Hoy es domingo y las personas y las cosas delatan la condición festiva del día. Siempre temí las tardes de los domingos, pues parecían un paréntesis de la propia vida, una especie de suspensión de las coordenadas en las que solemos actuar. Ahora que no tengo coordenadas, que he perdido todos los puntos de referencia, la tarde del domingo me parece un lugar para el descanso. Comeré en el hotel y luego quizá dé una vuelta para proporcionar algo de trabajo a mi detective. Fantaseo mucho con él, con su imagen, y confieso que la admiración que me profesa, y que cada día deja traslucir con menos pudor en sus informes, me proporciona una suerte de vértigo que a veces me recuerda el vértigo de la juventud. Después veré la televisión procurando no beber más de dos whiskys.
Creo que la semana que viene tendré listo el apartamento. Han terminado de pintar y de hacer los arreglos que pedí en la cocina y en el baño. Mañana saldré a escoger unas cortinas.
Ayer, finalmente, salí a hacer las últimas compras para dejar listo el apartamento. Hacía mucho calor y me puse una camiseta y una falda de vuelo, muy ligera, que he comprado estos días. El conjunto era algo adolescente y, sin embargo, me encajaba bien, como si me estuviera haciendo más menuda. Tal vez deba arreglarme el pelo, cambiarlo. Tengo esta melena desde hace veinte o veinticinco años y seguramente me costaría acostumbrarme a vivir sin ella, pero creo que si me la cortara resultaría más joven.
Estuve en el centro, viendo tiendas y eligiendo detalles que me hagan sentirme protegida en el apartamento. Comí en una cafetería en donde, curiosamente, cuando tomaba el café, comenzó a sonar una canción de los Beatles que escuché hace ya varios meses, también mientras comía, en otro bar. La situación, pues, era muy parecida, pero yo era distinta. Ahora era una mujer que había tomado las riendas de su vida, aun cuando no supiera manejarlas muy bien, mientras que el recuerdo que tengo de entonces es el de una mujer cuyos movimientos dependían de un impulso ajeno a su voluntad, como si fuera una autómata, un artefacto viviente manejado por la mano invisible de un mecánico.
Cuando salí de nuevo a la calle, me atracaron. Bajaba hacia Serrano y, de súbito, de la oscuridad de un portal salió un muchacho de unos veinte años que me colocó la navaja a la altura del vientre. Sin embargo, cuando estaba a punto de entregarle el bolso, apareció, como caído del cielo, un sujeto corpulento, que se interpuso entre el atracador y yo. Recuerdo que salí corriendo, mientras lamentaba no haberme podido fijar en los rasgos de mi salvador, pues no era otro que el detective. Esta mañana he mandando al botones del hotel a recoger el informe. Dice así:
Elena Rincón salió a las doce horas del día de la fecha del hotel donde se encuentra provisionalmente instalada y caminó sin prisas hasta la zona comercial del centro, donde realizó compras en diversos establecimientos. Iba vestida de un modo muy ligero y sencillo, con una camiseta y una falda pensadas sin duda para mujeres mucho más jóvenes que ella. Sin embargo, la falda, sobre todo la falda, le quedaba muy bien.
El tipo de compras que llevó a cabo revelan su intención de trasladarse cuanto antes al apartamento que ha alquilado en la calle María Moliner, en las estribaciones de la Plaza de Cataluña y relativamente cerca de su domicilio conyugal. A veces, abandonar un barrio cuesta más que dejar a un marido.
Comió despacio, como ensimismada, en una cafetería de la calle Velázquez, y al salir de allí estuvo a punto de resultar atracada por un muchacho que buscaba dinero urgente para adquirir alguna clase de droga. Me interpuse entre el muchacho y ella, que salió corriendo, y recibí un pequeño corte a la altura del diafragma antes de que me diera tiempo a hacerle rodar por el suelo de un tortazo. No pesaría más de cincuenta quilos y luego me arrepentí de haberle golpeado tan fuerte.
