánico, frente al Acuárium. Y al amanecer. Y con aquel día infernal. Y encima llegaba tarde, el condenado, recreándose sin duda, dentro del taxi, con la imagen de un hombre que espera bajo un paraguas, de un hombre que tiene la misión de matar.
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