El caso es que perdí a Elena Rincón y tuve que acudir a una casa de socorro para que me curaran la herida. Es muy posible que Elena Rincón ni siquiera llegara a verme la cara, pues me coloqué de espaldas a ella y no hubo tiempo ni para que nos miráramos a los ojos antes de que emprendiera la huida.
Cierro el informe en este punto, pues no hay nada substancial que añadir y no estoy en la mejor postura para ayudar a la cicatrización de la herida.
Después de leerlo, he llamado a la agencia para escuchar su voz y la conversación ha discurrido de un modo que no esperaba, pero que me ha gustado mucho.
– Su misión -he dicho en tono agresivo, tras identificarme- no consiste en proteger a Elena Rincón de agresiones callejeras, sino en seguirla allá donde vaya e informarnos después de sus movimientos.
– Perdone usted -me ha respondido en tono cortés-, yo sé cuál es mi misión cuando veo que una persona agrede a otra. Volvería a hacer lo que he hecho, aunque las consecuencias fueran más graves de las que he padecido.
– El informe es excesivamente corto, como si intentara ocultarnos algunos de los movimientos realizados por la investigada. Empezamos a tener la impresión de que a usted le gusta demasiado esa mujer y quizá tengamos que prescindir de sus servicios.
– Pues ya que lo dice -respondió la voz-, permítame que dimita de ese repugnante trabajo en este momento. Nunca debí aceptar una investigación de esta clase.
– ¿Por qué dice eso? -pregunté en tono seductor, por miedo a que colgara el teléfono.
– Primero, señora, porque nunca se debe trabajar para un cliente sin rostro; segundo, porque siempre se debe conocer el fin hacia el que está orientada la investigación; y, tercero, porque en este caso estamos cometiendo un atropello contra una mujer absolutamente indefensa y a la que sólo se le puede achacar una inclinación patológica al juego, inclinación de la que me consta que se está apartando. Si el problema es que ha dejado alguna deuda importante en un casino, sáquenle el dinero a su marido, que tiene para dar y tomar. Pero a Elena Rincón déjenla en paz, que bastante ha padecido soportando estos años al tal Enrique Acosta.
– Está usted enamorado de ella -dije- y eso no le permite ser objetivo. No se fíe.
– Ustedes me pidieron que no fuera objetivo. Esta conversación, por otra parte, es inútil. Transmita mi dimisión a su jefe y adviértale que voy a continuar vigilando a Elena Rincón, pero esta vez para protegerla de ustedes. Ignoro en qué andan metidos, pero tanto secreto sólo puede ocultar algo ilegal. Tóquenle un pelo a esa mujer y tendrán que vérselas conmigo.
Dicho esto, colgó el teléfono dejándome sumida en un estupor del que todavía no he conseguido salir. ¿Estaré metiéndome en uña historia? No sé, lo cierto es que el detective ha comenzado a funcionar como un punto de referencia del que difícilmente podría prescindir en este momento. De súbito, me ha asaltado la idea de que quizá este hombre haya averiguado quién soy, y entonces su actitud va dirigida a seducirme.
Pasado mañana me traslado a mi nuevo domicilio.
Me he cortado el pelo, lo llevo muy corto, como una chica joven que vi en una revista. Me lo mojo todos los días, cuando me ducho, y se me seca enseguida. Pensé que debía hacerlo antes de ocupar mi nueva casa para completar la transformación. Soy otra.
Esta noche he dormido por primera vez en el apartamento y he soñado mucho, pero eran historias raras, muy difíciles de describir, porque carecían de la coherencia que exigimos a las cosas que nos contamos durante la vigilia. Cuando fumaba hachís, no soñaba, como si la droga sustituyera a los sueños; a las pesadillas, más bien. Voy a esperar unos días y volveré a fumar hachís, aunque de otro modo, cuando realmente me apetezca.
Me muevo en el apartamento como si llevara años encerrada en él. Percibo sus paredes, su cuarto de baño, sus muebles, como una prolongación de mí y no como mis enemigos. Estoy bien, en paz conmigo misma y algo excitada por saber qué será de mi vida en los próximos años, cómo envejeceré, cómo nombraré lo que me atañe.
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